Demasiado tarde. Will se derrumbó en su silla, derrotado.
Le habría gustado dar las gracias a Walton y también hacerle un montón de preguntas, pero no iba a poder ser.
– Lástima, me habría gustado despedirme de él como Dios manda.
– ¿A ti no te ha dejado ningún regalo? A mí me ha dado un libro -dijo Amy mostrándole el ejemplar de El malabarista: cómo compatibilizar trabajo y familia.
Entonces Will la vio: una caja cuidadosamente envuelta que descansaba en la partición de las dos mesas.
La cogió y rasgó el envoltorio. Dentro había una caja de cartón. La abrió y encontró plástico de burbujas. Will sacó lo que había envuelto en él. Parecía el clásico adorno de escritorio, quizá un giroscopio. Tuvo que desenvolverlo por completo para comprender lo que Walton le había regalado.
Era una figura de Atlas, la escultura del Rockefeller Center, el hombre que cargaba el universo sobre sus hombros. También había una nota:
Un antiguo dicho judío dice que salvar una vida es salvar el mundo entero. Sé que hiciste lo uno. Puede que de paso también lograras lo otro. Buena suerte.
T.
Will la dejó en su mesa, al lado de la bola de nieve de Sadam Husein que había pispado de la mesa de Walton y que nunca había devuelto. Todavía no había alcanzado el nivel de Amy Woodstein, pero Will empezaba a desarrollar su rincón personalizado. El puesto de honor correspondía a una foto de Beth en la que aparecía mostrando la incipiente curva de su embarazo. Al lado había otra de él con su madre. Y a continuación quedaba un espacio reservado para la foto del chico a quien ya quería.
Agradecimientos
Por lo que he llegado a descubrir, todo libro supone un esfuerzo colectivo, y este no es una excepción. Por lo tanto, debo dar las gracias a toda la gente que me guió en lo que fue un proceso nuevo y complejo.
Mi primer agradecimiento es para la comunidad hasídica de Crown Heights. El difunto Gershon Jacobson y su esposa Sylvia me abrieron las puertas de su casa con ocasión de un reportaje que me encargaron en 1991 y volvieron a hacerlo quince años después. Sus orientaciones, junto con la amabilidad y sabiduría de sus hijos, los rabinos Simon y Yosef Yitzhok, resultaron decisivas. Ellos y el rabino Gershon Overlander, de Londres, me introdujeron en un mundo por completo nuevo para mí y que sigo admirando profundamente. También estoy en deuda con el doctor Tali Loewenthal, que ejerció de tutor en los aspectos más decisivos de las doctrinas judía y hasídica. No hace falta decir que cualquier error en ese terreno se debe exclusivamente a mi intervención.
También estoy en deuda con el personal de The New York Times, que me enseñó cómo funciona un gran periódico. Warren Hoge se mostró particularmente generoso al ofrecerme la esencial ayuda de Bill Keller y CraigWhitney, así como de los jefes de las secciones de Internacional y Nacional. Aunque solo sea para aclarar confusiones, debo decir que el The New York Times de los hombres justos es fruto de mi imaginación.
Alex Bellos y Hilary Cottam me ilustraron acerca de las situaciones de pobreza en Sudamérica; Peter Wilson, sobre Australia, y Stephen Bates sobre la Iglesia. El yiddish aparece por gentileza de la formidable Anna Tzelniker. Lee de-Beer se pateó literalmente las calles de Nueva York por mí mientras rehacía el camino de Will Monroe y sus perseguidores. Eleanor Yadin y su equipo de la Biblioteca Pública de Nueva York no podrían haber sido de más ayuda. Sharyn Stein aportó datos cruciales sobre los procedimientos legales y policiales de la ciudad.
Tom Cordiner y Steven Thurgood permitieron que me sumergiera en su inacabable saber en materia de informática y ordenadores. Monique El-Faizy merece un agradecimiento especial por asesorarme en cuestiones relacionadas con Nueva York y por fijarse en detalles grandes y pequeños. Kate Cooper y Curtis Brown se demostraron celosos partidarios del libro y atentos lectores. Chris Maslanka demostró por qué es el rey de los crucigramas y propuso ingeniosos acertijos para confundir a Will y TC. Admiro su talento.
Mis padres leyeron los borradores iniciales y rae aportaron sus sabios consejos, así como su apoyo moral. Su influencia es evidente en varios pasajes. Mis cuñados, Jo y Michael, me permitieron que nuevamente convirtiera su casa de Suffolk en un refugio de escritor, donde Michael demostró su buen ojo como lector. Debo especial mención a mi difunta tía, Yehudit Dove, cuya verdadera bondad inspiró esta historia.
En Harper Collins, Jane Johnson demostró ser una editora modélica, a la altura de su notable reputación. No solo se comprometió con el libro, sino que, ayudada por la talentosa Sarah Hodgson, lo mejoró paso a paso. Tuve suerte de contar con ella.
Hay tres personas que merecen ser destacadas. Jonathan Cummings hizo algo más que investigar: dedicó todas sus energías e inteligencia a este proyecto. Es un auténtico camarada. Debo mucho a Johnny Geller. No solo es un agente famoso, sino un verdadero amigo, un hombre capaz de creer que una conversación de sobremesa después de cenar puede convertirse en una novela, y cuya fe, apoyo y perspicacia nunca me faltan. No es ninguna exageración decir que, sin su intervención, este libro no habría existido.
Por fin, mi esposa Sarah compartió las emociones de este proyecto desde el principio. Consiguió ser no solo una madre maravillosa para nuestros hijos, Jacob y Sam, sino también aportar finos consejos y amor constante. El matrimonio es uno de los asuntos que aborda este libro, y yo disfruto de cada día del mío.
NOTA DEL AUTOR
Los 36 hombres justos es una obra de ficción, pero está basada en ciertos hechos comprobados. Primero, la leyenda de los lamad vav, los treinta y seis excepcionales individuos cuya virtud sostiene el universo, es una constante de la tradición judía. Los libros y ensayos que cita el rabino Mandelbaum durante su charla con Will son reales y, para aquellos a los que han despertado su interés, dignos de ser consultados. El punto de partida obvio es The Messianic Idea in Judaism, de Gershom Scholem (Schocken, Nueva York, 1971). Scholem explica la historia relatada por Mandelbaum, que aparece en el Talmud Palestino y data del siglo III. Habla de un rabino que vio que, cada vez que cierto hombre participaba en los actos religiosos, las plegarias de la comunidad para que lloviera eran atendidas. Ese hombre era conocido como Pentakaka, un nombre derivado del griego cuyo significado literal es «Cinco pecados». Pentakaka ofrecía prostitutas e incluso tocaba música y bailaba para ellas; sin embargo, cuando una mujer se ofreció a convertirse en una de ellas para evitar que su marido fuera a la cárcel, Pentakaka prefirió vender sus pertenencias y ofrecerle el dinero así obtenido antes de permitir semejante indignidad. En otras palabras, la historia de Howard Macrae no es totalmente inventada: su acto de bondad está documentado y tiene al menos mil setecientos años de antigüedad.
La buena obra de Jean-Claude Paul en Haití -la de crear una cámara secreta que preserve el anonimato de los que dan y reciben caridad- tiene raíces aún más antiguas. «La cámara de los secretos», tal como se la llamaba, existió en el templo de Salomón, que fue el santo lugar del judaísmo desde el año 953 a. C. hasta su destrucción en el año 586 d. C. Representaba la encarnación de un principio básico: que el acto de dar no debía suponer gloria ni humillación para quienes intervinieran en él, sino que debía consistir simplemente en un acto de justicia.
Es también un hecho que existe una amplia comunidad hasídica en Crown Heights, una comunidad que todavía lamenta la muerte del Rebbe, ocurrida hace unos años, y que sigue extendiendo sus esfuerzos por el mundo. El Rebbe de los Lubavitch o Movimiento Chabad fue una figura notable, a quien muchos de sus seguidores consideraban el Mesías. Algunos lo siguen creyendo.