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22

Durante los siguientes días la cobertura vino y se fue como se va y viene la luz en el transcurso de una tormenta. A veces, los contactos con el hombrecillo tenían la duración de un relámpago a lo largo del cual me era dado verme congelado en esa otra versión de mí. El relámpago rompía la armonía cerebral en los momentos más impredecibles (en medio de una conversación, de una clase, en el mercado…), y tras él se manifestaba una especie de trueno que me aislaba brevemente del mundo. Pero incluso cuando el hombrecillo y yo permanecíamos conectados durante periodos más largos, cada uno seguía mentalmente en su universo.

Siempre éramos dos, claramente diferenciados, pues ni yo tenía acceso a sus pensamientos -a menos que fueran voluntariamente dirigidos a mí- ni él, me gustaba suponer, a los míos. La unidad se mantenía sin embargo en lo que se refería a las funciones orgánicas, pues a ambos nos afectaban la alimentación y los procesos digestivos o respiratorios del otro. De hecho, él ya no podía vivir sin mis comidas, mi tabaco, mi vino o mis prácticas onanistas. Aunque el intercambio de prestaciones era aparentemente, y debido a la diferencia de tamaños, muy desigual, no conviene olvidar que las dos experiencias amatorias que él me había proporcionado con la mujercilla mamiovípara valían, desde mi punto de vista, por todo lo que yo pudiera ofrecerle en siete vidas. De hecho, esperaba con ansiedad un tercer encuentro amoroso y él lo sabía.

Por eso, cuando se restablecía el contacto, no necesitaba recordarme la deuda criminal adquirida con él. Me daba cuerda, como el pescador experto da cuerda a la pieza que acaba de morder el anzuelo y cuya fortaleza es aún superior a la del hilo. Pero yo, que era la pieza a la que el hombrecillo tenía enganchada por el paladar, sabía que no tardaría en tirar del hilo. Es más, si tardara mucho en hacerlo, yo mismo seguramente daría el primer paso, pues la idea venenosa y líquida del crimen empapaba poco a poco mis pensamientos como la tinta el papel secante o el agua la esponja. Cuando me masturbaba, por ejemplo, no era raro que, entre la confusión de imágenes eróticas que desfilaban por mi cabeza en los momentos previos a la eyaculación, apareciera nítidamente, con un protagonismo que mi razón rechazaba, la del instante en el que habíamos acabado con la vida del hombrecillo en aquella esquina de su mundo de casas de muñecas. ¿Qué había de excitante en aquello? Que, al contrario del resto de mi vida, era real.

Digo esto porque las ocupaciones de la vida cotidiana me parecían cada vez más ilusorias, más vanas, menos consistentes. Las veía, las podía tocar incluso, pero se deshacían entre las manos, como el humo. La economía, disciplina a la que había dedicado mi vida porque creí que era la malla sobre la que descansaba la realidad, además de explicarla, cayó en un profundo descrédito. Un simple huevo de gallina, en cambio, se me revelaba como un acontecimiento profundamente real. Y lo que le otorgaba el estatus de real no era su materialidad (su literalidad, podríamos decir), sino lo que tenía, curiosamente, de alucinación, que era casi todo, desde la cáscara a la yema, pasando por la membrana interior y la clara. Ahora, cada vez que abría un huevo para hacer una tortilla, me relacionaba con él como con un sueño, pues resultaba imposible no evocar, al sostenerlo entre las manos, los huevecillos que, tras la cópula, se desprendían de la dulce vagina de la mujercilla.

Si tuviera que simplificar mucho, diría que la vigilia había perdido una materialidad que se había desplazado al sueño. Pero resultaría una afirmación equívoca, pues la frontera entre lo real y lo irreal no era tan clara como la que separa el día de la noche. Había aspectos diurnos en la noche y características nocturnas en el día.

Desde luego, y gracias a que la disciplina había sido siempre el norte de mi existencia, no abandoné ninguna de mis obligaciones. Continuaba escribiendo mis artículos, dando mis clases de doctorado, ocupándome de la casa, leyendo los periódicos, relacionándome con mis contemporáneos, pero como si todo aquello fuera un sueño del que sólo despertaría -pavor me daba pensarlo- al matar en mi dimensión a un hombre al modo en que habíamos matado en la otra a un hombrecillo.

Por otra parte, no todo en lo real era irreal. Mi mujer, por ejemplo, tenía la consistencia de los acontecimientos verdaderos. Y soñaba con ella porque yo no había aspirado a otra cosa en mi vida (lo comprendí entonces) que a ser real. La contradicción era que no estaba autorizado a acariciarla. No me era dado tocar las cosas reales. Compensaba esta carencia haciéndola protagonista de las fantasías sexuales con las que me masturbaba y jugando con la ropa de su armario cuando salía de casa. Esos juegos reales me llevaban al delirio, que constituía, paradójicamente, la materia prima de la realidad. De este modo, los materiales de ambos mundos se combinaban, se amasaban, se amalgamaban, formando aleaciones de las que era imposible rescatar sus componentes originales.

En cuanto al tabaco y al vino, que eran también reales, se habían incorporado ya a mi vida al modo en que se instalan en el cuerpo las enfermedades crónicas. Eran una cruz moral, pero también un espacio físico en el que me reconocía, un refugio, un alivio. Fumaba con tales precauciones, y cuidaba mi aliento de tal modo, que mi mujer no notó nada ni en la casa ni en mis ropas ni en mi boca. La paulatina desaparición de las botellas de vino no supuso ningún problema dado que se encontraban, como el resto de las cuestiones domésticas, bajo mi control.

Un día había salido a pasear lejos de casa, para fumarme un cigarrillo sin necesidad de ocultarme, cuando al dar la vuelta a una esquina tropecé con un alumno de la facultad al que en cierta ocasión había afeado que encendiera a escondidas un cigarrillo en clase. Me permití, además, enumerarle, como si fuera su padre, los peligros que se derivaban de aquel hábito. El chico se detuvo sorprendido, lo mismo que yo, y señalando el cigarrillo dijo:

– Profesor, no sabía que fumaba.

– En realidad, no fumo -dije yo absurdamente.

Como el chico insistiera en mirar hacia mi mano izquierda, en cuyo cuenco había intentado ingenuamente esconder la brasa, añadí mostrando el cigarrillo:

– Si se refiere a esto, es circunstancial.

Al despedirnos, imaginé al chico contándole la historia al resto de los alumnos y el sentimiento de ridículo fue tal que deseé que se muriera. Más aún, entré en una cafetería, me acodé en la barra, pedí una copa de vino, apagué el cigarrillo, encendí otro, e imaginé que lo mataba yo con mis propias manos. ¿Cómo? Del mismo modo que había asesinado a un hombrecillo en aquel mundo remoto de casas de piedra y ventanas geminadas. Y aunque era ya una persona mayor, dio la coincidencia de que el chico tenía una constitución muy endeble y carecía de la necesidad de matar, del hambre asesina, podríamos decir, de la que yo estaba poseído. Una vez que mis brazos se convirtieron en apéndices y mi boca en una herramienta dispensadora de veneno, no me costó acabar en mi fantasía con él. Cuando el muchacho caía imaginariamente sobre la acera, escuché dentro de mi cabeza un jadeo de placer que no era mío.

– ¿Estás ahí? -pregunté.

– Circunstancialmente -dijo el hombrecillo, y se volvió a cortar la comunicación.

Llegué a casa antes que mi mujer y estuve corriendo muebles y abriendo cajas en busca de hombrecillos. Se me había metido en la cabeza que en aquel mundo, como en todos los que yo conocía y respetaba, tenía que haber una jerarquía, un orden que me había ganado el derecho a conocer. Les exigí telepáticamente que se manifestaran, para pedirles explicaciones, pero sólo me llegaba su silencio cósmico, que parecía una variedad de la risa.

23

Una mañana, después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad, estaba preparando un artículo acerca de los vaivenes bursátiles del último mes, cuando escuché unos ruidos en el cajón de la derecha de la mesa. Lo abrí y apareció el hombrecillo, cuya presencia venía anunciándose desde primeras horas con una especie de aura semejante a las que preceden a las jaquecas. Allí estaba, con su sombrero de ala, su traje gris, su corbata oscura y su camisa blanca. Sus rasgos seguían siendo condenadamente idénticos a los míos. Era yo.