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Después de comprobar que no aparecía nadie, volvió a cubierta y rápidamente cortó las amarras. Subió las escaleras hacia el puente de mando. La vista se le aclaró por unos segundos, lo cual le permitió advertir que el puente tenía un techo de lona y ventanas de plástico. Se arrodilló al lado de la silla del capitán, entre las sombras, y la vista se le nubló otra vez.

Sintió unas fuertes náuseas y se concentró en la respiración todo lo que pudo. A tientas, valiéndose del cuchillo, extrajo una sección de la tapa del timón. Mientras extraía un manojo de cables, el corte que tenía en la frente le escoció a causa del sudor que se le deslizaba hasta las cejas. Seguía sin ver correctamente, y tardó más de lo que le hubiera gustado en localizar la parte trasera del botón de ignición. Cuando lo consiguió, desenredó los cables y los conectó. Los dos motores de a bordo arrancaron y empezaron a remover el agua; Max se agarró el costado con una mano y, con la otra en el timón, se levantó.

Puso el barco en movimiento accionando el acelerador y lo alejó del muelle. Si giraba la cabeza hacia la derecha la visión le mejoraba y de esa forma podía mantener el yate centrado y alejado de posibles peligros.

Condujo el barco fuera del puerto deportivo y hacia el puerto de Nassau pasando por debajo del puente que conectaba la isla Paradise con la capital, más allá de los cruceros amarrados al muelle Prince George. Esa noche nada le había salido bien: en ese mismo instante, en cualquier momento, todavía era posible que los motores se incendiaran, que el fuego desintegrase el techo de lona y que arrasara el suelo de la cubierta. Desde el instante en que había llegado a la isla, esa tarde, su suerte había ido de mal en peor, y no tenía ninguna esperanza de que su mala suerte le abandonara todavía.

– Perdone, pero ¿qué está usted haciendo?

Al oír esa voz femenina, Max se giró con tanta rapidez que tuvo que agarrarse a la silla del capitán para no caerse. Se quedó mirando la figura borrosa y doble de una mujer enmarcada por las luces tenues del puerto. El haz de luz del faro de la isla iluminó de pasada el suelo de la embarcación y a dos pares de pies idénticos con veinte dedos cuyas uñas estaban pintadas con laca roja. Se paseó por dos faldas rojas y azules y por dos vientres desnudos y absolutamente planos. Dos camisas blancas envolvían dos pares de pechos grandes. Luego se deslizó entre las comisuras de cuatro labios carnosos y se enredó en un montón de rizos rubios. La cara desapareció en las sombras cuando de ellas emergieron dos minúsculos perros que chillaban desde debajo de sus brazos con unos sonidos tan agudos que le podían provocar una hemorragia en los oídos.

– ¡Mierda! ¡Sólo me faltaba eso! -exclamó, preguntándose de dónde demonios había salido.

Aquella triste imitación de perro saltó al suelo, corrió a los pies de Max y empezó a chillar con tanta fuerza que cada ladrido le levantaba las patas del suelo. La mujer avanzó y su doble imagen la siguió cuando se agachó para recoger al chucho.

– ¿Quién es usted? ¿Trabaja para los Thatch? -preguntó.

Max no podía perder el tiempo con perros, preguntas o tonterías en general. Esa mujer tenía que irse. Lo último que necesitaba esa noche era un chucho chillón y una mujer con verborrea. Ella y su perro tendrían que saltar. La punta de la isla Paradise se encontraba a menos de treinta metros y posiblemente lo consiguieran. Y si no, no era su problema.

– Haga callar a ese perro o lo lanzaré por la borda de un puntapié -contestó, en lugar de lanzarla a ella y a su chucho al mar. Maldición, se volvía blando con la edad.

– ¿Adónde está usted dirigiendo el yate?

Max no le hizo caso. Echó un último vistazo a las luces de Nassau que se alejaban, a las borrosas boyas verdes de señalización y al faro. Luego dirigió su atención hacia los mandos. Tenía unas cuantas preguntas de su propia cosecha, pero tendría que esperar para conseguir las respuestas. En ese momento había temas más importantes, como el de la propia supervivencia.

La adrenalina y el dolor le hacían temblar las manos, pero gracias a su ilimitada fuerza de voluntad y a los años de experiencia, consiguió templar el pulso. Hasta el momento no había detectado que ningún barco le siguiera, pero eso no significaba gran cosa.

– Usted no puede, así, sin más, llevarse este barco. Tiene que volver al puerto deportivo.

Si la cabeza no le hubiera dolido de esa forma y su cuerpo no hubiera sido utilizado como saco de boxeo, incluso la habría encontrado graciosa. ¿Volver atrás, después del infierno por el que había pasado? ¿Devolver el yate después de haberse tomado todas esas molestias para robarlo? No había ninguna posibilidad de eso. Hacer un puente a ciegas exigía mucho talento. Max había subido a cualquier barco que uno pudiera imaginar. Cualquiera, desde un bote hinchable hasta un submarino militar. Sabía utilizar un GPS e interpretaba los mapas de navegación, uso del compás incluido. El problema era que, en el estado en que se encontraban sus ojos, lo mejor que era capaz de hacer en ese momento era intentar mantener el barco rodeado solamente de agua.

– ¿Quién es usted?

Esforzó la vista para detectar la luz dorada de los controles que tenía delante y dirigió la mano hacia la radio. Falló y lo volvió a intentar hasta que sintió los botones en la yema de los dedos. El ruido radiofónico inundó el ambiente y ahogó las preguntas de la mujer. Ajustó el sintonizador hasta que la radio captó la comunicación de un operador marítimo con un barco de pasajeros y luego pasó a un canal no comercial. No encontró nada fuera de lo normal y continuó buscando. Ningún canal emitía ninguna información inusual, pero Max no buscaba información habitual ni ordinaria.

– Tiene usted que llevarme de nuevo a puerto. Le prometo que no le contaré a nadie este incidente.

«Seguro que no lo harás, cariño», pensó Max al tiempo que intentaba verla por encima del hombro. Pero no consiguió ver nada, así que volvió a dirigir su atención a los mandos. Si esa mujer cerrara la boca, por lo menos podría olvidarse de su presencia.

Hacía doce horas que no se comunicaba con el Pentágono. En su última comunicación les había informado de que no necesitaría un rescate ni más negociaciones. Los dos agentes de la DEA que buscaba estaban muertos, y llevaban bastante tiempo así. Poco acostumbrados a la tortura, obviamente habían sucumbido a manos de sus secuestradores.

– La gente se dará cuenta de que he desaparecido, ¿sabe? En realidad, ahora mismo seguramente hay alguien que me echa de menos.

Tonterías.

– Estoy segura de que alguien ya ha llamado a la policía.

La policía de las Bahamas era el menor de sus problemas. Se había visto obligado a matar a José, el hijo mayor de André Cosella, y a duras penas había conseguido escapar con vida. Cuando André lo descubriera, se convertiría en un disgustado señor de la droga.

– Siéntese y estése quieta.

Aunque veía doble, fue capaz de distinguir las luces de un velero que se dirigía hacia ellos por babor. No creía que los Cosella hubieran encontrado el cuerpo todavía, y le parecía improbable que el velero estuviera cargado de traficantes de droga, pero no se podía dar nada por descontado y, además, lo último que necesitaba era que la mujer se pusiera a chillar hasta desgañitarse.

Max sintió, más que vio, que la mujer se movía y, antes de que pudiera dar un paso, la agarró por el brazo.

– Ni se le ocurra hacer una tontería.

Ella chilló e intentó zafarse de él. El perro también chilló, para a continuación saltar a cubierta y cerrar las fauces sobre el pantalón de Max.

– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó la mujer, y le dio un golpe casi al mismo tiempo que él sentía un pinchazo en la cabeza.

– ¡Joder! -Max sujetó a la mujer contra su pecho.