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Pero ¿y si aceptaba la existencia de aquellos lamadvavniks solo para seguir esa argumentación? Se abría una nueva línea de reflexión. Hasta ese momento, su único interés en desentrañar aquella extraña leyenda había sido para que lo condujese hasta su esposa; pero al reflexionar sobre aquella nueva idea sus manos empezaron a sudar. Si aquel mito tenía algún fundamento, la persecución de aquellos hombres justos no era solo un crimen cruel, sino que también acarrearía el desastre para el mundo. Por primera vez comprendió el sentido de las palabras que el rabino Freilich le había dicho por teléfono la noche anterior: «Su esposa es importante para usted, señor Monroe, desde luego que lo es, pero el mundo, la creación del Todopoderoso, me importa a mí».

«Treinta y seis», se dijo Will. ¡Eran tan pocos! Solo treinta y seis personas en todo el planeta contra, ¿cuántas?, ¿seis mil millones? Ya habían muerto cuatro. De eso estaba seguro. ¿Significaba eso que había otras treinta y dos personas repartidas por el mundo que ya habían muerto o que estaban a punto de morir sin que nadie se diera cuenta?

Se acordó de nuevo de su conversación con el rabino Freilich: «Una historia muy antigua se está desarrollando, algo que la humanidad ha temido durante siglos». Así pues, eso era lo que significaba, la antigua historia era la de los treinta y seis hombres justos, la leyenda de los lamad vav, y el desenlace que todos temían era ni más ni menos el fin del mundo.

Por otra parte, Will se dio cuenta de que la persona que les había estado enviando los mensajes conocía aquella historia. Mientras el rabino Mandelbaum se levantaba para coger otro libro, Will echó una rápida ojeada a su móvil y releyó el último mensaje que había recibido. Un poema de cuatro versos:

SOLO HOMBRES SOMOS, Y EN NÚMERO ESCASO

DESCRIPTIBLES EN DÍGITOS DE DOS;

NOS DIVIDIMOS SI ESTOS MULTIPLICAMOS,

SI PERECEMOS, ENTONCES TODO LO DEMÁS DEBE MORIR.

«Hombres justos… descriptibles en dígitos de dos.» Las dos cifras eran 3 y 6. «Si estos multiplicamos…» Tres veces seis daba dieciocho: la mitad de treinta y seis: «… nos dividimos». El resto del texto se entendía: «Si perecemos, entonces todo lo demás debe morir».

Will intentó contenerse. Deseaba sacar su libreta de notas y empezar a poner orden en toda aquella información. No obstante, todavía le quedaba alguna pregunta.

– Esos treinta y seis hombres, ¿son todos judíos?

– Normalmente, en la tradición hasídica, los tzaddikim son judíos, pero aquí estamos hablando más de sociología que de teología. ¿A quién más conocían aquellos yidden? Solo a judíos. Ese era todo su mundo. En los escritos rabínicos primitivos hay distintos puntos de vista sobre la identidad de los tzaddikim. Algunos creían que todos vivían en el territorio de Israel; otros, que algunos vivían fuera; unos terceros opinaban que los hombres justos provenían de los goyim, de los gentiles. No hay una opinión unánime. Podrían ser todos judíos, no judíos o una mezcla de ambos.

– Pero ¿siempre se trataría de hombres?

– Siempre. En ese punto las fuentes son unánimes. No hay duda, los lamadvavniks son hombres.

TC leyó los pensamientos de Wilclass="underline" «Entonces, ¿por qué retienen a mi mujer?».

Lo cierto era que Will se sentía decepcionado. Desde que el rabino había empezado a hablar, él no había dejado de buscar el camino que lo condujera hasta Beth y su secuestro. Incluso antes de haber ido allí ya había aceptado que existía una conexión entre Baxter y Macrae, pero no había podido establecer un vínculo con su esposa. Aquella teoría de los treinta y seis se le antojaba extraña y descabellada, por no decir totalmente loca, pero, a su modo de entender, explicaba la forma de pensar de los hasidim. Quizá por alguna falsa razón habían creído que Beth era uno de aquellos justos, pero no era posible, porque pertenecía al otro sexo. Estaba tan confuso como al principio.

Una nueva pregunta acudió a su mente, y la formuló de inmediato:

– ¿Y quién podría desear tal cosa, me refiero al fin del mundo?

– Solo los que son esclavos del Sitra Achra.

Will frunció el entrecejo, perplejo, y el rabino Mandelbaum comprendió que debía explicarse mejor.

– Lo siento. Lo había olvidado. El Sitra Achra significa literalmente «el otro lado». Es la frase que se usa en la cábala para referirse a las fuerzas del mal. Por desgracia, estas se hallan presentes a nuestro alrededor, todos los días, en todo lo que nos rodea.

– ¿Es parecido al diablo, o a Satanás?

– No. No exactamente, porque el Sitra Achra no es una fuerza externa a la que podamos culpar de las cosas que van mal. El poder del Sitra Achra deriva de las acciones de los seres humanos. Me temo, señor Monroe, que no es Lucifer el que trae las tinieblas a este mundo, sino nosotros.

– Pero ¿por qué iban a desear las personas creyentes hacer algo semejante, matar a los hombres justos?

– No llego a imaginar el motivo. Verá, nosotros, los judíos, solemos decir que quien salva una vida salva al mundo entero. Por lo tanto, matar a una persona es un crimen gravísimo, el peor. Y matar a un tzaddik sería una profanación aún mayor del nombre del Todopoderoso. ¿Matar a más de uno, matarlos a todos? No puedo imaginar tanta maldad.

– ¿No hay ningún motivo que se le ocurra?

– Supongo que podría ser concebible que alguien deseara poner a prueba sus creencias hasta el límite, para ver si es cierto que los lamad vav mantienen el universo. Cuando los lamad vav hayan desaparecido, cuando ya no estén entre nosotros, entonces lo sabremos, ¿no es cierto?

– Pero también podría ser que alguien lo creyera ya, que lo creyera hasta el punto de desear el fin del mundo.

En el silencio que siguió, Will se sorprendió por algo en lo que había reparado a medias pero en lo que no había pensado a fondo hasta entonces: tratándose de alguien al que acababan de dar semejantes noticias, el rabino Mandelbaum permanecía extrañamente tranquilo, sentado en su silla, hojeando sus libros, como si se tratara de un asunto puramente teórico.

Fue este quien leyó entonces en la mente de Will.

– De todas maneras, eso es algo que nadie podría hacer -dijo el anciano, suspirando y acomodándose en la silla-, porque nadie sabe ni ha sabido nunca quiénes son los lamad vav. Ese es su mayor poder.

Will se avergonzó al darse cuenta de que aquello era en lo único en lo que no había pensado. Treinta y seis personas repartidas por todo el mundo y viviendo en el más completo anonimato. ¿Quién iba a descubrirlas? Aunque, por otra parte, ¿cómo habían dado con Baxter y Macrae?

– El tzaddik vive oculto, a veces incluso para sí mismo. Es posible que ni siquiera tenga conciencia de lo que realmente es. Y si un hombre no sabe qué es, ¿quién más puede saberlo?

– Por lo tanto, ¿nadie puede tener idea de quiénes son esos treinta y seis? No existe ninguna lista secreta, ¿no es eso?

El rabino parpadeó.

– No, señor Monroe. No existe tal lista. Tova Chaya, ¿puedes pasarme el libro del Rebbe Yosef Yitzhok que hay detrás de ti?

Will se sorprendió. Desde que había entrado en aquella habitación había oído pocos nombres que le sonaran, pero aquel le era conocido. TC vio su expresión y le susurró una explicación:

– Es el nombre del anterior Rebbe. A Yosef le pusieron ese nombre en su honor. Murió hace unos cincuenta años.

– Muy bien -dijo Mandelbaum recostándose en su asiento-, esto es una especie de autobiografía del Rebbe. Aquí describe a los tzaddikim como si formaran una especie de sociedad secreta. No se refiere a ellos directamente como los lamadvavniks, pero habla de ellos. Según él, estas personas, situadas en ciudades distintas, fueron las fundadoras de los hasidim. -Apartó la vista del libro y cerró los ojos como si estuviera leyendo dentro de sus párpados; Will supo que andaba buscando algo en los meandros de su memoria-. También estaba el gran rabino Leib Sorres, en el siglo dieciocho. Se dice de él que estaba en contacto con los hombres justos que se ocultaban, y que se aseguraba personalmente de que tuvieran sopa y alimentos. Se decía lo mismo de Baal Shem Tov, el fundador reconocido de los hasidim. -Abrió los ojos-. Pero son excepciones; por lo general, se da por sentado que los tzaddikim que se mantienen en el anonimato permanecen en él. Circulan algunas historias de tzaddikim que han estado a punto de tropezar el uno con el otro, y se supone que un hombre justo tendría la sabiduría suficiente para reconocer a otro; ya sabe, de algún modo vería su aura. -El rabino dejó entrever una sonrisa, la misma sonrisa traviesa que Will ya había visto y que procedía del joven que aquel anciano alguna vez había sido-. Por lo general, esa gente se mantiene alejada de los demás, alejada entre ellos y del resto de nosotros.