Recuerdo cada una de las caladas de aquel cigarrillo de un modo especial. Si cierro los ojos, aún puedo evocar la atmósfera primaveral de la noche, a la que mis sentidos eran tan sensibles como los de un adolescente. Y tampoco he olvidado el retal de cielo con estrellas que se veía al levantar los ojos. Tal era mi grado de ensimismamiento que no advertí la llegada de mi vecina, la de los vinos, a la ventana de enfrente hasta que ella misma me saludó.
– Buenas noches -respondí desencajado por el susto al tiempo que ocultaba la brasa del cigarrillo.
– ¿Verdad que da gusto fumar asomado a este patio? -dijo ella.
– En realidad -dije-, yo no fumo.
– Yo tampoco -replicó la mujer riendo con expresión cómplice al tiempo que mostraba su cigarrillo, que, por el olor que desprendía, no era de tabaco.
Sonreí de manera patética, como cogido en falta, y alabé, por cambiar de conversación, los vinos que de vez en cuando nos hacía llegar.
– Precisamente -dije-, hoy han venido a cenar unos colegas de mi mujer que han preguntado más por tus vinos que por mi comida.
– Es que sólo trabajo con calidad -replicó dando una calada.
– Bueno, pues si me perdonas -dije yo-, voy a acabar de recoger la cocina. Buenas noches.
– Buenas noches y no te apures, que te guardaré el secreto -concluyó lanzando una mirada de inteligencia hacia la mano donde ocultaba mi cigarrillo.
Me retiré algo turbado hacia el interior. Gracias a las excursiones del hombrecillo, había visto desnuda en más de una ocasión a esa joven, que gozaba por cierto de una excelente figura. Apagué el cigarrillo en el fregadero y lo arrojé a la basura envuelto en una servilleta de papel. Luego esperé a que mi vecina se hubiera retirado también de la ventana y me dirigí telepáticamente al hombrecillo, sugiriéndole que se colara en la casa de al lado, para espiar a la vecina.
– Tú pides mucho -dijo él aludiendo, pensé, a mi deuda.
Pero, dicho esto, saltó desde el bolsillo de mi chaqueta hasta la encimera y alcanzó velozmente el marco de la ventana, desde donde brincó a su vez a una de las cuerdas de tender la ropa por la que se deslizó a cuatro patas con la habilidad de una lagartija. A medida que avanzaba por el tendal, yo veía aproximarse la ventana de la casa de enfrente a través de sus ojos con un efecto semejante al de la cámara subjetiva en el cine. Pero cuando estaba a punto de entrar en la vivienda se interrumpió la comunicación entre nosotros.
Aquella madrugada me desperté con un sabor de boca muy desagradable que no supe a qué atribuir.
27
Al mal sabor de boca, que se repitió a lo largo de los días siguientes, se añadía la sensación de tener en la lengua y en la garganta un material arenoso, polvoriento, cuyos orígenes me eran desconocidos. Pensé, naturalmente, que quizá habría que buscar su causa en la boca del hombrecillo, pues aunque continuaba fuera de cobertura, algunas de sus actividades orgánicas se reflejaban todavía en mi cuerpo. Fracasados todos mis intentos por establecer comunicación telepática con él, procuré no prestar atención a aquellas sensaciones, aunque cuando aparecían me provocaban el vómito, no tardaría en descubrir por qué.
Entre tanto, la idea del crimen comenzó a repugnarme, en parte por el miedo al castigo, pero en parte también por una suerte de inclinación moral de la que eran víctimas mis emociones, no mi razón. La idea de copular de nuevo con la mujercilla seguía actuando en mi voluntad, desde luego, pero no tanto como el miedo.
Comprobé que a medida que la desaparición del hombrecillo se prolongaba, más extrañeza sentía de la especie de crápula en que me había convertido, de modo que al recordar algunos de los episodios en los que me había visto envuelto desde su aparición sentía una vergüenza enorme (pese a que la vecina había prometido guardarme el secreto, me obsesionaba también la idea de que coincidiera en el ascensor con mi mujer y le comentara que me había visto fumar). Sufría verdaderos ataques de pánico frente a la idea de verme obligado a justificarme.
Ese pánico me volvió provisionalmente virtuoso. Gracias a él y a sus efectos, las sospechas y la desconfianza de mi mujer se diluyeron, no de inmediato, pero sí a lo largo de los días siguientes, durante los que llevé una existencia ejemplar. Fumaba de manera esporádica y con tal sentimiento de culpa que pronto destruí el paquete de tabaco oculto y me deshice del mechero. Dejé de beber también, y de masturbarme. En poco tiempo, logré recomponer mi imagen de profesor de universidad y experto en asuntos económicos. Orienté al yerno de mi esposa acerca del comportamiento crepuscular de la Bolsa, llevé a Alba, su hija, al cine y acepté el ofrecimiento de participar en una tertulia radiofónica sobre temas de actualidad que había rechazado, para disgusto de mi mujer, en otras ocasiones.
El hombrecillo, desde dondequiera que se encontrara, me dejaba hacer. Quizá, como tenía aquella capacidad de disfrutar con todo lo que le ofrecía la vida, obtenía algún partido también de mi existencia virtuosa. Yo permanecía atento a cualquier síntoma que anunciara su regreso, pero no percibía nada, aparte de determinadas sensaciones orgánicas atribuibles a alguna actividad suya. Entre estas sensaciones, además del tacto arenoso localizado en la garganta y en la lengua, cabría destacar la de unos pequeños calambres de placer, semejantes a orgasmos diminutos, que me acometían en los momentos más inadecuados y que no siempre lograba disimular. Deduje que el hombrecillo se masturbaba todo el rato y que aquellos calambres procedían de sus orgasmos.
– ¿Qué te pasa? -preguntaba mi mujer.
– Nada, un calambre -decía yo llevándome una porción de verduras a la boca.
Un día, cuando ya había recuperado mis rutinas anteriores y atravesaba uno de esos periodos de paz (aunque también de tedio) marcados por la ausencia de los hombrecillos, se restableció de súbito la cobertura. Fue tras el desayuno, y después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad. Estaba yo recogiendo las tazas cuando mis ojos, sin dejar de ver lo que tenían delante, vieron también lo que tenían delante los del hombrecillo.
Lo diré rápido: mi antiguo doble se había instalado en el piso de los vecinos, que no eran muy limpios, y se pasaba el día buscando debajo de los muebles cadáveres de moscas y de otros insectos que se llevaba a la boca entre susurros de placer. Disfrutaba de las patas de las arañas como si fueran patas de centollo y no era raro que de postre se metiera en la boca una pelota de esqueletos de ácaros amasados con polvo (de ahí la sensación arenosa señalada más arriba).
– ¿Qué haces? -pregunté asqueado, pues también la comunicación telepática se había restablecido.
– Me entretengo mientras decides a quién matar -dijo.
Volví a entrar en el túnel, en fin, como había salido de él. Observada mi vida con la perspectiva de los años, advertí que en ella se habían alternado desde siempre los estados de paz con los de agitación. Desde la agitación, añoraba la paz y, desde la paz, la agitación. Ahora, de haber podido elegir, y dado que me había acercado tanto al precipicio, habría elegido la paz, pero tampoco estoy muy seguro. Regresé al Camel, en fin, a las prácticas onanistas, al alcohol, a las prostitutas, al desorden. Todo ello, en un intento de obtener una tregua del hombrecillo. Pensaba que cuanto más retrasara el momento de cometer el crimen que se me solicitaba, más probabilidades habría de que algo, incluida mi propia muerte, lo impidiera.
En este regreso al infierno, descubrí que el vodka hacía daño al estómago del hombrecillo (aunque también al mío) y que lo dejaba fuera de circulación durante algunas horas, por lo que comencé a abusar de él. Lo bebía en un bar algo alejado de mi calle y chupaba unas pastillas especiales para la halitosis antes de volver a casa. Mientras duraban los efectos de esta bebida, el hombrecillo no comía moscas ni ácaros ni polvo. Tengo un recuerdo impreciso de lo que duró esta época. En todo caso, creo que fui capaz de establecer una separación eficaz entre mis dos vidas, de modo que no levanté sospecha alguna en mi mujer.