Will sonrió para sus adentros ante aquella imagen: un hombre con unas manos fuertes como árboles conmoviéndose ante el canto de un coro de ángeles. Entonces notó las vibraciones. Cogió su Blackberry y vio que tenía un mensaje del despacho, de la sección de Local del diario: «Tienes trabajo. Brownsville, Brooklyn. Homicidio».
El estómago le dio un leve vuelco, una contracción en la que se combinaban los nervios y la emoción. Formaba parte de la lista de «polis de noche» de la sección de noticias locales de The New York Times, el tradicional bautismo de fuego para jóvenes promesas como él. Quizá estuviera destinado a convertirse en el corresponsal del diario para Oriente Próximo o en el jefe de la oficina de Pekín, incluso a llegar a lo más alto en la dirección; eso sí, primero tendría que aprender los rudimentos de la profesión. Así pensaban en el diario. «Tendrás mucho tiempo para ocuparte de golpes militares; pero antes debes aprender a cubrir una exposición floral -le había dicho Glenn Harden, el jefe de la sección de Local-. Tienes que aprender a conocer a la gente y eso puedes hacerlo aquí.»
Mientras el coro disfrutaba de la ovación, Will se volvió hacia su padre con expresión de disculpa y le mostró la Blackberry.
– El trabajo me llama -le dijo en voz baja mientras recogía el abrigo.
Aquella inversión de papeles le producía un extraño placer.
Tras años viviendo a la sombra de la deslumbrante carrera de su padre, ahora le tocaba a él atender la llamada del trabajo.
– Ten cuidado -le susurró su padre.
Una vez en la calle, Will paró un taxi. El conductor escuchaba las noticias en la NPR, y Will le pidió que subiera el volumen, a pesar de que no esperaba oír nada referente a Brownsville. Will lo hacía siempre que subía a un taxi, incluso en bares y comercios. Era un adicto a las noticias desde la adolescencia.
Se había perdido los titulares, y ya estaban dando las noticias internacionales. Decían algo sobre Inglaterra. Will aguzó el oído. Siempre lo hacía cuando oía cualquier noticia relacionada con el país que él seguía considerando su hogar. A pesar de que había nacido en Estados Unidos, sus años de formación, entre los ocho y los veintiuno, los había pasado en Gran Bretaña. Sin embargo, en ese momento, al oír que Gavin Curtis, el ministro de Economía, se hallaba en apuros, Will prestó aún más atención. Empeñado como estaba en demostrar al Times que su talento iba más allá de la sección de noticias locales y en que sus superiores se enteraran de que también había estudiado economía en Oxford, en su segundo día en el periódico, Will entregó una historia para el suplemento semanal. Incluso propuso un titular: «Se busca un banquero para el mundo». El Fondo Monetario Internacional andaba tras un nuevo presidente, y se decía que Curtis era el candidato mejor situado.
«Las primeras acusaciones han sido presentadas por un diario británico -decía la voz de la NPR- que asegura que se han encontrado irregularidades en las cuentas del Tesoro. Un portavoz del señor Curtis ha negado hoy cualquier indicio de corrupción.»
Will escribió una nota mientras un recuerdo acudía a su memoria y él lo descartaba rápidamente.
Tenía asuntos más urgentes de los que ocuparse. Se metió la mano en el bolsillo y cogió el móvil. Mandaría un breve mensaje a Beth, que había asimilado su británica afición a escribir. Con un pulgar que se había vuelto prodigiosamente veloz tecleó los números, que se convirtieron en letras:
¡Mi primer asesinato! Volveré tarde a casa. Te quiero.
No tardó en ver cuál era su lugar de destino. Unas luces rojas giraban silenciosamente en la oscuridad de aquella noche de septiembre. Pertenecían a dos coches de policía que estaban aparcados, morro contra morro, en punta de flecha, como si así pretendieran bloquear parte de la calle. Ante ellos habían levantado apresuradamente un cordón policial con cinta amarilla. Will pagó la carrera, se apeó del taxi y miró a su alrededor. Casas de apartamentos en decadencia.
Se acercó al cordón y una mujer policía fue hacia él para impedirle el paso con expresión aburrida.
– No se puede pasar, señor.
Will metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
– ¿Y a la prensa? -preguntó mientras mostraba lo que confiaba que fuera una sonrisa arrebatadora y enseñaba su recién estrenado carnet de periodista.
Apartando la vista, la agente le hizo un breve gesto con la mano para que pasara.
Will se deslizó bajo la cinta y se topó con un compacto grupo de una docena de personas. Periodistas.
«Llego tarde», pensó, irritado.
Uno de ellos era de su misma edad, alto, con el cabello increíblemente liso y un maquillaje anaranjado muy poco natural. Will estaba seguro de conocerlo, pero no recordaba de qué. Entonces vio el cable en espiral que salía de su oreja. ¡Claro! Carl McGivering, de la NY1, la cadena de noticias por cable 24 horas de la ciudad. Los demás eran mayores, y los ajados carnets de prensa que llevaban colgando del cuello revelaban su procedencia: Post, Newsday y diversos periódicos locales.
– Un poco tarde, novato -dijo el de aspecto más curtido, aparentemente el decano de la sección de Sucesos-. ¿Qué te ha entretenido?
Will había aprendido en su primer trabajo en el Bergen Record de New Jersey que una de las cosas que todo periodista novato tenía que aguantar eran las pullas de los veteranos.
– De todas maneras, no sufras -prosiguió el abuelo del Newsday-. No es más que otra versión de un asesinato de pandillas. Por lo que parece, los cuchillos se han puesto de moda últimamente.
– «Cuchillos. Las nuevas armas.» Podría ser un buen artículo para la sección de Moda -intervino el del Post provocando las risas del Club de Reporteros Veteranos, cuya reunión Will tenía la sensación de haber interrumpido. Sospechaba que aquello era una indirecta para darle a entender que él y su periódico eran demasiado delicados para ocuparse como era debido del negocio del crimen, que era cosa de machos.
– ¿Habéis visto el cadáver? -preguntó Will, seguro de que en la profesión existía un término que acababa de demostrar que no conocía. ¿«Fiambre», quizá?
– Sí. Justo allí -contestó el decano, indicando con un gesto de la cabeza los coches de la policía mientras se llevaba a los labios una taza de plástico llena de café.
Will se encaminó hacia el espacio entre los dos vehículos, una especie de claro hecho por el hombre en medio de la jungla urbana. Había un par de agentes que iban de un lado a otro tomándose las cosas con calma. Uno de ellos sostenía un sujetapapeles, pero no había ningún fotógrafo de la policía. Seguramente Will se lo había perdido.
Y allí, en el suelo, cubierto por una manta, yacía el cuerpo.
Will intentó acercarse para verlo mejor, pero uno de los agentes le cerró el paso.
– Lo siento, señor. A partir de aquí solo puede pasar el personal autorizado. Si tiene preguntas, hágaselas a IARP.
– ¿A IARP?
– ¿Le dicen algo las palabras «inspector adjunto de Relaciones Públicas»? -preguntó el agente como si estuviera hablando con un niño medio tonto que hubiera olvidado lo más elemental.
Will se maldijo por haber preguntado. Tendría que haberlo adivinado.
La IARP se encontraba al otro lado del cadáver, hablando con el tipo de la televisión. Will tuvo que dar la vuelta hasta situarse a un par de pasos del cuerpo del difunto Howard Macrae. Miró fijamente la manta, con la esperanza de adivinar el rostro que había debajo. Quizá la manta le revelara el perfil, como las máscaras de arcilla que utilizaban los escultores. Siguió observando, pero el gris y anodino cobertor no le dijo nada.