»Marie se ha quedado anonadada, ha cogido la rosa, le ha dado las gracias con voz quebrada y se ha ido corriendo al cuarto de baño para llorar a moco tendido. Todos los que han visto lo que ha hecho el chico, las enfermeras y el resto del personal, se han emocionado. Entonces, yo he salido y me he encontrado con el panorama, y con ese chico que de repente parecía lo que realmente es, un niño pequeño que no sabe exactamente qué ha hecho. Y eso ha sido lo que me ha convencido de que es sincero, porque no parecía satisfecho de su acción, como alguien que lo hubiera calculado y dijera: "¡Eh, mirad lo que acabo de hacer!".
»Hasta ese momento, yo solo había visto a ese chico como un caso perdido. Ya sé, ya sé, yo antes que nadie debería ser la primera en no poner etiquetas. -Hizo un gesto dibujando unas comillas en el aire con los dedos mientras decía: "etiquetas", parodiando a la gente que hacía ese gesto-. Pero si soy sincera he de reconocer que para mí no era más que un gamberro desagradable que no me gustaba en absoluto. Y de repente va y tiene ese gesto tan auténtico. Ya sabes a qué me refiero, a un simple acto de bondad.
Beth calló, y Will no dijo nada por si ella quería añadir algo más. Al final fue Beth la que rompió el silencio.
– En fin, no sé -dijo en un tono que daba a entender que el asunto quedaba zanjado.
Charlaron un rato más de los acontecimientos del día, y Will se inclinó varias veces para besarla esperando en cada ocasión que ella repitiera su juego de antes con la lengua, pero Beth no lo complació. Cuando ella se estiraba, Will veía la curva de su espalda y el borde de la ropa interior entre la piel y los vaqueros. Le encantaba contemplar a Beth desnuda, pero verla en ropa interior lo ponía como una moto.
– La cuenta, por favor -pidió, impaciente por llevarla a casa.
Mientras salían, deslizó la mano por debajo de la camiseta y la bajó hacia el pantalón. Ella no se lo impidió. Lo que Will no sabía era que reviviría esa sensación en sus manos y en su cabeza un millar de veces antes de que la semana acabara.
Capítulo 4
Sábado, 8. 00 h, Brooklyn
Esta es la edición del fin de semana, titulares de la mañana: los propietarios de viviendas podrán beneficiarse de la subida de un cuarto de punto de los tipos decidida por la Reserva Federal. El gobernador de Florida declara algunas "zonas catastróficas" tras el paso de la tormenta tropical Alfred. Un escándalo al estilo británico. Pero antes las noticias…»
Eran las ocho de la mañana, y Will a duras penas estaba despierto. Él y Beth se habían dormido pasadas las tres de la madrugada. Con los ojos cerrados alargó el brazo hacia donde se suponía que debía estar su mujer. Tal como imaginaba, ni rastro de ella. Ya se había marchado. Beth trabajaba en una clínica un sábado de cada cuatro, y aquel era uno de ellos. El vigor de la joven lo sorprendía; además, sabía que los niños y sus padres nunca tendrían la menor idea de que la psiquiatra que los atendía estaba haciendo horas extra: cuando Beth estaba con ellos era a pleno rendimiento.
Will se arrastró fuera de la cama y se dirigió hacia la mesa del desayuno. No le apetecía comer nada, lo que quería era ver el periódico. Beth le había dejado una nota: «Buen trabajo, cariño. Hoy es un día importante. Esta noche lo celebraremos por todo lo alto». Y también la sección de noticias locales abierta por la correspondiente página B3.
Will pensó que podría haber sido peor.
El titular que encabezaba una docena de párrafos decía: ASESINATO EN BROWNSVILLE RELACIONADO CON LA PROSTITUCIÓN. Debajo estaba su firma. Cuando empezó en el periodismo -de hecho fue durante su estancia en Oxford, como colaborador de Cherwell, la gaceta de los estudiantes- tuvo que tomar una decisión: ¿firmaría como William Monroe Jr. o simplemente como Will Monroe? El orgullo le dictó que tenía que ser él mismo, por lo que firmaría con su nombre: Will Monroe.
Echó una ojeada a la primera página de Local y al resto del periódico para comprobar quién de sus nuevos colegas -y por lo tanto rivales- iba en ascenso. Se fijó en sus nombres y fue a ducharse.
Una idea empezó a tomar cuerpo en su cabeza, una idea que fue creciendo y haciéndose más fuerte tras vestirse y salir a la calle, donde jóvenes parejas paseaban a sus hijos recién nacidos o disfrutaban de un desayuno en Court Street. Cobble Hill estaba llena de gente como él y Beth: jóvenes profesionales de entre veinte y treinta años que habían transformado una típica zona de Brooklyn en una pequeña comunidad que era un paraíso para yuppies. Mientras se dirigía hacia la parada de metro de Bergen Street, Will reparó en que andaba más deprisa que los demás. Para él también era un fin de semana de trabajo.
Una vez en la redacción, fue directamente a ver a Harden, que estaba repasando las páginas de The New York Post a una velocidad que denotaba disgusto.
– Oye, Glenn, ¿qué te parecería un trabajo? -le propuso-. Un reportaje titulado: «Anatomía de un asesinato: la verdadera naturaleza de las estadísticas del crimen».
– Te escucho.
– Ya sabes, algo del estilo: «Howard Macrae puede parecer otro breve perdido entre las noticias, una víctima más del crimen de Nueva York, pero ¿cómo era? ¿Qué vida llevaba? ¿Por qué lo asesinaron?».
Harden dejó de pasar las páginas y alzó la mirada.
– Will, no soy más que un tipo que vive en el extrarradio y cuyo mayor problema consiste en llevar puntualmente a dos hijas al colegio todas las mañanas. -Aquello no era ninguna metáfora, era la realidad-. ¿Por qué va a interesarme la muerte de un proxeneta de Brownsville?
– Tienes razón. No es más que otro nombre en la lista de la policía; pero ¿no crees que a nuestros lectores les gustaría saber qué ocurre realmente cuando alguien muere asesinado en esta ciudad?
Will vio que Harden no acababa de decidirse; andaba escaso de reporteros: era el Año Nuevo Judío, y eso, en The New York Times, significaba que la plantilla se hallaba muy disminuida, particularmente en fin de semana. El diario tenía a muchos judíos en nómina, y la mayoría de ellos tomaba vacaciones para respetar aquella fiesta religiosa. Además, tampoco deseaba admitir que por culpa de la rutina ya no le interesaba ni siquiera un asesinato.
– Te diré qué haremos -contestó Harden-. Haz unas cuantas llamadas. Mira a ver qué puedes averiguar. Si consigues algo, lo hablaremos.
Will pidió al taxista que esperara. Durante las siguientes horas necesitaría poder moverse, y eso significaba disponer de un coche. Además, para ser sincero, notar cerca la presencia del vehículo hacía que se sintiera más seguro. En aquellas calles no deseaba dar la impresión de que estaba solo.
Sin embargo, al cabo de unos pocos minutos empezó a preguntarse si el trayecto había valido la pena. El agente Federico Penelas, que había sido el primer policía en presentarse en la escena del crimen, se mostraba reacio a que lo entrevistaran y se limitaba a contestar con monosílabos.
– ¿Se produjo algún tipo de barullo cuando usted llegó?
– No.
– ¿Quién había?
– Solo una o dos personas. La mujer que nos avisó.
– ¿Habló usted con ella?
– Solo anoté los detalles de lo que había visto y le di las gracias por haber llamado a la policía. -A Will aquello le sonaba nuevamente a frases aprendidas.
– ¿Figura entre sus obligaciones cubrir a la víctima con una manta?
Penelas sonrió por primera vez. Su expresión era más burlona que agradable. «No tienes ni idea.»
– Aquello no era una manta de la policía. La policía utiliza bolsas con cremallera. El tipo ya tenía la manta encima cuando yo llegué.
– ¿Quién se la puso?
– Ni idea. Supongo que la persona que lo encontró, imagino que por respeto o decoro. Por la misma razón que les cierran los ojos a los muertos. La gente hace esas cosas porque las ha visto en las películas.