– ¿Y cómo podría alguien localizarlos?
– Vaya, esa es la clase de pregunta que Tova Chaya solía hacer, una pregunta que el rabino Mandelbaum no sabe responder. -Ambos intercambiaron una sonrisa, como el abuelo que mira a su nieta favorita-. Ojalá lo supiera, señor Monroe, pero no lo sé. Para averiguarlo deberá hablar con otros que han penetrado en los secretos más íntimos de la cábala.
Will se dio cuenta de que el rabino se estaba fatigando; no obstante, no quería dar por terminada la conversación. En la última media hora había conseguido más respuestas que en las cuarenta y ocho horas previas. Por fin no solo comprendía el alud de pistas que le habían llegado en forma de mensajes de texto, sino que además tenía una perspectiva más amplia de la historia antigua que se estaba desarrollando. Sin duda, aquel anciano debía de tener la llave del motivo del secuestro de Beth. Si pudiera pensar en la pregunta adecuada…
Se oyó un zumbido y la vibración de un móvil. TC, acostumbrada a llevar pantalones militares, parecía desconcertada por ir vestida con una falda larga y sin bolsillos, no sabía dónde buscar, hasta que al final se acordó de que había tomado prestado uno de los bolsos de Beth. Murmurando una disculpa, salió de la habitación para contestar la llamada.
Will se esforzaba por entender todo lo que acababa de escuchar: las descabelladas teorías sobre el fin del mundo y los espantosos avisos de un cataclismo anunciado. Se llevó las manos a la cabeza. ¿En qué se había metido?
De repente, notó una mano en el hombro.
– Es algo terrible que un hombre se quede sin su esposa. Hace tres años que la señora Mandelbaum murió, pero yo sigo adelante con mi vida. Continúo estudiando y orando; pero de vez en cuando sigo soñando con ella por las noches.
Will notó que sus ojos se llenaban de lágrimas. Para no dejarse llevar por la emoción, carraspeó y se dispuso a formular una pregunta. No sabía si lo ayudaría a encontrar a Beth, pero deseaba saber tanto como fuera posible.
– ¿Qué se considera como bueno, cuáles son esas buenas acciones que definen a un hombre justo?
– No creo que sea tan simple como eso. Hay que pensar en el alma de un tzaddik, un alma de tal pureza, de tal bondad, que no puede evitar manifestarse. Las obras no son más que la manifestación externa de la bondad que anida en su interior. -El rabino empezó a levantarse de la silla como si fuera a iniciar una nueva expedición en busca de un libro-. El texto fundamental de los hasidim es el Tanya. En ese libro hay una definición del tzaddik según la cual en cada persona conviven dos almas, un alma animal y un alma divina. El alma divina es donde radica nuestra conciencia, la necesidad de hacer el bien, nuestro deseo de aprender y estudiar. En el alma animal se encuentran nuestros apetitos de comida, bebida y sexo. Todo esto proviene de nuestra alma animal.
Ahora bien, normalmente estas dos almas se hallan enfrentadas. Una buena persona intenta con todas sus fuerzas controlar su alma animal, mantener a raya sus deseos y no ceder a las tentaciones. Eso es lo que significa ser una buena persona en el sentido normal del término: ¡luchar! -Mostró una arrugada sonrisa, como si reconociera la fragilidad del ser humano-. Pero un tzaddik es diferente, un tzaddik no se limita a aplacar su alma animal, sino que la transforma. Cambia su alma animal en algo más y la convierte en una fuerza al servicio del bien; como si dijéramos que de repente funciona con dos motores en vez de con uno. Es como si tuviera dos almas divinas. Eso le confiere un poder especial y lo faculta para salvar el mundo.
– ¿Y con un solo acto sería suficiente?
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, supongamos que un hombre ha realizado un acto de suprema bondad, ¿sería ese acto suficiente para que pudiéramos decir de él que es un tzaddik?
– ¿Tiene usted algún ejemplo en mente? Mi respuesta es que puede que a nosotros nos parezca que el tzaddik ha realizado solo un acto de bondad, pero recuerde que esos hombres ocultan su santidad. Los cierto es que puede que ese acto sea el único del que nosotros tenemos constancia.
– ¿Y qué tipo de acto sería ese?
– Ah, esa es una buena pregunta. ¿Sabe? En esa historia del rabino Abbahu y del hombre del prostíbulo…
– ¿Esa historia del siglo tercero?
– Sí, en ella, el tzaddik hace algo insignificante. No recuerdo los detalles, pero era un pequeño sacrificio para preservar la dignidad de una mujer.
Will tragó saliva. «Igual que Macrae.»
– Y eso parece ser la tendencia común. A veces se trata de un acto de grandes proporciones -Will pensó en el ministro Curtis, de Londres, desviando millones a favor de los pobres-, puede que el tzaddik salve una ciudad de la destrucción. A veces es un pequeño gesto dirigido a una persona concreta: una comida para quien está hambriento, una manta para quien tiene frío. En todos los casos, el tzaddik ha tratado a otro ser humano con generosidad y justicia.
– ¿Y de esa manera incluso un pequeño gesto puede redimir toda una vida?
– Sí, señor Monroe. El tzaddik puede haber vivido una existencia de pecado. Piense en el caso de Chaim el Aguador, que se emborrachaba hasta perder el sentido; sin embargo, esos actos de bondad y justicia cambian el mundo.
– De manera que la bondad no tiene que ver con las normas, no tiene que ver con llevar un cilicio ni con rezar más o menos fervorosamente ni con saberse la Biblia de memoria, sino que tiene que ver con el modo en que tratamos a los demás.
– Bein adam v'adam. Entre hombre y hombre. Ahí es donde reside la bondad y hasta la santidad. No en los cielos, sino en la tierra, en nuestras relaciones con el prójimo. Aunque también significa que debemos ir con cuidado. Debemos tratar a todos los que se cruzan en nuestro camino con el debido respeto porque, a tenor de lo que sabemos, el hombre que conduce un taxi o el que barre las calles podría ser uno de los justos.
– Como planteamiento es bastante igualitarista, ¿verdad?
El rabino sonrió.
– Dar el mismo valor a toda vida humana. Esa es la preocupación principal de la Torá. Eso fue lo que Tova Chaya estudió día tras día en el seminario, y lo que estudió conmigo antes de… -De repente, el rabino pareció muy triste y muy viejo y dejó la frase sin terminar.
Will se sintió culpable, no personalmente -sabía que no era culpable de que TC hubiera abandonado aquel mundo-, sino como representante del mundo moderno. Eso era lo que había deslumbrado a la joven Tova Chaya y la había apartado de las rutinas que habían formado parte de la vida de los judíos durante siglos, ya fuera en la Rusia rural o en Crown Heights: Norteamérica, la modernidad. Manhattan, con sus brillantes rascacielos, K-ROC en la radio, los vaqueros ceñidos, Domino´s Pizza, los éxitos de taquilla en el Cineplex, Gap, la HBO, la revista Glamour, Andy Warhol en el MOMA, patinar por Central Park, las tarjetas de crédito, comprar con solo darle a un botón, la Universidad de Columbia, el sexo fuera del matrimonio. Todo eso era lo que había atraído a TC. ¿Cómo iba a competir con ello el conformismo medieval de los hasidim? La monotonía de sus vestimentas, la rigidez del calendario, los infinitos límites que se imponían en todo: en lo que uno comía, en lo que uno estudiaba, leía, dibujaba o amaba. No era de extrañar que TC hubiera tenido que escapar.