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– Sí -dije yo.

– ¡Ni se te ocurra! -gritó fuera de sí-. Si me quitas la fiebre, matamos a otra persona ahora mismo.

Arrojé la aspirina a medio diluir a la pila y fui a mi despacho en busca de un poco de paz. Apenas me hube sentado, el hombrecillo sugirió que nos fumáramos un cigarrillo, a lo que no dije que no. La primera calada me calmó como si me hubiera inyectado la nicotina directamente en el cerebro. La mezcla del tabaco y la fiebre provocaron un estado de bienestar algo siniestro. Ya comprendo que parece una contradicción, pero la verdad es que los escalofríos que recorrían mi cuerpo, por aciagos que fueran, resultaban también estimulantes.

Enseguida se abrió paso en mi cabeza la idea de tomar una copa de vino, que me serví de inmediato. Tras el primer trago, vi llegar al hombrecillo al portal de su casa, o lo que fuera el lugar aquel, cuyas escaleras acometió en medio de una tormenta de alucinaciones intensísimas. Así, por ejemplo, aquella escalera era en realidad la escalera en el sentido platónico del término. Al ascender por ella a su domicilio, ascendía a todos los domicilios posibles, al domicilio, cabría decir. En aquel hombrecillo con fiebre, fumado y borracho, se resumían asimismo todos los amantes y todos los asesinos y todos los ladrones que habían subido o bajado unas escaleras a lo largo de la historia. Pero también en él se concentraban todos los padres de familia y todos los estudiantes y todos los animales domésticos que habían utilizado a lo largo del tiempo aquella curiosa construcción arquitectónica. Cómo podíamos representar aquellos papeles a la vez y con la máxima intensidad, resultaba un misterio.

21

Entrado que hubo en la vivienda, se dejó caer sobre la cama con expresión de felicidad y solicitó que me masturbara. Yo estaba en pijama y bata, sobre el diván de mi cuarto de trabajo, con la copa de vino en una mano, el cigarrillo en la otra, la fiebre en la cabeza y una erección entre las ingles (aquella sucesión de horrores, por alguna razón inexplicable, había movilizado mis resortes venéreos). No me resistí, pues, a satisfacerle. Para aumentar la excitación, imaginé una escena erótica algo ingenua (todas lo son) cuya protagonista era mi mujer, que en esa fantasía no podía vivir, literalmente hablando, sin mí. Aunque parezca la letra de un bolero, si le faltaba yo le faltaba el aire, por lo que la pobre era víctima en mi ausencia de violentos ataques de asma que aliviaba con las inhalaciones de un spray broncodilatador. El contenido del spray era en realidad una versión líquida de mí mismo que llevaba consigo a todas partes.

Ahora se encontraba en su despacho del rectorado, donde acababa de sufrir un ataque. Vestía un traje negro, de punto, con escote en pico, que se adaptaba centímetro a centímetro a las formas lineales de su cuerpo, resaltando su delgadez y su altura. Dado que su pelo era negro también, al incorporarse con la respiración entrecortada para tomar el spray del bolso, parecía una sombra más que un volumen real. Su expresión de sufrimiento, así como el ligero silbido del aire al entrar y salir con dificultad de sus pulmones, me provocaban una excitación sexual que habría tildado de enfermiza en cualquier otro.

Una vez recuperado el spray, en fin, se lo aplicaba ansiosamente a la boca y después, aún jadeante, se levantaba la falda del vestido negro, se bajaba con urgencia las bragas (blancas, muy caladas) y abriéndose los labios de la vagina se lo aplicaba también allí con expresión de alivio.

Al hombrecillo le volvía loco esta fantasía. A mí, no tanto, pues pasaba en ella de la claustrofobia que me producía verme encerrado en un envase a la disolución que implica convertirte en un líquido pulverizado. Era como estar sin estar. Por otra parte, el escenario donde se sucedían los hechos -un despacho académico- me infundía aún algún respeto. De un modo u otro, alcancé el orgasmo, que si en mi versión de hombre fue normal, en la del hombrecillo tuvo efectos devastadores, hasta el punto de que perdió el sentido. Deduje que quizá un orgasmo mío tuviera en él las mismas consecuencias que uno de elefante en mí. La comparación, aunque eficaz, me pareció grosera.

Cuando el hombrecillo despertó, yo estaba aseándome, para huir de aquel aspecto de hombre disoluto con el que había salido de la cama y que se había acentuado al paso de las horas. La ducha y el afeitado mejoraron mi aspecto exterior, pero internamente continuaba hundido en el caos. ¿Vivirían el resto de las personas tormentos semejantes a los míos? ¿Tendría todo el mundo dentro de sí un secreto tan difícil de sobrellevar como el de la existencia del hombrecillo?

– Deberías abandonar tu mundo y trasladarte a mi casa -le dije-, no creo que aquí actúe la policía de los hombrecillos.

– Olvídate de la policía -dijo él-, la cuestión no es ésa. Además, nada me vincula con el muerto. Déjame disfrutar de la fiebre y del tabaco y del alcohol y del crimen y del orgasmo.

Comprendí que el hombrecillo había convertido su vida, y por lo tanto parte de la mía, en un cenagal donde sólo tenían cabida las pasiones más previsibles y las más repugnantes. No se percibía en él interés intelectual alguno. Entonces advertí que durante la última época yo apenas había leído porque él, de un modo u otro, siempre con ardides sutiles, me alejaba de los libros. Dejaré de fumar, me dije. Dejaré de beber también. Y de masturbarme. Volveré a mis antiguos hábitos, a mis horarios, a mis artículos, a mis clases de economía. Me ocuparé de la nieta de mi mujer, y de su hija, daré consejos a su yerno…

– ¿Dejarás también de ver hombrecillos? -preguntó entonces el hombrecillo telepáticamente.

¿Estaba dispuesto a dejar de verlos? Hice un breve repaso de mi existencia y comprendí que, incluso durante las temporadas en las que habían permanecido ausentes, mi vida había estado determinada por ellos. El deseo de todo ser humano intelectualmente inquieto era acceder a instancias ignotas de la realidad, columbrarlas al menos. A mí me había sido dada esa gracia que constituía también una maldición, pues ignoraba su sentido. Pero ¿acaso había dones inocentes? La vida, el más preciado de todos, era un regalo envenenado, absurdo, y sin embargo muy pocas personas se la quitaban. ¿Tendría yo, si dependiera de mi voluntad, el valor de acabar con el hombrecillo cuando no había sido capaz de acabar conmigo mismo?

Comprendí que no, que la vida sin él (sin los hombrecillos en general) sería como una tienda sin trastienda, como una casa sin sótano, como una palabra sin significado, como una caja de mago sin doble fondo. ¿En qué quedaría yo? En un profesor emérito más, en un articulista mediocre de temas económicos, en un esposo vulgar: una especie de animal domesticado, en suma, una suerte de bulto sin otra lectura que la literal, un pobre hombre…

Acepté pues que no podría renunciar a los hombrecillos con los sentimientos simultáneos de derrota y dicha con los que algunos toxicómanos aceptan que no podrán vivir sin sus narcóticos. Y ello pese a que no ignoraba cuál sería la siguiente exigencia de mi siamés asimétrico, pues venía intuyéndola desde hacía algunas horas: que yo mismo matara, en mi dimensión, a un hombre grande, para hacerle sentir el placer del crimen a gran escala. Apenas hube formulado este pensamiento en mi cabeza, cuando el hombrecillo, que en ese instante estaba conectado, confirmó telepáticamente mis temores.

– Tú lo has dicho -dijo-, y me lo debes.

Aún intuyendo que sería inútil negarse (no es que no seamos dueños de nuestros deseos, es que deseamos lo que creemos despreciar), opuse alguna resistencia:

– Matar en esta dimensión -argumenté- no es como matar en la tuya. Trae complicaciones de todo tipo.

– Eso es lo que yo quiero -dijo-, complicaciones de todo tipo.

La fiebre se mantuvo estable en 38 grados a lo largo del día, por lo que supuse que se trataba de una reacción al agotamiento emocional y físico. Intenté trabajar, pero me resultó imposible. Por la tarde dormí un par de horas y cuando mi mujer regresó de la universidad me encontró mejor, o eso dijo.