Will empezó a buscar en los archivos on-line de The New York Times y se sorprendió por los primeros artículos que encontró, que describían a los integrantes de aquellas milicias como gente bastante inofensiva, soldados de fin de semana, tipos gordos y mayores que se dedicaban a sudar y a jadear con sus juegos de guerra. Pero de repente el tono cambiaba.
El caso de Ruby Ridge, en 1992, en el que un defensor de la supremacía blanca perdió a su mujer y a sus hijos en un tiroteo con agentes federales -al igual que sucedería en el asalto de Waco, en Texas, un año más tarde-, puso al descubierto un mundo del que casi nadie, particularmente en los medios de comunicación, había oído hablar. Un mundo que veía Washington como el centro de un oscuro nuevo orden mundial, personificado en las odiadas Naciones Unidas, cuya intención era esclavizar a la gente. ¿Qué otra explicación podía haber para los misteriosos helicópteros negros que se veían por toda la Norteamérica rural? ¿Qué otro significado tenían los números que aparecían en el dorso de las señales de tráfico si no eran coordenadas que algún día ayudarían al ejército de Estados Unidos a meter en campos de concentración a sus conciudadanos?
Cuanto más leía Will, más fascinado estaba. Aquellos guerreros civiles creían en disparatadas historias sobre los francmasones, la Reserva Federal, la existencia de mensajes codificados escritos en billetes de curso legal y en misteriosas conexiones con bancos europeos. Algunos estaban tan convencidos de que los funcionarios del gobierno federal los perseguían que se refugiaron en las montañas; se encerraron en remotos refugios y cabañas de los bosques de Montana o Idaho. Cortaron sus vínculos con el gobierno en todos los sentidos: carecían de permiso de conducir, se negaban a firmar cualquier papel oficial y algunos incluso se apartaban por completo del sistema y buscaban sus propias fuentes de energía eléctrica antes que depender de la red nacional.
Y no se trataba de ningún juego. Con ocasión del segundo aniversario de la matanza de Waco, el edificio federal Alfred P. Murrah, de Oklahoma City, saltó por los aires como resultado de un atentado con coche bomba en el que 169 personas murieron. Los responsables resultaron ser, no islamistas radicales, sino estadounidenses a los que habían llenado la cabeza con historias de odio hacia su gobierno.
En The Seattle Times había una foto de Baxter en una reunión en Montana, en 1994, que, a juzgar por el aspecto de los tenderetes donde se exhibían los productos, parecía una feria local. Baxter aparecía al frente de un puesto en el que se vendían platos militares, comida lista para ser consumida. Según parecía, tenía un buen negocio de venta de tiendas de campaña y artículos de supervivencia, el tipo de objetos que podían cobijar y mantener alimentado al norteamericano sediento de libertad durante el conflicto que se avecinaba. Dentro del oscuro universo del movimiento antigubernamental, quizá Baxter no fuera una celebridad, pero sí un asiduo.
«Era un gran patriota, y su muerte ha sido un golpe para todos aquellos que amamos la libertad", dijo Bob Hill, uno de los comandantes de la milicia de Montana.»
Miércoles, 9. 00 h, Seattle
Extrañamente, el teléfono no había sonado. Cuando al fin se despertó -a las doce del mediodía, según la hora de Nueva York-, vio que en su móvil no había ninguna llamada perdida. Miró en la Blackberry, pero solo vio mensajes sin importancia. Aquello no iba bien.
Cogió el ordenador de la mesa y lo llevó hasta la cama, estirando el cable todo lo posible. Comprobó la web de The New York Times: ni rastro de su historia. Fue a la sección de Nacional y encontró enlaces de noticias de Atlanta, Chicago y Washington. Siguió buscando. Vio algo señalado como «Seattle», pero no era más que una noticia de agencia escrita aquella misma mañana. Ni rastro de su artículo.
Marcó el número de Beth. En el hospital le pasaron la comunicación.
– Hola, cariño, ¿has leído el periódico esta mañana?
– Sí, estoy bien, gracias por preguntar.
– Lo siento, es solo que… ¿Lo tienes a mano?
– Un momento. -Se hizo una larga pausa-. De acuerdo, ¿qué debo buscar?
– Cualquier cosa que lleve mi firma.
– Lo miré esta mañana y no encontré nada. Pensé que quizá le darías hoy un último retoque.
Will negó para sus adentros. Por supuesto que no iba a retocar su artículo. Había sido una noticia escrita sobre la marcha acerca del tiempo. ¡Por el amor de Dios, en periodismo no había material más perecedero que las noticias del tiempo!
– ¿Has mirado en la sección de Nacional, en todas las páginas?
– Sí, Will. Lo siento. ¿Eso quiere decir que no lo han publicado?
Eso significaba exactamente: que lo habían rechazado.
Se preparó para llamar a la redacción. Si contestaba cualquiera que no fuera Jennifer, la nueva recepcionista, colgaría.
– Nacional. Habla Jennifer.
– Hola, Jennifer. Soy Will Monroe, estoy en Seattle.
– Ah, hola. ¿Quieres hablar con Susan?
– ¡No! ¡No hace falta! ¿Sabes el artículo que os envié ayer, sobre las inundaciones…? ¿Tienes idea de qué ha ocurrido?
De repente, el tono de Jennifer se hizo más grave.
– Más o menos. Les oí hablar de él. Decían que estaba muy bien, pero que tú no les habías consultado, que si lo hubieras hecho te habrían dicho que ayer no necesitaban ninguna historia.
– Pero si hablé con…
Claro, solo había hablado con Jennifer para comunicarle dónde estaba y los planes que tenía. Había dado por hecho que en el periódico querían que les enviara algo. ¿Acaso Harden no le había dicho que cogiera las chanclas?
Entonces lo comprendió: había ido a Seattle solo por si las moscas. Lo único que estaba haciendo era mantener caliente el asiento de Bates. Todos los esfuerzos de la víspera habían sido en vano. Sintió que había hecho el ridículo, igual que un adolescente impaciente que se precipita. Un error estúpido.
– No cuelgues. Susan quiere decirte algo.
A tres husos horarios de distancia, Will se preparó para una reprimenda.
– Hola, Will. Escucha: creo que la norma debería ser que no envíes nada que no hayamos acordado previamente, ¿vale? Mira por ahí a ver si encuentras algo interesante. En cuanto a las noticias calientes, no desconectes el móvil; te llamaremos si necesitamos alguna cosa.
Will se tomó un deprimente desayuno. La había pifiado, y la había pifiado bien. En esos momentos, Jennifer ya habría hecho correr la noticia en el reducido círculo del personal más joven del periódico, y todos estarían riéndose a su costa. El muchacho de oro, el del papá influyente, se había topado por fin con la cruda realidad.
Únicamente le quedaba una solución: entregarles una historia de verdad. De algún modo, desde aquel lejano territorio de nieve, bosques y patatas, iba a tener que escribir un relato que demostrara a sus gerifaltes en Nueva York que no habían cometido un error. Sabía perfectamente por dónde empezaría.
Capítulo 8
Miércoles, 15. 13 h, estado de Washington
El vuelo a través del estado de Washington fue breve aunque movido; y el trayecto desde Spokane, precioso. Las montañas ofrecían un paisaje increíblemente bello con sus nevadas cumbres que parecían espolvoreadas de fino azúcar glas. Los árboles eran rectos como lápices, y estaban tan densamente agrupados que la luz parecía estroboscópica.
Will condujo en dirección este y no tardó en cruzar la demarcación del estado que lo separaba de Idaho, en la estrecha franja de territorio donde Estados Unidos parece mostrar el dedo a su vecino del norte, Canadá. Cruzó Coeur d'Alene, cuyo nombre sonaba a pueblecito de esquí suizo, pero que era mucho más famoso por ser la sede del movimiento racista conocido como Nación Aria. Will había visto las fotos durante las maquetaciones: los hombres vestidos con sus uniformes casi nazis, los carteles de SOLO BLANCOS de la entrada. Sin duda podía resultar un lugar apasionante para detenerse, pero Will no se desvió de la carretera. Había otro sitio al que debía ir.