Enseguida apareció mi mujer duchada, perfumada y vestida. Llevaba una falda negra, de piel, y un jersey de cuello alto, morado y fino, que acentuaba su delgadez. Ella ignoraba que yo aguardaba con cierta ansiedad esta aparición suya cada mañana. Y aunque sabía que se arreglaba para los otros más que para mí, no dejaba de asombrarme aquella voluntad de gustar que la mayoría de la gente perdía con los años y que en ella, sin embargo, permanecía intacta.
Mientras desayunábamos, me dijo que se quedaría a comer con unos compañeros para hablar de las elecciones, pues estaba formando un equipo con el que había decidido presentarse como candidata a rectora de la Universidad. Le dije que no se preocupara, pues yo tenía mucho trabajo ese día y sólo tomaría para comer una ensalada.
– Prepararé algo más sólido para la cena -añadí.
Recuerdo que en ese instante el patio interior al que da la cocina se iluminó brevemente por un rayo cuyo trueno sonó enseguida, como si la tormenta estuviera encima de la casa.
– Ayer anunciaron lluvia -señalé yo.
– Qué fastidio -añadió ella, como si dudara de haberse puesto la ropa adecuada.
– Cuando seas rectora -bromeé-, tendrás un coche oficial que te recogerá a la puerta de casa y te llevará hasta la puerta del despacho.
Ella hizo un gesto de pudor, como si mi comentario la ofendiera, aunque en el fondo la halagó. Luego la acompañé a la puerta, como todos los días, y le di un beso deseándole una buena jornada. Enseguida regresé a la cocina y en vez de meter los platos sucios y las tazas en el lavavajillas, como hacía habitualmente, decidí lavarlos a mano, pues fregar cacharros me relaja y me ayuda a pensar. Hacía todo sin agobios, sin prisas, a cámara lenta, como los días de gripe, de tensión baja, o de agujetas. Me gustaba sentir el chorro de agua caliente sobre las manos y observar las formas que dibujaba la espuma del jabón líquido sobre la superficie de los platos. Oí otro trueno, cuyo rayo no había percibido, y me pareció reconfortante la idea de que hubiera una realidad exterior que afectaba muy poco a mis hábitos. Algunos días, a esa hora, escuchaba la radio mientras recogía la cocina y la información sobre el tráfico me parecía un parte de guerra, de una guerra que no me concernía.
El primer hombrecillo apareció dentro de la taza que acababa de emplear mi mujer. Su delgadez le proporcionaba la agilidad de un reptil bípedo (si los hubiera, que creo que sí). Se estaba comiendo los restos del desayuno de mi esposa. Lo observé hasta que se dio cuenta de mi presencia, pero no hizo nada por huir. Parecía dar por supuesto que entre él y yo había alguna clase de complicidad, algún tipo de acuerdo. Me llamó la atención que no se manchara el traje, pese a chapotear en los restos del café como un niño en el barro.
– ¿Por qué no te manchas? -pregunté.
Me miró un instante y siguió a lo suyo, por lo que dejé la taza a un lado, no iba a fregarla con él dentro. El segundo hombrecillo salió del interior de una licuadora en desuso. Sin preocuparle tampoco mi presencia, empezó a dar cuenta de un trozo de tostada abandonado sobre la encimera. Al poco la cocina estaba llena de hombrecillos cuyo desinterés por mí resultaba sorprendente. Me habría quedado a observarlos, pero se trataba de un día de la semana en el que tenía que enviar dos artículos, de modo que tomé la bayeta y la pasé por la encimera con cuidado de no dañar a ninguno. Ellos siguieron a lo suyo, como si yo no estuviera delante, o como si fuera su cómplice, quizá su protector. Mi primer artículo versó sobre la influencia de la subida de salarios en la inflación y el segundo sobre el mercado de futuros en tiempos de crisis energética. Tras enviarlos, dormité un poco sobre la mesa de trabajo. Luego me preparé un sándwich vegetal.
3
Hubo luego unos días de calma chicha familiar, sin hombrecillos. El domingo, como era habitual, vinieron a comer la hija de mi mujer y su marido, con los niños (una cría de seis años y un bebé). El marido, economista, trabajaba en un banco. Mientras yo preparaba la ensalada, él, sentado a la mesa de la cocina, con el bebé en brazos, me hacía partícipe de sus preocupaciones. Había aconsejado mal a un cliente importante que ahora pedía su cabeza a la dirección. La responsabilidad era suya por no haber calculado los riesgos y no haber tenido en cuenta el perfil inversor del cliente, pero también del banco, que cuando necesitaba liquidez presionaba a los empleados para que captaran dinero con productos financieros en los que con frecuencia había algo de improvisación.
Me pareció que esperaba mi consejo, pero me limité a decir cuatro generalidades que cualquier inversor experimentado conocía de sobra. No me gustaba influir en cuestiones tan delicadas. En general, detesto dar consejos (y recibirlos). Tuve, por otra parte, la impresión de que el hombre estaba sobrepasado por la situación familiar (el bebé había sido producto de un descuido) más que por la laboral.
Mientras limpiaba la lechuga, salió de entre sus rizos una tijereta increíblemente ágil, pese a que había estado en la nevera. Me asusté y retiré la mano violentamente. Luego sonreí.
– Nada, un bicho -dije, volviéndome, al yerno de mi mujer, que se había sobresaltado con mi gesto.
Llegado que hube al corazón de la lechuga, encontré también un caracol pequeño y roto. La textura de su carne me recordó a la de los hombrecillos.
– Si no limpias bien las verduras, te comes cualquier cosa -sentencié en voz alta, mostrando el caracol.
Luego, al romper los huevos cocidos y retirarles la membrana, me asombró, como siempre, el talento económico de ese producto biológico. Andaba desde hacía meses detrás de escribir, medio en broma, medio en serio, un texto acerca de las virtudes financieras del huevo de gallina. Pero era preciso sortear muchos tópicos antes de alcanzar alguna idea original. Había demasiados análisis de la evolución biológica volcados sin criterio alguno en el ámbito económico. En fin, que me daba pereza abordar el asunto sin que dejara por eso de atraerme.
De repente, frente al huevo cocido (un óvulo cocido, reflexioné), sentí una especie de invasión de lo biológico que me turbó. Yo era biología. El yerno de mi mujer y su bebé, al que en esos momentos acunaba, eran también dos sucesos biológicos. Mi mujer y su hija, y Alba, la pequeña de seis años, que conversaban en el salón, eran asimismo ocurrencias biológicas. La lechuga era un hallazgo biológico. Pero la cáscara de todo eso (quizá también su entraña) parecía económica. Estaba a punto de atrapar una idea interesante cuando el yerno de mi mujer se interesó por mis clases de la facultad.
– Estoy un poco harto -dije-, quizá las deje.
– ¿Y eso? -preguntó acunando al bebé.
– No sé, los alumnos no me interesan, ni yo a ellos. No me estimulan intelectualmente. Cada año vienen menos preparados, menos curiosos, más acomodaticios.
Entonces el bebé se puso a llorar.
– Es la hora del pecho -dijo él levantándose para ir al salón.
Al quedarme solo abrí el horno para ver cómo iba el cordero (más biología), y aunque lo había revisado antes de encenderlo para cerciorarme de que no había ningún hombrecillo en su interior, pensé con inquietud en la posibilidad de que alguno hubiera podido caer en el asado, cuya base era de patata y cebolla. ¿Qué pasaría si al servir la carne alguien encontrara en su plato un hombrecillo? ¿Lo apartaría educadamente, sin decir nada, como cuando se retira un pelo de la sopa, o lo señalaría con espanto?
Aunque no era en absoluto responsable de la existencia de los hombrecillos, imaginé que los rostros de los comensales se volverían acusadoramente hacia mí. Preocupado por este asunto, y aunque el cordero no estaba hecho del todo, saqué la bandeja y lo revisé para comprobar que no había ninguna irregularidad. No vi a ningún hombrecillo, pese a que levanté las piezas de carne y revolví con cuidado la base.
Efectuado el examen, introduje de nuevo la bandeja en el horno y me dirigí al salón para incorporarme a la reunión familiar. Poco antes de llegar, me pareció que hablaban en voz baja, como si temieran que pudiera oírles, de modo que permanecí oculto junto a la puerta unos instantes. La hija de mi mujer daba el pecho al bebé (más biología), al tiempo que su marido comunicaba a ambas que, en efecto, yo parecía dispuesto a abandonar las clases de la facultad, lo que mi mujer escuchó con expresión de disgusto. En esto, fui sorprendido por Alba, la niña mayor, y entré en el salón fingiendo no haber oído nada.