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28

Entonces, mi mujer tuvo que viajar al extranjero para acudir a un encuentro internacional de rectores. Por primera vez desde que estábamos juntos, me pareció liberadora la idea de quedarme solo, pues habían llegado a fatigarme hasta el agotamiento las cautelas a que me obligaba su presencia. La acompañé al aeropuerto y, cuando me cercioré de que su avión había despegado con ella dentro, compré allí mismo tabaco para varios días, volví a casa, me encerré en mi cuarto de trabajo y encendí un cigarrillo sin tomar ninguna precaución, utilizando como cenicero una taza de café. Ya recogeré, me decía pensando que tenía una semana (¡una eternidad!) por delante, ya ventilaré, ya limpiaré, ya ordenaré…

¡Qué laborioso resulta construir un orden y qué sencillo acabar con él! Al tercer día había colillas y vasos de vino a medio consumir por todas partes. La cama, por supuesto, permanecía sin hacer y los cacharros sucios desbordaban la pila de la cocina. Ni siquiera me preocupé de llamar a la facultad para anunciar que faltaría a las clases de esa semana o a los periódicos para avisarles de que no esperaran mis colaboraciones. Ya lo arreglaría todo a la semana siguiente.

El teléfono sonaba tres o cuatro veces a lo largo del día, pero yo sólo atendía las llamadas que se producían a partir de determinada hora de la noche, pues mi mujer solía telefonear después de cenar para preguntar cómo iba todo. Como era habitual entre nosotros, manteníamos conversaciones breves y muy centradas en asuntos domésticos. Tras colgar, me paseaba desnudo y descalzo por el pasillo con una soltura inédita en mí, pues incluso en los momentos más confusos de mi existencia había procurado mantener el orden exterior al objeto de evitar que se viniera abajo todo el edificio.

El edificio se vino abajo durante aquellos días. Comía en la cama (en la de mi mujer, por cierto, para que el desorden fuera mayor), bebía en la cama, me masturbaba en la cama, todo ello mientras mantenía con el hombrecillo conversaciones telepáticas que no iban a ningún sitio. Advertí que sabía de sí mismo menos de lo que yo sabía de mí y que tampoco conocía a fondo el mundo de los hombrecillos, al que teóricamente pertenecía. Pero no le importaba porque era superficial. Le gustaban los nuevos olores de mi cuerpo, igual que a mí, que me llevaba con frecuencia la mano a los sobacos o a la entrepierna y después a la nariz o a la lengua, para gozar con todos los sentidos posibles de la sima de suciedad en la que me había precipitado.

Cada minuto de mi existencia anterior había estado marcado por el miedo a un desplome como aquel en el que sin embargo ahora me deleitaba. Curiosamente, me había arrojado a los brazos del desorden con la misma violencia con la que durante toda mi vida me había defendido de él. Pero no es tan grave, me decía observándome con procacidad en los espejos, no estoy dimitiendo de nada, sino descansando de todo.

A veces, imaginaba que la sima me atrapaba de tal forma que no era capaz de abandonarla y que mi mujer, al volver a casa y abrir la puerta, recibía en plena cara aquella bofetada de olores inconvenientes: el del alcohol, el de mis vómitos, el del tabaco, el de mi suciedad corporal, el de las sábanas sudadas, el de las sartenes sin fregar… La imaginaba cerciorándose primero de que había entrado realmente en su casa y luego la distinguía avanzando con gesto de aprensión por el pasillo, en dirección al dormitorio. Veía su expresión de horror al descubrirme sobre su cama, desnudo (a excepción de un collar suyo, de perlas, que había logrado fijarme en el sexo de modo que sus cuentas me acariciaran el escroto), sin afeitar, sin duchar, greñudo, obsceno, rodeado de platos llenos de colillas y de botellas de vino vacías, pero también de sus bragas y sus sujetadores, que aparecían aquí y allí como los restos de un naufragio.

En una de esas escenas imaginadas ella huía corriendo y al poco aparecían unos camilleros que me inyectaban algo y me sacaban de la casa. En otras, ella perdía el conocimiento y era yo quien tenía que prestarle ayuda. Pero había una en la que se acercaba adonde yo yacía y me preguntaba con dulzura qué ocurría y yo le contaba que aquello llevaba ocurriendo en realidad toda la vida, toda mi vida, desde que tenía memoria, aunque me había resistido a ello como el que se resiste a caer al fondo de un despeñadero, asido desesperadamente a una raíz que se había roto durante aquellos días en los que ella me había dejado solo. Y al contárselo lloraba y aquellas lágrimas excitaban a mi mujer, que se arrancaba el vestido y la ropa interior y me ofrecía en medio de aquella confusión cada una de las partes de su cuerpo con la desenvoltura con la que la mujercilla me había ofrecido cada una de las partes del suyo.

Ahí estaban sus párpados, con aquella extraña calidad de papel, ahí su boca de labios delgados y anhelantes, quizá un poco crueles, y su lengua aguda y ágil como la punta de un látigo. Ahí estaba su cuello, como un pasadizo misterioso por el que se deslizaban al tronco los productos de la boca, ahí sus pezones belicosos y oscuros, como dos nudos de una madera negra, compensando con su enormidad el tamaño de unos pechos casi inexistentes y cuya capacidad de seducción residía precisamente en su fracaso. Ahí estaba el ojo ciego de su ombligo y la región fabulosa denominada vientre, ahí estaban sus labios vaginales, tan elegantes, desde luego, como los de la boca, pero más torturados que ellos, más complejos, y enormemente vulnerables, pues llevaba rasurado el sexo y su periferia. Ahí estaban también sus nalgas, casi indiferenciadas de los muslos, protegiendo la entrada a un culo desconfiado, quizá algo miedoso… Y ahí estaba yo, dibujando sobre las sábanas, con su cuerpo y con el mío, caligrafías en las que no era posible reconocer ninguna escritura, al menos ninguna escritura de este mundo, porque nos encontrábamos en otro. Y ese otro mundo poseía una calidad de real semejante al de los hombrecillos, de modo que a veces, pese a las diferencias entre el cuerpo de la mujercilla y el de mi esposa (uno era redondeado y el otro afilado), ambos se confundían en mi imaginación de tal manera que las poseía simultáneamente a las dos.

29

Al cuarto o al quinto día, no sé, me vestí de cualquier modo, cogí las llaves de casa y la cartera, y salí a la calle a por provisiones. Aunque había perdido la noción del tiempo, advertí por la posición del sol y por la actividad ciudadana que era mediodía. Resultó estimulante comprobar que el mundo continuaba funcionando con regularidad, con ritmo. Dado que las calles de ese mundo no habían perdido eficacia alguna, me deslicé por ellas como un ratón por un laberinto observándolo todo con extrañeza, con cierta admiración también, y compré cigarrillos en un estanco algo alejado de casa. Al abandonar el establecimiento, el hombrecillo, que se había instalado según su costumbre en el bolsillo superior de la chaqueta, me preguntó telepáticamente si habíamos salido por fin para matar.

– ¿Acaso no ves cómo me estoy matando yo? -respondí.

– Yo hablo de matar a otro -dijo él.

La idea del crimen continuaba repugnándome por las fatigas morales que implicaba, pero también por sus peligros físicos evidentes. Aunque ya habíamos matado sin pagar por ello en el mundo de los hombrecillos, la suerte no podría acompañarnos siempre.

– En este mundo -dije-, matar es más peligroso que en el de los hombrecillos.

– Sabrás tú lo peligroso que es el mundo de los hombrecillos -replicó él con tono de burla.

Nos encontrábamos en ese momento delante de una pescadería excelentemente surtida en cuyo escaparate había un tanque de agua con marisco vivo en su interior. Entonces se me ocurrió una idea.