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Todas las prostitutas le contaron la misma historia:

– Mire, señor, ¿qué voy a decirle que no le hayan dicho ya las otras de por aquí? Ese tío vendía sexo. Eso era lo que hacía. Cobraba el dinero, nos daba una parte y se quedaba con el resto.

Howard parecía un proxeneta satisfecho. El prostíbulo formaba parte de sus dominios, y estaba claro que era un anfitrión simpático y afable. Will se enteró incluso de que por las noches ponía la música a tope y bailaba.

Era ya entrada la tarde cuando Will encontró lo que llevaba todo el día buscando: alguien que de verdad lamentaba la muerte de Howard Macrae. Se había puesto en contacto con los de la funeraria, que estaban esperando que les enviaran el cuerpo desde el depósito de cadáveres de la policía, y fue en taxi hasta allí, un establecimiento tan desvencijado que resultaba deprimente incluso para aquel barrio. Will se preguntó de cuántos asesinatos como aquel se ocuparían.

Solo estaba la recepcionista, una joven mujer negra con las uñas más largas y extravagantemente pintadas que Will había visto en su vida. Eran la única nota de color que había en todo el lugar. Él le preguntó si alguien, algún pariente, se había puesto en contacto con la funeraria para organizar el funeral de Howard Macrae, pero resultó que no. La recepcionista tenía la impresión de que el difunto carecía de familia. Will contuvo su impaciencia; necesitaba reunir más detalles personales, añadir más color, para que su artículo consiguiera salir publicado, de modo que insistió. ¿Nadie los había llamado para el asunto de Macrae, nadie en absoluto?

– Oh, ahora que lo menciona -contestó la chica de las uñas pintadas-, una mujer llamó a la hora de comer para preguntar cuándo iba a ser el funeral. Quería presentarle sus respetos.

La joven encontró una nota donde había apuntado los datos, y Will llamó desde allí mismo. Cuando respondió una voz de mujer, él le dijo que telefoneaba de la casa de pompas fúnebres y que deseaba hablar con ella acerca de Howard Macrae.

– Puede venir ahora, si quiere -respondió la mujer.

De vuelta en el taxi, Will cogió la Blackberry y envió rápidamente un correo electrónico a Beth. Aquellos mensajes electrónicos tenían su propia lógica: durante el día, cuando sabía que su mujer tenía cerca una terminal de ordenador, utilizaba la Blackberry; por las noches, cuando no era así, escribía un mensaje de texto.

Necesito un curso acelerado de psicología: voy a entrevistar a una mujer que conocía a la víctima. Le he hecho creer que trabajo para la empresa de pompas fúnebres. Tendré que confesarle la verdad. ¿Cómo lo hago para que no se enfade y me eche a patadas de su casa? Necesito tu respuesta lo antes posible porque estoy a punto de llegar.

Besos, Will.

Esperó, pero no recibió ninguna respuesta.

Oscurecía cuando Will llamó con los nudillos en la puerta de rejilla. Una mujer se asomó a la ventana del piso superior. Will calculó que tendría unos cuarenta años. Era negra y atractiva, y sus cabellos alisados tenían tintes rojizos.

– Ahora bajo -dijo.

Al abrirle la puerta, la mujer se presentó como Letitia, pero no quiso decirle su apellido.

– Me llamo Will Monroe, y le presento mis disculpas. -Will empezó a explicarle que aquel era su primer artículo importante y que si le había mentido había sido porque estaba desesperado por no decepcionar a sus jefes, pero enseguida se dio cuenta de que ella no decía ni hacía nada. No lo estaba poniendo de patitas en la calle, simplemente lo escuchaba con expresión sorprendida. Al final, Will le soltó una de las muchas frases preparadas que guardaba en la recámara-: Escuche, Letitia, puede que esta sea la única manera de que se conozca la auténtica verdad sobre Howard Macrae.

Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que no hacía falta. Letitia parecía encantada de tener la oportunidad de explayarse. Le hizo un gesto para que pasara y lo condujo hasta una sala de estar repleta de juguetes de niño.

– ¿Era usted pariente de Howard? -le preguntó Will.

– No. -Letitia sonrió-. Solo vi a ese hombre una vez.

«"Ese hombre" -pensó Will-. Bueno, allá vamos. Ahora sí que vas a enterarte de la verdadera basura que era el tal Macrae.»

– Pero una vez fue suficiente -añadió la mujer.

Will notó que su entusiasmo aumentaba.

«Puede que esta mujer conozca algún secreto acerca de Macrae lo bastante oscuro para que pueda explicar su asesinato. Si es así, iré por delante de la policía.»

– Y eso ¿cuándo fue?

– Hace casi diez años. Mi marido, que está a punto de llegar, se hallaba en la cárcel. -La mujer vio la expresión de Will-. No, no había hecho nada. Era inocente. Pero yo no tenía dinero para pagar la fianza. Pasaba una noche tras otra en la celda y yo no podía soportarlo. Empezaba a desesperarme. -Levantó la mirada y observó a Will con la esperanza de que hubiera comprendido el resto y no tuviera que detallárselo con palabras-. Por aquí solo hay dos maneras de conseguir dinero rápidamente, o vender drogas o… Bueno, ya sabe.

Al final, Will lo entendió.

– O ir a ver a Howard, claro.

– Exacto. Me odié a mí misma solo por pensarlo. Verá, señor Monroe, yo crecí cantando en el coro de la iglesia.

– Puede llamarme Will. Lo entiendo perfectamente.

– Me habían educado correctamente, pero tenía que sacar a mi marido de la cárcel, de modo que… fui a ver a Howard.

Sin desviar la mirada, Will anotó: «Ojos brillantes».

– Estaba dispuesta a vender la única cosa que tenía -sus ojos se estaban llenando de lágrimas-, pero ni siquiera pude entrar. Me quedé escondida entre las sombras, dudando, hasta que Howard me descubrió. Creo que estaba barriendo, tenía una escoba en la mano. Me preguntó qué deseaba, ya sabe, en plan «¿En qué puedo ayudarla?». Yo le conté lo que me pasaba y por qué necesitaba el dinero. No quería que pensara que…, bueno, ya sabe. Entonces, aquel hombre al que no conocía de nada hizo la cosa más extraña del mundo.

Will se inclinó hacia delante.

– Dio media vuelta y entró en lo que parecía ser su habitación, y, sin más, empezó a deshacer la cama.

– ¿A deshacer la cama?

– Exactamente. Al principio, yo estaba asustada. No sabía qué pensaba hacer conmigo. El hombre hizo un montón con todos los cobertores y las mantas. Luego, fue hacia la mesilla de noche, desenchufó el reproductor de CD, se quitó el reloj y lo echó todo al montón. Entonces empezó a trasladar sus cosas; tuvo que quitarme de en medio. Su cama era de las buenas, con un magnífico colchón grueso y pesado, pero él lo arrastró hasta sacarlo fuera. A continuación fue a su camioneta, un viejo trasto hecho polvo, la abrió y comenzó a cargar el colchón y todo lo demás Se lo juro, yo no tenía idea de qué pensaba hacer aquel hombre. Al final, se puso al volante, bajó la ventanilla y me dijo que me reuniera con él a la vuelta de la manzana, en la esquina de Fulton Street. «Nos vemos ahí dentro de cinco minutos», me dijo.

»Yo estaba estupefacta, pero di la vuelta a la manzana como él me había indicado. Vi su camioneta. Estaba aparcada delante de una tienda de empeños. Y allí estaba Howard Macrae, dando instrucciones mientras unos tipos descargaban todo y el propietario le entregaba dinero en metálico. Lo siguiente que hizo Macrae fue entregarme los billetes.

– ¿A usted?

– Exacto. A mí. Fue la cosa más rara del mundo. Podría haberse contentado con darme una parte, pero no. Insistió en hacer aquel sacrificio, como si hubiera vendido todas sus posesiones de este mundo o algo así. Nunca en la vida olvidaré lo que me dijo al entregármelo: «Aquí tiene el dinero. Ahora vaya, saque a su marido de la cárcel y no se convierta en prostituta». Cogí el dinero y le hice caso: pagué la fianza y nunca vendí mi cuerpo, jamás. Y todo gracias a ese hombre.

Se oyó un ruido en la puerta de entrada. Will se volvió y oyó unas voces que se acercaban: las de tres o cuatro niños y la de un hombre.