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Poseído por una curiosidad emocional que me impelía a investigar con detalle cada una de las partes de aquel conjunto de órganos, intenté memorizar su disposición, su temperatura, su humedad, su consistencia, lo que no resultaba fácil, pues aquella carne poseía la inestabilidad del magma (también su fiebre). El modo en que el hombrecillo y yo hurgábamos en aquellas profundidades sugería que había en ellas algo esencial para nuestra existencia.

Jamás me había enfrentado a una aventura sexual ni amorosa como aquélla. Nunca en mi vida la excitación venérea y la sentimental habían alcanzado aquel grado de acuerdo. El hombrecillo y yo amábamos y deseábamos a la mujercilla en idénticas proporciones, también con el mismo dolor, pues las cantidades de sentimiento y de placer eran tales que nos hacían daño. Porque la amábamos la deseábamos y porque la deseábamos la amábamos. Ambas cosas nos hacían sufrir.

Aunque el hombrecillo era el único de toda la colonia que podía acariciar aquella piel, besar aquella boca o enredar sus dedos en la lencería viva y palpitante de la mujercilla, el enjambre de hombrecillos que asistía al espectáculo desde la plaza sentía lo mismo que él, pues el sistema nervioso de todos estaba misteriosamente interconectado por una red neuronal invisible. El hombrecillo jugó hasta el delirio mientras la mujercilla se dejaba hacer y hacía al mismo tiempo, como si poseyera el secreto de la pasividad activa, o de la actividad pasiva. Y cuando ni el hombrecillo ni yo ni la muchedumbre a la que permanecíamos sutilmente conectados podíamos resistir más, porque nuestra fiebre había alcanzado ya un grado insoportable, la penetramos con violencia y amor a través de los encajes de la lencería con un pene erecto que había ido surgiendo poco a poco de las entretelas del hombrecillo y que también era mío, era mi pene.

La colonia de hombrecillos alcanzó enseguida un orgasmo colectivo que hizo temblar los cimientos de la plaza pública, como si hubieran copulado dos naciones, o dos ideas obsesivas, en vez de dos individuos. Yo eyaculé dos veces (una como hombre y otra como hombrecillo), las dos al mismo tiempo. El placer fue tan desusado, me agité de tal manera y grité tanto que desperté a mi mujer, con quien apenas había mantenido relaciones venéreas, pues el sexo -quizá porque nos casamos mayores- no había formado parte de nuestro proyecto conyugal.

– ¿Qué haces? -dijo.

– Ya ves -respondí yo completamente empapado, pues la producción había sido muy abundante.

Los dos sentimos un poco de pudor (yo más que ella, claro), y fingimos que volvíamos a dormirnos como si no hubiera sucedido nada. Yo, de hecho, volví a dormirme en mi extensión de hombre, agotado por aquella ejecución amorosa que no recordaba ni de mis tiempos más jóvenes. En mi extensión de hombrecillo, sin embargo, continué despierto.

8

Volví a soñar. Tras la cópula, el hombrecillo se retiró del cuerpo de la reina, que permaneció en reposo durante un tiempo indeterminado tras el cual se incorporó y comenzó a recorrer ágilmente todas y cada una de las celdas del panal depositando en ellas unos huevecillos que salían del interior de su cuerpo. Ahora me pareció que había en ella también algo de insecto. Si hubiera tenido alas, quizá la hubiera tomado por una libélula con formas humanas, o por un hada, tal vez por un ángel diminuto. En cualquier caso, el espectáculo me hacía temblar en sueños, dentro de la cama, pues tuve la impresión de que se me estaba revelando uno de los secretos de la existencia, un secreto de orden biológico -pero también sutilmente económico- que me era dado sentir, y que recordaría el resto de mi vida, pero cuya esencia jamás podría expresar, como lo demuestra esta torpe acumulación de palabras, más torpes cuanto más precisas pretenden resultar.

Siempre en aquella ropa interior orgánica, cuya trama oscilaba entre lo vegetal y lo animal, la mujercilla iba de una celda a otra, se bajaba ligeramente las bragas (o bien se retiraba delicadamente con los dedos la zona que cubría su sexo), se agachaba y su vagina rosada (de un atractivo metafísico) se dilataba para dejar caer el huevo. Los huevos brillaban como si en su interior, en vez de un embrión, hubiera una luz encendida.

Jamás había asistido a un suceso tan hermoso ni tan turbador como el de aquel desove, pues se trataba al mismo tiempo de una acción meramente biológica y puramente metafórica. No soy capaz, por el momento, de explicarlo mejor, pues nunca hasta entonces me había sido dado asistir a un suceso que parecía real e imaginario de forma simultánea. O psicológico y físico a la vez. O moral y orgánico al tiempo. O económico y biológico de golpe.

Recuerdo que dentro del sueño tuve en algún momento la certidumbre de que aquello era real, de que estaba sucediendo como un acontecimiento extra mental (aunque en una dimensión diferente a la mía), porque poseía la textura y el sabor de los hechos que ocurren con independencia de que los imagines o los dejes de imaginar. Tal vez tendría que aceptar la evidencia de que mientras en mi versión de hombre grande dormía, en mi versión de hombre pequeño llevaba a cabo aquella aventura sentimental y biológica extraordinaria cuyos lances se filtraban en mi conciencia adoptando las formas de un material onírico.

Al poco de la puesta, los huevecillos se empezaron a agitar, como si algo, dentro de ellos, se desplazara de sitio. Luego vi cómo se quebraban por uno de sus extremos y cómo del interior de cada uno salía un hombrecillo perfectamente conformado, adulto, con su traje gris, su camisa blanca, su corbata oscura, su sombrero de ala, su delgadez característica. Todos ellos se dirigían ordenadamente a la celda en la que reposaba la reina, cuyos pechos, entre tanto, se habían hinchado sin perder un ápice de su belleza. Entonces se retiraba con cuidado el sujetador biológico, para dejar los pezones al aire, y les daba de mamar al tiempo que acariciaba sus sombreros o les colocaba la corbata, pronunciando, con sus labios perfectos, ultrasonidos que alimentaban tanto como la leche. O más. Ningún hombrecillo se quedaba sin su ración, tampoco los que miraban, pues los órganos del gusto de todos estaban conectados de tal modo que el placer llegaba a toda la colonia (y también a mi versión de hombre grande por lo tanto). El recuerdo de aquel elixir, de aquella leche, quizá de aquella droga, podía llenar una vida entera.

Superada la sorpresa de que los hombrecillos fueran ovíparos y mamíferos al cincuenta por ciento (tal vez un poco menos si tenemos en cuenta que en la lencería de la mujercilla había también un no sé qué de vegetal), me pregunté -siempre dentro del sueño y desde mi perspectiva de hombre grande- si entre aquella colonia de hombrecillos habría alguno más -aparte del mío- que hubiera sido alumbrado por medios artificiales. Dado que no había diferencia apreciable entre unos y otros -al menos fuimos incapaces de advertirla- imaginé que quizá la colonia estaba infestada de hombrecillos procedentes, como mi réplica, de la suma de las distintas partes de otros hombres grandes. ¿Con qué objeto? Tal vez con el de evitar las consecuencias degenerativas de la endogamia. Tal vez también por una suerte de rechazo moral al incesto, pues si los hombrecillos que salían de los huevos copularan con la mujercilla, lo estarían haciendo en realidad con su propia madre. La existencia de hombrecillos provenientes de otro origen, como el mío, aportaba a la colonia material genético fresco, extranjero, diferente, lo que evitaba la decadencia de la especie. Pero también introducía un código moral o una norma cultural que ponía alguna distancia entre los hijos y la madre. Podríamos decir que muchos de aquellos hombrecillos (los pertenecientes al menos a la camada última) eran transgénicos, pues estaban modificados genéticamente por la inyección de un ADN que en última instancia provenía de mí. Resultaba irónico que no hubiera tenido hijos en la dimensión que me era propia (¿de verdad me era propia?) y los tuviera a centenares en esta otra a la que acababa de acceder.