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El hombrecillo iba vestido como el resto de los de su clase: con traje gris, camisa blanca, corbata oscura y un sombrero de fieltro, también gris, con una cinta negra. Supe, al cogerlo entre mis manos, que aquel atuendo formaba parte de su cuerpo, es decir, que el traje era de carne y la camisa era de carne y la corbata era de carne y el sombrero era de carne. Pensé que esta solución biológica resultaba a la vez económica (la ropa no se gastaba, por lo que tampoco era preciso reponerla) e higiénica (te podías duchar vestido, en realidad no tenías otro remedio). Al hombrecillo no se le notaba ninguna costura lo miraras por donde lo miraras; en la cara interna de mi muslo derecho había, en cambio, una herida provocada por la ausencia de un pequeño cuadrado de epidermis.

Tras depositarlo de nuevo sobre la mesilla de noche, fui al cuarto de baño para aliviar la vejiga y comprobé al verme en el espejo que tenía los ojos irritados y sanguinolentos, como cuando sufres un derrame. Por cierto, que pronuncié la palabra «derrame» en voz alta y comprobé que tenía, en efecto, algún problema con la articulación de la erre. Por lo demás, al caminar me iba ligeramente hacia el lado derecho, pero tras recorrer el pasillo un par de veces en ambas direcciones, supuse que en unos días, a poco que me esforzara, recuperaría el equilibrio anterior, pues la alteración no resultaba exagerada. Se podía disimular de hecho fingiendo una pequeña molestia en el pie.

Y mientras yo me hacía cargo de todas estas novedades, mi doble diminuto permanecía sobre la mesilla de noche del dormitorio, explorando los alrededores de la lámpara de lectura y revisando los títulos de los libros que almacenaba allí. Yo, desde el cuarto de baño, veía lo que veía él sin dejar de ver lo que veía yo. Nuestros cerebros organizaban toda aquella información sin que se produjera interferencia alguna entre la mirada del hombrecillo y la mía, o entre sus pensamientos y los míos, porque todo era simultáneamente suyo y mío (también a él le llegaba, por supuesto, la información de lo que hacía yo en el cuarto de baño).

No sabiendo muy bien qué utilidad dar a aquella curiosa extensión de mí, preparé un habitáculo en el cajón de la mesilla de noche. Y para que el hombrecillo pudiera entrar y salir a voluntad, sin necesidad de recurrir a la parte gigante de él, que era yo, practiqué un agujero en la base del cajón cosiendo a sus bordes, con una grapadora, una corbata vieja por la que se podía deslizar hasta el suelo de la mesilla, en cuya pared del fondo hice otro agujero a manera de entrada. Lo probamos y funcionaba bien, pues el hombrecillo poseía la habilidad de un reptil. Utilizaba las irregularidades de las paredes, por insignificantes que fueran, para reptar como una lagartija, prácticamente ajeno a las servidumbres de la fuerza de la gravedad. Puedo decir que vi el mundo (mi mundo) desde perspectivas asombrosas. Es más, me vi a mí mismo desde la lámpara del techo, sentado en el sofá del salón, leyendo el periódico. Me vi también en el cuarto de baño, afeitándome, desde la alcachofa de la ducha. Me contemplé acostado, con las sábanas subidas hasta las orejas, desde el adorno más alto del armario de tres cuerpos del dormitorio… Digo que me vi por una insuficiencia del lenguaje para describir la situación, pues la verdad es que yo era simultáneamente quien leía el periódico y quien recorría la lámpara, quien se afeitaba y exploraba los bordes de la alcachofa, quien intentaba conciliar el sueño y examinaba los altos del armario. La realidad, sin perder las dimensiones anteriores, había adquirido otras nuevas, enormemente estimulantes.

El tamaño del hombrecillo tenía muchas ventajas, pero lo hacía también muy vulnerable. Una vivienda está llena de peligros para un ser de ese tamaño. Podía deslizarse sin querer por la superficie del lavabo y caer en su sumidero, podía ser atrapado por un ratón (en casa no los había), o por un gato (tampoco), o por un insecto grande (estábamos en invierno)… Afortunadamente, éramos conscientes de ello. Quiero decir que no tenía que vigilarlo todo el rato para evitar que se electrocutara o pereciera aplastado por las páginas de un libro al ser cerrado de repente, porque la víctima, en los dos casos, habría sido yo. De hecho, cada uno llevaba su vida (es un decir, vivíamos la misma vida simultáneamente aunque desde lugares distintos).

En cuanto a las funciones fisiológicas, si yo comía, él se alimentaba, y si comía él, me alimentaba yo. Si yo bebía, calmaba su sed, y si bebía él, calmaba (poco) la mía. También podíamos comer y beber al mismo tiempo, por supuesto. Aun detestando entrar en asuntos escatológicos, he de decir que al orinar yo, él también lo hacía sin necesidad de recurrir a recipiente alguno, pues su naturaleza absorbía misteriosamente la orina en el momento mismo de producirse. Lo mismo cabe decir del resto de las producciones corporales, cuestión en la que no abundaré porque me desagrada.

Mi mujer telefoneó un par de veces para ver cómo andaba todo por casa. En la segunda, como me notara raro, le comenté que había tenido un acceso viral (había muchos ese invierno) que me había dejado un poco aturdido.

– Cuídate -dijo.

– Me cuido, no te apures -dije yo.

También llamaron de la facultad, pues se me había pasado por completo acudir a una de mis clases. Utilicé de nuevo como excusa a los virus, disculpándome por no haber avisado.

6

A los cuatro o cinco días del desdoblamiento, cuando ya estaba acostumbrado a comportarme como uno siendo dos (la mayoría de la gente se comporta como dos siendo una), mi mujer volvió de su viaje de trabajo. Para entonces el derrame de mis ojos había desaparecido casi por completo y mi tendencia a inclinarme hacia la derecha al andar se había atenuado gracias a las prácticas realizadas yendo de un lado a otro del pasillo. Mientras cenábamos, y para justificar las dificultades de pronunciación de la erre, aduje que me había quemado la punta de la lengua con una infusión demasiado caliente, a lo que mi mujer sugirió de manera mecánica que consultara al médico. Estaba absorta en sus preocupaciones académicas.

Mientras hablábamos, el hombrecillo había llegado a través de las cuerdas de la ropa al piso de enfrente, donde vivía (y vive aún) un matrimonio joven, de trato agradable. Él era representante de intérpretes de música moderna (incluyo en el término «moderna» estilos y registros diferentes, ninguno de los cuales me resulta familiar), y ella trabajaba en una empresa distribuidora de vinos. A veces nos regalaban botellas de vino y discos que almacenábamos sin objeto alguno, pues ni apreciábamos esa música ni probábamos el alcohol salvo en contadas celebraciones.

La pareja estaba copulando en la cocina, sobre la mesa, a la vista del hombrecillo (y a la mía por tanto). La vecina llevaba un conjunto de ropa interior color calabaza que formaba una membrana de aspecto orgánico sobre su cuerpo. Casi una segunda piel. Lo hicieron todo sin que ella se desprendiera de las bragas ni del sujetador ni él de los calzoncillos, que eran de la variedad llamada bóxer (lo sabía porque había estado a punto de comprarme unos idénticos el mes anterior, aunque al final me pareció un rasgo de coquetería impropio de mi edad).

En un momento de paroxismo la mujer echó el brazo hacia atrás, de modo que su mano fue a dar con una cesta de la que tomó a ciegas un huevo de gallina que reventó entre sus dedos. Mientras se entregaba al orgasmo, untó con el contenido del huevo los genitales propios y los de su compañero, que repetía la expresión ¡ay sí, ay sí, ay sí! como una letanía. Aunque habría preferido no asistir a esta escena, la fragilidad del huevo y del proyecto de ave que representaba me recordó la inconsistencia de algunos productos financieros de la época, que se malograban casi antes de nacer.