Agazapado en la oscuridad, escuché pasar de largo a nuestros perseguidores, que emitían por medio de sus ultrasonidos característicos expresiones de desconcierto. Pero no me parecieron policías, no en el sentido que damos a esta palabra en el mundo de los hombres grandes, sino un grupo de insectos de un enjambre distinto a aquel al que pertenecíamos el hombrecillo y yo, por el que tal vez se habían sentido amenazados. En otras palabras, no buscaban justicia, ni siquiera venganza, pues parecían ajenos a conceptos que implicaran una condición política o moral, sino que se defendían de un intruso al modo en que las avispas protegen su panal de los ataques de un enjambre extranjero. Quizá, pensé, en nuestro deambular por las calles nos habíamos introducido en un territorio ajeno.
En todo caso, la identificación que venía sintiendo con el mundo de los insectos desde la pelea a muerte con el otro hombrecillo provocaba curiosas sensaciones físicas en mi cuerpo de hombre grande. Así, al revolverme entre las sábanas en busca de una postura física que calmara mi inquietud, pensaba en mis brazos como «apéndices», tal como los libros de ciencias naturales se refieren a determinadas extremidades propias del mundo animal. No era todo: de vez en cuando, y por culpa sin duda del alcohol y la nicotina, me llegaba desde el vientre hasta la boca un jugo ácido que por alguna razón imaginaba que era propio del aparato digestivo de algunos escarabajos. La sugestión alcanzó tal grado que hube de salir de la cama para comprobar que continuaba siendo un hombre. Y lo era, era un hombre en toda mi extensión. Y en la cama de al lado dormía una mujer que era mujer de arriba abajo. Ninguno de los dos teníamos artejos o apéndices, sino brazos y piernas y dedos y falanges… Y sin embargo, la sensación de que participábamos de un modo u otro de ese territorio del mundo animal no me abandonaba.
Salí con cuidado del dormitorio, fui al cuarto de baño y, tras contemplar mi cuerpo en el espejo, me senté sobre la taza del retrete e intenté poner orden en mis emociones. No resultaba fácil, pues mientras permanecía en aquel extraño lugar (nunca un cuarto de baño me había parecido una construcción tan rara), en mi versión de hombrecillo bajaba ahora al sótano del edificio en el que me había ocultado, donde descubría una especie de cuarto de calderas y, en una de sus paredes, una enorme grieta que resultaba un escondite perfecto. El hombrecillo y yo decidimos ocultarnos en aquella grieta hasta que pasara el peligro, pero lo hicimos como sin opinión, sin llevar a cabo un juicio estimativo, por mero instinto, al modo en que una lagartija busca el refugio de una rendija al detectar un peligro. Pensé que sin perder mi forma de hombre en ninguna de mis dos versiones, estaba realizando un viaje sorprendente al mundo animal.
Una vez más calmado y más seguro (más calmados y más seguros, debería decir), regresé a la cama en mi versión de hombre grande con la idea de descansar un poco, incluso de dormir si fuera posible, pues apenas faltaban un par de horas para que sonara el despertador.
20
Pasó el tiempo y comenzó a amanecer en mi versión de hombre, de modo que me levanté de la cama y tras echar un vistazo a mi mujer, que dormía, fui directamente a la cocina para preparar el desayuno. Aturdido como me encontraba, abrí la ventana que daba al patio interior para respirar el aire de la mañana. En esto, una avispa se posó sobre las cuerdas de la ropa. Me pareció raro, por la época del año, e intenté comunicarme telepáticamente con ella sin resultado alguno. Entonces, la aparición de una sombra la espantó e inició ese vuelo errático característico de su especie. Levanté la vista y distinguí en la ventana de enfrente a mi vecina, la de los vinos, recién levantada también, que me hizo un gesto de saludo con la mano.
Cerré la ventana y volví a mis ocupaciones sin que la ingestión del aire fresco hubiera obrado en mi cabeza los efectos esperados. Al hacer el zumo de naranja, me temblaba la mano sobre el exprimidor, lo que no era raro si pensamos que continuaba activada la conexión con el hombrecillo, que seguía (seguíamos, por tanto) en el sótano de un edificio, escondido como una alimaña en una irregularidad de la pared. Desde mi punto de vista, hacía varias horas que podía haber abandonado el escondite, pues no se percibía actividad exterior alguna (la habitación disponía de un respiradero desde el que se veía la calle), pero el hombrecillo prefirió curarse en salud.
Estaba, por cierto, debatiendo con él -por medios telepáticos, como siempre- sobre la conveniencia de abandonar el escondite ahora o esperar hasta la noche, cuando mi mujer entró en la cocina. Al acercarme a darle un beso rutinario, se echó hacia atrás con expresión de espanto y preguntó qué me pasaba.
– Nada -le dije-, qué me va a pasar.
– Pero ¿tú te has visto la cara? -insistió.
De modo que abandoné la cocina para mirarme en el espejo del pasillo y también me espanté. Como si mi calavera hubiera crecido por la noche o mi piel hubiera menguado, todo el hueso se apreciaba detrás de mi carne, recreando la expresión de pánico del que se dirige a la horca. Estaba consumido por el cansancio físico, por los remordimientos, por el miedo, por la duda.
Volví a la cocina y admití que tenía mala cara.
– Quizá has cogido la gripe -dijo mi mujer.
Lo que he cogido es la peste, me dieron ganas de contestar. Desayunamos en silencio, ella restando ahora importancia a mi estado por miedo, supuse mezquinamente, a tener que quedarse en casa para cuidarme; yo, asegurando que descansaría y que, si me subía la fiebre, la llamaría al rectorado. Cuando se fue, me puse el termómetro y tenía 38 grados. A mí la fiebre me parecía molesta, pero al hombrecillo le resultaba estimulante.
– ¿Qué es esto? -preguntó al sentir los primeros efectos de la subida de temperatura.
– Es la fiebre -dije yo como el que dice es el monzón o es el nordeste o es la tramontana.
– Me gusta la fiebre -replicó el hombrecillo con euforia-, les da a las cosas un tono algo irreal. A lo mejor esto no está pasando, a lo mejor no estoy escondido en este sótano, a lo mejor no he matado a nadie, a lo mejor…
– No hay delirio que valga -añadí yo telepáticamente-. Estás metido en un buen lío, de modo que sal con cuidado de ese sótano y vuelve a casa por el camino más corto.
Exagerando las precauciones para burlarse de mi miedo, el hombrecillo abandonó su escondite, salió a la calle y caminó normalmente sin que nadie le molestara. El mundo de los hombrecillos, a la luz del día y en las arterias principales, parecía superpoblado. Estaban las calzadas y las aceras llenas, respectivamente, de vehículos y de personas. El hombrecillo caminaba despacio, extrañado de aquella abundancia biológica en la que se sentía un intruso como yo mismo, por otra parte, me he sentido casi siempre entre los seres humanos. El hombrecillo se preguntó cuántos hombrecillos fabricados (cuántos replicantes, como él mismo) habría en aquella colonia, pues a primera vista no se percibía signo alguno que diferenciara a los artificiales de los nacidos de la mujercilla. Mientras nos dirigíamos a su casa de muñecas, decidí, en mi versión grande, tomarme una aspirina efervescente.
– ¿Qué es eso? -preguntó el hombrecillo.
– Una aspirina, para el dolor de cabeza.
– ¿Para la fiebre? -insistió él.