– ¿Qué quieres decir? -preguntó él a su vez.
– Pensé que puesto que yo estaba dormido quizá lo había soñado.
– De soñado, nada -apuntó el hombrecillo un poco molesto-. Fue todo tal como lo viste, tal como lo sentiste, así que me lo debes. Si tú me das de tu sexo, yo volveré a darte del mío.
En ese instante sentí que éramos dos seres, extrañamente comunicados, sí, pero dos, no uno, al contrario que en los primeros días de su aparición. La grieta entre ambos se ensanchaba como la de una pared sin cimientos. Pero si la experiencia con la mujercilla no había sido un sueño, necesitaba repetirla.
Durante los siguientes días busqué el modo de acercarme a mi mujer, que, lejos de recoger mis insinuaciones sexuales, sugirió que deberíamos dormir, por comodidad e higiene, en camas separadas.
Un día, leyendo el periódico, tropecé sin querer con las páginas de contactos, en las que nunca hasta entonces me había detenido. «Domicilio y hotel», concluían muchos de los anuncios. No me pareció bien hacerlo en casa, de modo que reservé habitación en un hotel céntrico y caro al que acudí después de comer y desde el que telefoneé, para solicitar un servicio, al número que había seleccionado previamente. Me atendió una mujer que, pretendiendo hacer las cosas fáciles, las hizo en realidad más complicadas, pues me contrariaron las confianzas que se tomó, entre las que se incluía un tuteo para el que no solicitó mi permiso. Tampoco me gustó que preguntara qué tipo de chica prefería, como si habláramos de un producto mercantil y no de un ser humano. Pero el hombrecillo, que se encontraba junto a mí, me empujó, muy excitado, a pedir una chica joven y rubia, con el pelo corto, no sé por qué. Cuando colgué el teléfono, estaba sudando de un modo exagerado, por lo que corrí al baño y me refresqué por miedo a oler mal cuando llegara la prostituta. El contraste entre mi agobio y el placer del hombrecillo era otro indicador, uno más, de la herida sin sutura abierta entre nosotros.
Mientras esperábamos a la chica, paseé nerviosamente de un lado a otro de la habitación, deteniéndome en dos o tres ocasiones frente a la ventana. El día estaba gris y grises eran también las personas que allá abajo, en la calle, se desplazaban de un lado a otro, movidas quizá por impulsos o intereses que no controlaban, como me ocurría a mí en aquellos instantes. Tal vez muchas de ellas, más de las que yo era capaz de imaginar, tenían en su existencia un hombrecillo para que el que llevaban a cabo actos cuya conveniencia reprobaban.
En medio de aquel ir y venir, reparé en el mueble bar, que abrí para tomar una botella de agua, pues se me había secado (de miedo, sin duda) la garganta, pero el hombrecillo me animó a que descorchara una botella de champán.
– Nunca bebo -le dije telepáticamente.
– No es para ti, es para mí -respondió él.
Tras dudar unos instantes, abrí la botella, de la que me serví dos dedos en una copa alta. Mi garganta agradeció la entrada del espumoso, cuyos efectos noté enseguida también en la cabeza. No es que me pusiera eufórico, pero el sentimiento de culpa se redujo. El hombrecillo, por su parte, se mostraba radiante, feliz, poseído como estaba por una excitación envidiable. Tomé otro trago y recordé la experiencia con la reina de los hombrecillos.
– ¿Cuándo volveremos a ver a la reina? -pregunté.
– Ahora estamos en esto -dijo él-, ponte un poco más de champán.
Intenté concentrarme en lo que el hombrecillo sentía, y noté cómo las burbujas atravesaban su garganta y explotaban a lo largo de su tubo digestivo para llegar al estómago convertidas en fragmentos de felicidad líquida. Al mismo tiempo, su imaginación anticipaba las cosas que haríamos con la chica (no todas correctas desde mi punto de vista), provocando tanto en él como en mí una erección que intenté combatir desviando mi atención hacia otros asuntos. Entonces ocurrió algo realmente sucio y es que el hombrecillo, que se encontraba dentro de un cenicero colocado sobre la mesa de la habitación, comenzó a masturbarse (a masturbarme por tanto) y en cuestión de minutos (pocos) eyaculamos con furia sin que me hubiera dado tiempo siquiera a bajarme los pantalones.
Apurado, corrí al baño para limpiarme y no sabiendo muy bien qué hacer, pues había empapado los calzoncillos y humedecido los pantalones, decidí desnudarme del todo y ponerme una bata de baño que encontré allí, sobre un taburete, a disposición de los clientes. Para dar la impresión de que acababa de salir de la ducha, me mojé el pelo y salpiqué la superficie de la bañera. El hombrecillo, que continuaba en el cenicero, jadeaba entre tanto de placer. Él no necesitaba cambiarse ni limpiarse, pues su ropa, como ya ha quedado anotado, era orgánica, formaba parte de su cuerpo, de modo que absorbió misteriosamente los jugos de la eyaculación.
Le previne que cuando llegara la chica no tendríamos ganas de nada, pues yo ya me sentía colmado, exhausto, y lo único que me apetecía era volver a casa cuanto antes.
– Ya verás cómo sí, ya verás cómo sí -dijo él al tiempo que me pedía que bebiera un poco más de champán.
Enano de mierda, volví a pensar para mis adentros, sin saber si me escuchaba o no, pues a veces desconectábamos, acentuándose la impresión de que éramos dos. En esto, sonaron unos golpes en la puerta.
11
Fui a abrir y apareció al otro lado una chica que podría haber sido mi hija. Lo cierto es que, más que de un burdel, parecía que venía de la universidad. Vestía un abrigo azul, de grandes botones, que evocaba el de las colegialas de otras épocas. Era rubia, como habíamos pedido, con el pelo muy corto, y llevaba un bolso que hacía juego con el color de su cabello. El conjunto resultaba elegante, pero no excéntrico, lo que me hizo pensar que todo estaba preparado para no llamar la atención de los empleados del hotel. Con aquel atuendo podría haber pasado también por una secretaria. Contra lo que me había temido, apenas llevaba maquillaje ni carmín, ni los necesitaba. Su aspecto me conmovió, sinceramente, pero reaccioné enseguida porque el hombrecillo me gritó por telepatía que la invitara a pasar. Ella entró dejando sobre la moqueta las marcas de unos zapatos de tacón de aguja en los que no había reparado y que observé en éxtasis, sintiendo de nuevo un trastorno entre las ingles.
Al alcanzar el centro de la habitación se quitó el abrigo, debajo del cual apareció un cuerpo algo grosero, embutido en un traje rojo, de escote exagerado. Advertí enseguida con disgusto que no llevaba sujetador, quizá tampoco llevara bragas. Me dieron ganas de pedirle que volviera a ponerse el abrigo, pero no dije nada por temor a parecer un perverso. Al ver mi copa de champán, la chica preguntó si pensaba invitarla en un tono que intentaba resultar seductor, pero que acabó con la breve excitación que me habían procurado sus tacones. El hombrecillo, por el contrario, oculto tras el televisor, permanecía boquiabierto, como si se estuvieran colmando todas sus expectativas. Para estropearlo del todo, la chica dijo que se llamaba Vanesa.
– ¿Con una o dos eses? -pregunté sin venir a cuento.
– Con dos, por eso soy tan cara -dijo soltando una carcajada desagradable.
Yo le dije que me llamaba Rafael, que era en realidad el nombre de un hermano mío fallecido hacía años.
– ¿Lo hacemos sin prisa? -preguntó.
– Sí -respondí yo acercándole la copa, con la que fue a sentarse en una de las dos butacas de la habitación, donde se desprendió de los zapatos y se subió la falda, con aire casual, hasta donde le fue posible.
No llevaba medias, pero sí una liga roja en medio del muslo. Me pareció todo por un lado excesivamente hueco y por otro exageradamente biológico. Comprendí entonces que había estado cayendo sin darme cuenta de que caía y que ahora me encontraba ya en el suelo. Yo no soy así, me dije, sintiendo vergüenza y miedo y ganas de huir. Tras tomar un sorbo de la copa, la chica preguntó cómo pensaba pagarle y respondí que en metálico.