– Que tú y yo fuéramos dos.
– ¿Y quién dice que seamos dos? Otra cosa es que no te reconozcas.
El cojo pobre, y yo detrás de él, llegamos al borde de aquel conjunto de casas maltrechas, que limitaba con un descampado sobre el que caía a plomo el sol del mediodía. El hombre se detuvo apoyándose en el bastón y miró hacia el descampado, como si calculara las posibilidades de sobrevivir al atravesarlo. Pasara lo que pasara por su cabeza, lo cierto es que tras unos instantes de duda se dirigió hacia él y comenzó a caminar entre escombros y malas hierbas en dirección a ningún sitio.
No habíamos recorrido más de cien metros cuando se detuvo junto a las ruinas de una caseta de cuyo aspecto cabía deducir que había albergado en su día un transformador de la luz. Allí tomó asiento en una piedra grande, adosada a una de las paredes de la construcción, y encendió un cigarrillo. El hombrecillo y yo continuamos caminando con aire de despiste por el descampado, como si investigáramos algo por cuenta del ayuntamiento. El lugar era perfecto para acabar con él, pues además de no haber nadie por los alrededores, la posibilidad de que apareciera una persona parecía muy remota. Dado, por otra parte, que entre aquel hombre y yo (incluso entre aquel barrio y yo) no existía ningún vínculo, las posibilidades de ser descubierto parecían también nulas.
Entonces supe que lo iba a matar, que iba a matar, lo que produjo en todo mi cuerpo (y en el del hombrecillo) unas alteraciones sorprendentes. Me dolía la garganta, mi estómago había devenido en un puño apretado, mi corazón se golpeaba contra las costillas como la cabeza de un loco contra las paredes de su celda. La ansiedad, por otra parte, me hacía consumir cantidades industriales de oxígeno que tomaba a pequeños pero continuados sorbos por la boca, convertida, debido a la rigidez adquirida por los labios, en una auténtica ranura. Como las piernas no me obedecieran del todo, decidí caminar un poco en dirección al fondo del descampado, rebasando la caseta en ruinas, a una distancia tal que no infundiera sospechas al cojo pobre, que había empezado a observarme con curiosidad. El descampado terminaba en un terraplén a cuyos pies pasaba una autopista por la que los automóviles circulaban a gran velocidad. Mientras contemplaba el tráfico, introduje la mano en el bolsillo y liberé la hoja del cuchillo del papel de periódico con que la había protegido. Luego volví sobre mis pasos encaminándome directamente al lugar donde el hombre fumaba con parsimonia. Una vez frente a él, saqué un cigarrillo y le pedí fuego.
– ¿También usted se esconde para fumar? -preguntó pasándome un mechero de plástico.
– Qué va -dije-, estaba dando una vuelta por aquí y al verle fumar a usted se me abrieron las ganas.
Encendí el cigarrillo, le devolví el mechero y permanecí de pie, en actitud casual. Podía acabar con él en cualquier momento, daba igual unos segundos antes que después. En esto, escuché el zumbido de una abeja que se detuvo sobre un cardo e intenté establecer comunicación telepática con ella sin lograrlo.
– ¿A qué esperas? -preguntó el hombrecillo.
– No lo sé -dije-, pero no me distraigas.
Sí lo sabía. Esperaba a percibirme como un insecto y a percibir al cojo pobre como otro. De ese modo, mi acción quedaría camuflada dentro de las acciones que la naturaleza produce a millones cada día en cada rincón del universo. Pero transcurrían los segundos y el pobre cojo continuaba siendo un hombre en toda su extensión, lo mismo que yo. Éramos dos hombres, no dos bichos con artejos o apéndices. Si yo sacara el cuchillo, lo haría con una mano dotada de dedos, no con unas extremidades provistas de tenazas. Entonces comprendí que no era ése el día del crimen y en el momento mismo de entenderlo regresó la saliva a la boca (y a la del hombrecillo), se lubricaron nuestras gargantas, se aflojaron nuestros estómagos, se aplacaron nuestros corazones y recuperaron los pulsos de las sienes su ritmo habitual.
– Hasta luego -dije al cojo pobre.
– Adiós, hombre -dijo él.
El hombrecillo, que estaba tan encantado con las sensaciones corporales que le había provocado la salida del miedo de nuestro cuerpo como su entrada en él, no me reprochó que no hubiera matado.
– Ya lo haremos otro día -dijo- y se nos volverá a secar la garganta y a encoger el estómago y a acelerar el corazón. Qué bien.
Todas las sensaciones le gustaban.
25
Aquel sábado venía a cenar a casa un grupo de colegas de mi mujer. Como era habitual, me encargué yo de la intendencia. Dado que seríamos casi veinte personas, decidí preparar un buffet frío, lo que de un lado no me llevaría demasiado trabajo y de otro obligaría a la gente a moverse, facilitando la comunicación entre los invitados. A mi mujer le pareció bien, de modo que realicé la compra por teléfono, disponiendo que me la hicieran llegar el sábado por la mañana para que los embutidos y los ahumados estuvieran frescos.
A media tarde me metí en la cocina y comencé a desenvolver los paquetes para organizar su contenido. Mientras yo trabajaba, el hombrecillo iba de un lado a otro de la encimera observándolo todo con curiosidad y tomando pequeñísimas muestras de cuanto yo desenvolvía para llevárselas a la boca. No había vuelto a recordarme la necesidad de que matara a alguien si quería copular de nuevo con la mujercilla porque sabía que no era necesario. Yo estaba obsesionado con la idea, que después del ensayo fracasado con el cojo pobre de la periferia me parecía más sencilla de llevar a cabo sin correr grandes riesgos (al margen de los morales, que iban y venían).
En esto, entró mi mujer en la cocina, tomó una taza del armario que estaba justo encima de donde se encontraba en ese instante el hombrecillo, la llenó de agua y la introdujo en el microondas con idea de prepararse una tisana. Yo me quedé literalmente sin aliento, y supongo que bastante pálido también, ante la posibilidad de que reparara en el hombrecillo. Cuando recuperé la capacidad de reacción, eché sobre él un paño de cocina al tiempo que le pedía telepáticamente que se estuviera quieto.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella al notar mi alteración.
– Nada, bueno, no sé, quizá un pequeño corte de digestión. La verdad es que me he despertado de la siesta un poco mareado -añadí sin dejar de trabajar en lo que tenía entre manos.
Mi mujer esperó a que el agua se calentara, introdujo en ella un sobre de manzanilla y fue a sentarse a la mesa.
– Por cierto -dijo tras soplar sobre la superficie del líquido, manteniendo la taza entre las dos manos-, ¿le has dicho tú a Alba algo de unos hombrecillos?
– ¿Qué Alba?, ¿tu nieta? -pregunté yo ganando tiempo.
– ¿Qué Alba va a ser?
– ¿Algo de unos hombrecillos? -volví a preguntar.
– Sí -insistió mi mujer-, algo de unos hombrecillos.
– No sé -titubeé como haciendo memoria-, creo que fue ella la que los mencionó y yo le seguí la corriente. Es muy fantasiosa. ¿Por qué?
– Dice su madre que no duerme bien por culpa de esos dichosos hombrecillos.
– Habrá que llevar cuidado con lo que se le cuenta -concluí yo volviéndome hacia mi mujer para mostrarle una fuente de ahumados especialmente bien presentada-. ¿Qué te parece? -dije.
Ella la aprobó de forma rutinaria (estaba acostumbrada a mis habilidades), pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Al poco, mientras distribuía sobre una tabla de madera las piezas de sushi adquiridas en un japonés cercano, volvió a la carga.
– Y aparte del corte de digestión, ¿cómo estás tú? -dijo.
– Yo, bien, ¿por qué?
– ¿Sigues pensando en abandonar las clases el curso que viene?
– He aplazado la decisión -dije.
– Entre los invitados de esta noche -añadió ella-, está Honorio Gutiérrez. ¿Lo recuerdas?
– ¿El decano de Psicología?
– Sí. Lee tus artículos y tiene muchas ganas de conocerte. He pensado que quizá te convendría hablar con él.