La IARP estaba lanzada:
– Suponemos que se trata, bien de un ajuste de cuentas entre los SVS y los Wrecking Crew, bien de un intento de las redes de prostitución de Houston de hacerse con el control del territorio de Macrae.
En ese momento pareció fijarse en Will; su expresión varió al instante y se volvió fría. Había echado el cierre, y Will captó el mensaje: aquella charla informal era solamente para Carl McGivering.
– ¿No podría darme algunos detalles? -preguntó Will.
– Se trata de un hombre, afroamericano. Cuarenta y tres años. Noventa y tantos kilos. Ha sido identificado como Howard Macrae, y fue hallado muerto a las ocho y veintisiete minutos de esta noche en la esquina de las avenidas Saratoga y St. Marks. La policía fue avisada por un residente del barrio que llamó al nueve-uno-uno tras tropezarse con el cuerpo cuando iba al 7Eleven. -La mujer hizo un gesto con la cabeza indicando la tienda-. Parece que la muerte se debió al seccionamiento de las arterías y a un paro cardíaco tras recibir varias puñaladas. El departamento de policía de Nueva York ha clasificado el caso de homicidio y no reparará en esfuerzos para sentar en el banquillo al culpable.
Su tono monocorde indicó a Will que se trataba de un mero formulismo, algo que todos los IARP estaban obligados a repetir. Sin duda lo había redactado un grupo de asesores externos, los mismos que seguramente habían escrito lo de «no reparará en esfuerzos».
– ¿Alguna pregunta?
– Sí. ¿Qué es esa historia de la prostitución?
– ¿Es confidencial?
Will asintió para indicarle que utilizaría todo lo que la IARP le dijera, pero sin atribuírselo a ella.
– Este hombre era un proxeneta conocido tanto por nosotros como por la gente del barrio. Era propietario de un burdel en Atlantic Avenue, cerca de Pleasant Place. Una casa de putas al viejo estilo: chicas, habitaciones, todo bajo un mismo techo.
– Vale. ¿Y qué hay de que lo encontraran en medio de la calle? ¿No es extraño que no intentaran esconder el cuerpo?
– Los asesinatos de bandas funcionan así. Como los tiroteos desde un coche, se hacen a campo abierto y nadie intenta ocultar el cuerpo; precisamente de eso se trata. Es un mensaje, y cuanta más gente se entere, mejor: «Lo hemos hecho nosotros, y nos importa una mierda que se sepa. También puede ocurrirte a ti».
Will lo anotó todo tan rápidamente como pudo, dio las gracias a la IARP y cogió el móvil. Habló con la sección de Local y les contó todo lo que tenía. Le dijeron que volviera al diario porque todavía estaban a tiempo de sacarlo en la edición del día siguiente. No necesitaban más que unos pocos párrafos. A Will no le sorprendió. Llevaba leyendo The New York Times el tiempo suficiente para saber que aquello no era precisamente material de portada.
Lo que no dijo a nadie de la sección, ni a la IARP ni a ninguno de los reporteros presentes fue que aquel era el primer caso de asesinato que cubría. En el Bergen Record, esos asuntos escaseaban y por lo tanto no caían en manos de novatos como él. Era una lástima, porque había un detalle que le llamó la atención pero que se quitó de la cabeza casi al instante. Los demás colegas estaban demasiado hastiados para haberse fijado, pero Will lo había visto. El problema fue que pensó que se trataba de rutina.
En aquel momento no lo sabía, pero estaba lejos de serlo.
Capítulo 3
Sábado, 00. 30 h, Manhattan
Will se hallaba en su oficina. pulsó en el teclado «Enviar», se echó hacia atrás en la silla y se estiró mientras miraba a su alrededor. Era pasada la medianoche, y la mayoría de las mesas estaban vacías. Tan solo quedaba el personal de la sección nocturna, que cortaba, montaba, reescribía y terminaba el producto que unas horas después se desplegaría en miles de mesas de todo Manhattan a la hora del desayuno.
Se levantó y dio una vuelta por la redacción, estimulado por la combinación de adrenalina y alivio que experimentaba cada vez que terminaba un artículo. Paseó mientras lanzaba miradas de curiosidad hacia las mesas de sus colegas, iluminadas por el resplandor de los monitores que emitían sin sonido las noticias de la CNN.
La redacción era una planta diáfana; el sistema de particiones distribuía las mesas en grupos de cuatro. Como recién llegado que era, la suya se encontraba en un rincón. La ventana más próxima daba a un muro de ladrillo: la parte trasera de uno de los teatros de Broadway, donde colgaba el descolorido cartel de uno de los musicales que llevaba más tiempo representándose en la ciudad. Al lado tenía a Terry Walton, el antiguo director de la oficina de Delhi, que había regresado a Nueva York envuelto en una especie de oscura bruma. Will todavía no había averiguado la naturaleza de la falta. Sobre la mesa de Walton solo había unos pulcros montones de hojas alrededor de una solitaria libreta de notas. Su caligrafía era tan densa y pequeña que resultaba ilegible a no ser que se estuviera muy cerca. Will sospechaba que se trataba de algún mecanismo de seguridad ideado por su colega para que los fisgones no metieran las narices en su trabajo. No obstante, Will todavía tenía que averiguar por qué alguien cuyo destierro a la sección de Local significaba que difícilmente trabajaría en historias que pudieran afectar a la seguridad nacional se preocupaba por tomar tantas precauciones.
El siguiente era Dan Schwartz, cuya mesa estaba abarrotada. Era periodista de investigación, y apenas tenía espacio para la silla, puesto que el suelo estaba ocupado por montones de cajas de cartón. Los papeles caían unos sobre otros. Incluso la pantalla de su ordenador resultaba casi invisible por culpa de la cantidad de Post-it que había pegados alrededor.
La mesa de Amy Woodstein no era ni tan pulcra como la de Walton ni tan caótica como la de Schwartz, pero estaba desordenada como correspondía a una mujer que trabajaba ajustándose a sus muy particulares fechas límite: siempre corriendo para relevar a la niñera, o dejar o recoger a cualquiera de sus niños en la guardería. Amy utilizaba el panel divisorio para clavar en él no papeles, como Schwartz, ni viejas postales, como Walton, sino fotos de su familia. Sus hijos tenían el pelo rizado y mostraban amplias sonrisas. Aparecían casi siempre cubiertos de pintura.
Will regresó a su escritorio. Todavía no había encontrado la valentía necesaria para personalizarlo. En el tablero seguían pinchadas las notas de la empresa que encontró al llegar. Vio que la luz de su teléfono parpadeaba. Tenía un mensaje:
«Hola, cariño. Ya sé que es tarde, pero todavía no tengo sueño. Se me ha ocurrido una idea divertida, de modo que llámame cuando acabes. Es casi la una. No tardes».
Will se animó al instante. Hasta ese momento pensaba que lo único que lo aguardaba era entrar de puntillas en su apartamento y comer un triste cuenco de cereales antes de meterse en la cama. ¿Qué se le habría ocurrido a Beth?
La llamó.
– ¿Cómo es que sigues levantada?
– No lo sé. ¿Quizá porque es el primer asesinato del que se encarga mi marido? Puede que se deba a todo lo que está ocurriendo. Sea lo que sea, no puedo dormir. ¿Te apetece que nos tomemos unos bagels [1]?
– ¿Cómo? ¿Ahora?
– Sí. En la cafetería del Carnegie.
– ¿Ahora?
– Cogeré un taxi.
A Will, la idea del Carnegie le gustaba más incluso que su realidad. Una cafetería que nunca dormía, donde los comediantes más veteranos de Broadway y las chicas del coro recién llegadas se reunían para comer un último sándwich tras el espectáculo, mientras leían las primeras ediciones de los diarios de la mañana, buscaban entre sus páginas las noticias de sus últimos éxitos o fracasos, y les llenaban una y otra vez las tazas con humeante líquido negro, ¡le parecía que resumía la esencia de Nueva York! Le gustaba que las camareras parecieran hastiadas y que la gente se amontonara y tuviera que hacer cola. Aquello confirmaba lo que él sabía que solo era una fantasía de los turistas. De todas maneras, sospechaba que aquello se acababa: al fin y al cabo, llevaba cinco años viviendo en Estados Unidos. Aunque tampoco podía pretender considerarse un nativo.