Aunque solo fuera por la gracia del nombre, se había sentido tentado brevemente por el C'mon Inn [3]; pero pensó que no tenía por qué quedarse y que podía avisar a la gente del periódico en Nueva York. Así pues, apostó sobre seguro y optó por pasar una tercera noche en el Holliday Inn, con servicio de habitaciones, mando a distancia y llamada a Beth incluida.
– Te estás complicando la vida -le dijo ella mientras él la oía claramente saliendo del baño.
– Pero es complicado. A ese tipo le faltaba un riñón.
– Deberías comprobar su historial médico. Puede que… ¿cómo has dicho que se llamaba?
– Baxter.
– Puede que el tal Baxter hubiera tenido problemas de riñón. Cualquier mención de eso o de un tratamiento de diálisis y tendrás tu explicación.
Durante unos segundos Will no dijo nada.
– Te lo estoy estropeando, ¿verdad? -preguntó ella.
– Bueno, si hablamos del valor de la noticia, la elección entre la muerte de un viejo con antecedentes de enfermedades renales y el intento de robo de un riñón está bastante clara. Pero sí, puede que tengas razón: el robo de un riñón lleva una mínima ventaja. -Will se alegró de que hubieran vuelto a los comentarios jocosos. Ya habían transcurrido varios días desde su discusión, y la herida parecía que estaba cerrándose.
Jueves, 10. 02 h, Missoula, Montana
A la mañana siguiente acompañaron a Will al despacho del doctor Russell. Lo primero que vio fue un certificado cuyo emblema, un libro abierto escrito en latín y rematado por dos coronas, reconoció al instante.
– Vaya, así que estuvo usted en Oxford. Igual que yo. ¿En qué año?
– Yo diría que algunos siglos antes.
– Lo dudo mucho, doctor Russell.
– Llámeme Allan.
Por fin un poco de suerte.
– Verá, Allan, ni siquiera estoy seguro de que vaya a escribir ese reportaje para el periódico; pero debo confesar que el caso de Pat Baxter me tiene intrigado -comentó Will como si se dispusiera a iniciar una amigable conversación. Notó que su acento inglés se había hecho más pronunciado.
– Deje que eche una ojeada -repuso el forense volviéndose hacia el ordenador-. Ah, sí: «Graves hemorragias internas que corresponden a una herida de bala, contusiones en la piel y en las vísceras. Observaciones generales: marcas de pinchazos de agujas hipodérmicas en la pierna que indican una anestesia reciente».
– Y dígame, Allan, en este caso, ¿cómo definiría usted «reciente»? -Will confió en que su tono denotara un simple interés académico.
– Creo que estamos hablando de hechos simultáneos.
– Pues verá, doctor, eso es precisamente lo que me intriga. ¿Por qué iba alguien a anestesiar a su víctima antes de matarla?
– Quizá intentaban reducir su sufrimiento.
– ¿Es eso lo que suelen hacer los asesinos? No tiene sentido, a menos que…
– A menos que el asesino fuera alguien del mundo de la medicina, alguien acostumbrado a poner una inyección antes de pasar a lo importante. Quizá la fuerza de la costumbre.
– También pretendía hacer algo antes del asesinato, realizar alguna otra operación.
– ¿Cómo cuál?
– Bueno, tengo entendido que a Baxter le faltaba un riñón.
Russell se echó a reír, aunque Will no conseguía encontrarle la gracia.
– Ya veo adónde quiere ir a parar. -El forense sonreía maliciosamente-. Dígame, Will, ¿ha visto alguna vez a un muerto?
Al instante, Will se acordó del cuerpo de Howard Macrae, cubierto por una manta en aquella calle de Brownsville. Su primer cadáver.
– Sí. En mi trabajo es inevitable.
– Bien, entonces supongo que no le importará que le enseñe otro, ¿verdad?
No hacía tanto frío como Will esperaba. Había imaginado el depósito como un enorme frigorífico parecido a las cámaras de almacenamiento de los grandes hoteles; sin embargo, se asemejaba más a una sección de hospital.
Unos ayudantes estaban trasladando un cuerpo en una camilla a una zona situada tras unas cortinas. Will supuso que se trataría del lugar destinado a las autopsias. Sin previo aviso, Russell retiró la sábana.
Will notó que se le encogía el estómago. El cuerpo estaba tieso, tenía la textura de la cera y un color amarillo verdoso. El hedor que desprendía era rancio y le llegó en oleadas: durante unos segundos pensó que había pasado o, al menos, que se había acostumbrado, pero entonces volvió a asaltarlo, provocándole ganas de vomitar allí mismo.
– Cuesta acostumbrarse. Le pido disculpas. Ahora eche un vistazo a esto.
Will se acercó. Russell señalaba algo en la zona del estómago, pero Will estaba hipnotizado por el rostro de Pat Baxter. Los diarios habían publicado fotografías, pero todas eran de baja calidad y extraídas de imágenes de televisión. En esos momentos podía ver las curtidas mejillas, la barbilla, los ojos y la boca de un hombre al que habría definido como blanco, de mediana edad y pobre. Llevaba una barba blanca que en otro contexto habría podido parecer elegante e incluso señorial; en la mente de Will surgió la imagen de Charles Darwin. No obstante, daba al rostro de Pat Baxter aspecto de mendigo, como esos infelices que dormían en la calle arropados por cajas de cartón.
Russell subió la sábana hasta cubrir el torso del cadáver, y Will adivinó que estaba intentando ocultar algo, seguramente las heridas de bala, y mostrarle algo más.
– Mire de cerca. ¿Lo ve?
Will se inclinó hacia delante y vio la línea que el dedo del forense indicaba en la blanca carne.
– Esto es una cicatriz -añadió Russell.
– En la zona del riñón, ¿no?
– Yo diría que sí.
– Pero no puede ser de la noche del crimen, ¿verdad? Me refiero a que una cicatriz tarda tiempo en formarse.
Russell cubrió el cadáver por completo, se quitó los guantes de látex y se dirigió al lavamanos que había en el rincón.
– Bueno, desde luego es difícil estar seguro con tantos traumatismos en la piel y en las vísceras.
– Pero ¿cuál es su opinión profesional?
– ¿Mi opinión? Esa cicatriz tiene como poco un año, puede que dos.
Will notó que se le caía el alma a los pies.
– Por lo tanto, no pudo producirse la noche del asesinato. Los asesinos no se llevaron el riñón de Baxter.
– No. Me temo que no. Parece usted decepcionado, Will. Espero no haberle estropeado la historia.
«Pues sí que me la ha estropeado, idiota», pensó Will. Toda aquella cacería había sido en vano. Entonces se acordó de lo que Beth le había dicho por teléfono la noche anterior.
– Hay una última cosa que podría serme de ayuda. ¿Cree usted que podríamos comprobar los antecedentes médicos de Baxter?
Russell le soltó un sermón sobre la confidencialidad entre médico y paciente, pero no tardó en ceder y cuando volvieron a su despacho sacó el expediente.
– ¿Qué estamos buscando?
– La fecha en que extirparon el riñón a Baxter.
El forense empezó a revisar las páginas.
– Es extraño -dijo al final-, no hay registrada ninguna operación de riñón.
Will se acercó y recordó las palabras de Beth.
– ¿No hay nada acerca de problemas renales, ninguna enfermedad ni menciones de fallo de los riñones, de diálisis? ¿Nada?
Russell guardó silencio unos segundos. Luego, en tono de sorpresa, contestó:
– Pues no.
Will percibió que en esos momentos el forense y él tenían algo en común: ambos estaban igualmente perplejos.
– Y ese historial médico, ¿habla de alguna enfermedad en particular?
– Parece que tenía problemas en un tobillo como consecuencia de la guerra, la de Vietnam. Aparte de eso, nada. Yo había dado por sentado que era un paciente con problemas renales al que le habían extirpado un riñón. Este expediente está completo, y sin embargo no dice nada de ello. Me veo obligado a reconocer que estoy muy sorprendido.