Выбрать главу

Mi mujer, como decía, aspiraba a hacer carrera académica. En realidad ya la había hecho, pues detentaba desde joven una cátedra. Pero quería más. Ahora tenía la ambición de acceder a los puestos de poder político y al control de la gestión económica, por lo que se pasaba el día urdiendo complots o asegurando que los padecía. Podía entenderla porque también yo había sido víctima en su día de esa ambición que disfracé, como todo el mundo, de una coartada noble: la de cambiar las cosas para mejorarlas. Y aunque no la animaba, tampoco intentaba disuadirla. Me mantenía neutral, lo que no siempre era de su agrado, pues poseía un temperamento más apasionado que el mío desde el que malinterpretaba a veces mi imparcialidad. Su hija constituía el otro polo de sus preocupaciones (los nietos, sin embargo, no la habían convertido en abuela, no al menos en una abuela clásica). Yo ocupaba en ese esquema de intensidades emocionales un lugar periférico, circunstancial. Era una sombra a la que a veces se dirigía para descargar sus iras o sus alegrías, pocas para compartir la dicha.

Yo había pasado por dos matrimonios (aquél era el tercero) y en todos acababa por ocupar un puesto semejante. Cabía suponer, pues, que se trataba de una elección personal, aunque de carácter indeliberado. Tal vez sin darme cuenta me iba colocando en ese lugar indefinido, suburbial, hasta que desaparecía del mapa. Conscientemente al menos, habría preferido tener otro papel. No un papel muy activo, pues siempre he tendido a la pereza, a la ensoñación, más que al dinamismo, pero sí con la relevancia suficiente como para que algunos de los aspectos de mi vida (no todos, valoro mucho la privacidad) formaran parte también de la comunicación cotidiana. Con ninguna de mis esposas había hablado de los hombrecillos, por ejemplo.

Tampoco tuve hijos en ninguno de mis matrimonios, lo que, observado con perspectiva, había resultado ventajoso. Intentaba imaginarme formando parte de una red familiar (y emocional por tanto) como la de mi mujer, con yerno y nietos, y no acababa de verme. Y aunque al principio, en un momento de debilidad, pensé en el hombrecillo, quizá por su tamaño y porque estaba hecho a mi imagen y semejanza, como en un hijo, luego preferí que fuera una extensión de mí.

En medio de la conversación con mi mujer, sonó el timbre de la puerta y fui a abrir. Era la vecina, la de los vinos, la esposa del representante de cantantes de música moderna. Sabía que era ella antes de abrir, pues había visto, desde mi versión de hombrecillo, cómo, tras la cópula, se vestía y se organizaba la melena mientras bromeaba con su marido (en el caso de que estuvieran casados) acerca de las virtudes del huevo de gallina en la producción del orgasmo (por cierto, que ninguno de los dos se había lavado). Él le había pedido que le hiciera unas setas, traídas ese mismo día de algún sitio, y ella se había puesto a trastear por la cocina todavía con el semen de él y el contenido del huevo de gallina entre sus ingles. En esto, advirtió que no tenía ajos, a lo que el representante le dijo:

– Pídeselos a los catedráticos.

Los catedráticos éramos nosotros, mi esposa y yo, así nos llamaban según averigüé entonces. De modo que la mujer se ajustó un poco el vestido, se atusó brevemente el pelo y salió de su casa en dirección a la nuestra. Y ahí la tenía ahora, frente a mí, preguntándome si podía prestarle unos dientes de ajo que había echado en falta al ir a cocinar unas setas.

– Este año hay muchas setas -dije yo absurdamente.

– Las lluvias -dijo ella.

Sólo permanecimos el uno frente al otro unos segundos, pero me dio la sensación de que se ruborizaba, como si un sexto sentido la hubiera advertido de que yo conocía el estado de sus bragas. Le di una cabeza de ajo entera.

7

Pasado un tiempo comenzó a quebrarse de manera sutil la unidad que habíamos mantenido el hombrecillo y yo. A veces parecíamos dos. Una noche, por ejemplo, me dormí en mi extensión de hombre, pero continué despierto en mi ramificación de hombrecillo, lo que no había sucedido nunca antes. Con la parte dormida soñé que mi versión de hombrecillo se colaba por una grieta de la pared y que llegaba, tras atravesar un túnel largo y sinuoso, débilmente iluminado, al reino de los hombrecillos, compuesto por callejuelas estrechas y empedradas, dispuestas en forma de red. Olía a gallinero.

El hombrecillo callejeó al azar por aquel retículo viario hasta desembocar en una plaza amplia y luminosa (era de día), limitada por edificios nobles, de piedra y ladrillo, en los que llamaba la atención la abundancia de ventanas geminadas de estilo medieval. La plaza se encontraba abarrotada de hombrecillos, pues parecía a punto de producirse un acontecimiento social de enorme importancia. Mi doble diminuto, idéntico en todo al resto de la población, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aledaños de una tarima sobre la que se erigía, verticalmente, un gran panal compuesto por celdas hexagonales idénticas a las de los panales de las abejas. Todas las celdas permanecían vacías excepto la del centro, donde había una mujercilla -la única de aquel extraño reino- de una belleza atroz, de una hermosura violenta, de una perfección cruel y desconocida por completo en el mundo de los hombres «normales» (yo estaba dominado por tics antiguos que me hacían pensar que el tamaño normal de hombre era el grande).

La mujercilla, reina evidentemente de aquel enjambre de hombrecillos que la contemplaban con un desasosiego feliz desde el suelo de la plaza, permanecía dentro de su habitáculo en ropa interior. Advertí enseguida que del mismo modo que el atuendo de los hombrecillos era de carne, aquellas prendas íntimas de la reina formaban también parte de su cuerpo. Se trataba de una lencería orgánica enormemente delicada y tenue, como formada por hilos de humo. Me recordó a la de mi vecina, pues tenía un tono anaranjado que en ocasiones, en función de los cambios de luz, evolucionaba hacia el calabaza.

En un momento dado, cuando en la plaza no habría cabido ya ni un alfiler, la reina, por medios telepáticos, ordenó subir hasta su celda a mi doble pequeño, que trepó ágilmente por aquella estructura hasta alcanzar su habitáculo, donde se estremeció (me estremecí) ante la mirada anhelante, al tiempo que tiránica, de la mujercilla y sus formas delicadas, a la vez que rotundas. Dado que su lencería, como ha quedado dicho, formaba parte de su piel, el hombrecillo no podía arrancársela del todo sin dañarla. Sí le estaba permitido, en cambio, retirar a un lado la parte de las bragas de humo bajo la que se ocultaba el sexo de la reina para extasiarse ante la naturaleza de aquel conjunto de pliegues de carne íntima hinchados por la excitación e inundados por un jugo incoloro, producto también del ardor venéreo, cuyos efluvios arrebatadores llegaban al cerebro del hombrecillo (y al mío por lo tanto) con la violencia de un tren sin frenos en una estación. La manipulación amorosa debía llevarse a cabo con un cuidado enorme, con unas maneras exquisitas, para no provocar heridas, derrames o desgarros ni en las propias prendas (recorridas por nervaduras finísimas semejantes a las que en las hojas de los árboles o en las alas de las mariposas cumplen las funciones de vasos sanguíneos) ni en las paredes del vestíbulo vaginal, constituidas por un tejido esponjoso muy sensible. Los colores de esta antecámara, siendo en general rosados, se oscurecían en las zonas más recónditas, como aquella donde se abría el misterioso túnel cuyos bordes acariciaron primero los dedos y después la lengua del hombrecillo (y mis dedos y mi lengua en consecuencia).