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Pero Sanjay había encontrado una solución: su virus obtenía su arsenal de pruebas de distintas fuentes e incluso podía llevar consigo parte de ellas. Aún mejor: lo había programado para que desarrollara nuevas pruebas de vez en cuando, para que se mejorara a sí mismo. Lo que había conseguido era crear un mago capaz de renovar su abanico de trucos. Y «creación» era la palabra adecuada, porque Sanjay sabía que había creado una criatura viviente. Técnicamente hablando se trataba de un «algoritmo genético», un fragmento de codificación que era capaz de cambiar, de evolucionar.

Su virus variaría la lista de pruebas, incluso el método de distribución -a veces, a través del correo electrónico; a veces, a través de resquicios en los buscadores de la red-, mientras se extendía por el infinito universo que era internet. De ese modo, el virus se reproduciría a sí mismo, pero sus hijos no serían idénticos ni al virus original ni a ellos mismos; sino que mutarían, escogerían nuevas pruebas y hallarían nuevos métodos de propagación en múltiples fuentes del mundo virtual. Algunas de dichas fuentes serían servidores situados en los páramos desiertos de Europa del Este, algunas se encontrarían tras examinar los boletines de seguridad de las empresas donde la gente discutía las maneras de eliminar los mismos virus que Sanjay había desarrollado. Sí, se sentía orgulloso de su creación, que viajaba por todo el mundo, cambiando y mejorándose a sí misma de un millar de formas diferentes y consiguiendo de ese modo que fuera imposible de localizar y eliminar. Incluso suponiendo que no volviera a tocar nunca más un ordenador, era consciente de que había ajustado los parámetros de búsqueda lo suficiente para que el virus afectara solamente a los sitios escogidos. En cuestión de horas, todas las páginas web del mundo dedicadas a la pornografía infantil desaparecerían.

Reía porque sabía que la instrucción final que había programado en el virus también estaba surtiendo efecto. Todas las páginas que habían mostrado imágenes violentas o pornográficas de niños estaban siendo sustituidas por una única imagen: un dibujo de los años cincuenta, al estilo de Norman Rockwell, que mostraba a un niño sentado en las rodillas de su madre y bajo el cual había un simple mensaje de cuatro palabras: LEE A TUS HIJOS.

Sanjay se dirigió a casa sonriendo por su broma y por su hazaña. No era necesario que nadie supiera lo que había hecho. Él lo sabía, y con eso tenía suficiente. El mundo sería un lugar mejor.

Incluso de noche, Chennai era una ciudad ruidosa, tan estridente como cuando se llamaba Madrás. Quizá por eso, y porque su mente estaba borracha de éxito, no oyó los pasos que lo seguían. Quizá por eso no vio ni sospechó nada hasta que entró en el callejón que conducía a su casa, cuando notó que apretaban un pañuelo contra su cara y oyó sus propios gritos ahogados. Entonces notó una aguda punzada en el brazo y se deslizó hacia un sueño inconsciente.

Cuando la señora Ramesh halló a su único hijo muerto en el suelo, gritó lo bastante fuerte para que la oyeran a varias calles de distancia. No le sirvió de consuelo que su criatura -que alguna vez había soñado con «hacer algo por los niños» y que había sido asesinado antes de poder haber hecho nada- hubiera sido asesinada mediante una inyección al parecer indolora. La policía reconoció que estaba totalmente despistada en este caso y que nunca había visto nada parecido. No había señales de violencia ni, gracias a Dios, de abusos de ningún tipo. Además, estaba la extraña disposición del cuerpo, como si lo hubieran manejado con cuidado. «Dispuesto para descansar», había sido la frase del policía. «Debe de significar algo, señora Ramesh -le había dicho-. El cuerpo de su hijo estaba envuelto en una sábana púrpura. Y, como todo el mundo sabe, el púrpura es el color de los príncipes.»

Capítulo 12

Viernes, 6. 10 h, Seattle

Will sintió que palidecía y que la sangre desaparecía de su rostro. Tuvo la sensación de que la cabeza le daba vueltas y la sintió liviana. Releyó el mensaje de nuevo, buscando alguna pista, alguna indicación de que pudiera tratarse de una broma cruel. Comprobó que no fuera un spam, y que el «Asunto: Beth» no pudiera ser una coincidencia. Sin embargo, no halló nada que se lo confirmara. Buscó alguna firma al pie de la página, pero no vio ninguna. Sus manos sudaban cuando cogió el móvil. Fue a la letra «B» y pulsó «Beth», el primer nombre que aparecía.

«Por favor, contesta. Dios mío, déjame oír su voz.» El teléfono sonó y sonó. De repente, uno de los tonos fue más breve que los demás: la comunicación pasaba al contestador automático. «Hola, has llamado a Beth, si…» Will se derrumbó al oír aquella voz, al tiempo que un recuerdo afloraba en su mente. La primera vez que le pidió para salir fue a través de un mensaje que le dejó en el contestador: «A menos que te parezca totalmente inapropiado, me pregunto si te gustaría que fuéramos a cenar el martes por la noche». Lo de «totalmente inapropiado» fue su manera de asegurarse de que ella no estuviera comprometida.

La respuesta le llegó igualmente a través del contestador: «Hola, soy Beth McCarthy, y la respuesta es no. No me parece totalmente inapropiado que cenemos el martes por la noche. La verdad es que me encantaría». Will escuchó el mensaje una docena de veces cuando lo recibió. En esos momentos volvió a oírlo en su mente.

Interrumpió la llamada y marcó otro número. Sus dedos temblaban mientras conectaba con el hospital.

– Hola, póngame con Beth Monroe, por favor. Soy su marido.

Lo dejaron esperando con una melodía de Vivaldi y rezó para que cesara, para que la interrumpiera la voz de alguien que respondía y que ese alguien fuera Beth.

– Lo siento, señor -dijo finalmente una voz-, parece que no contesta. ¿Hay otro doctor que pueda ayudarle?

De repente, Will lo comprendió: tal vez hacía horas que Beth había desaparecido. Quizá había sido secuestrada en plena noche en su dormitorio. La última vez que habló con ella fue antes de las doce de la noche. Cabía la posibilidad de que los secuestradores hubieran irrumpido a las cinco o a las seis de la madrugada; incluso en ese mismo momento. El se hallaba al otro lado del continente y profundamente dormido cuando debería haber estado en casa, protegiendo a su mujer.

Volvió a leer el e-mail, y el corazón se le encogió al ver aquellas palabras. Intentó fijarse, concentrarse en el principio del mensaje, en aquellos extraños caracteres. Había algunos números, la fecha y la hora, que indicaba las 13. 37 h, de eso hacía ya muchas horas. Aquello no le aportó ninguna pista.

Desde luego, debía llamar a la policía; pero esa gente, esos cabrones ¡se mostraban tan decididos, que parecía que no dudarían en matar a Beth! Solo pensar en aquella palabra hizo que retrocediera. Lamentó al instante que se le hubiera ocurrido semejante idea, como si por ello fuera a hacerse realidad, y deseó no haberlo hecho.

En un instante de infantil necesidad se dio cuenta de que echaba de menos a su madre. Podía llamarla. En Inglaterra era inedia tarde. Escuchar su voz sería un consuelo, pero sabía que no lo haría. Ella se dejaría llevar por el pánico y era posible que sufriera un ataque de ansiedad. Además, no podía confiar en que no llamara a la policía o hablara con alguien que terminaría haciéndolo. La verdad era que se encontraba demasiado lejos para poder controlar a su madre, y su madre era una mujer que necesitaba que la controlaran. (Recordó entonces que esa palabra era de Beth. Era lógico que ella fuera una de las pocas personas que sabía cómo manejarla.)