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A pesar de todo, Will sabía que TC había perdido algo al marcharse. Lo podía percibir en la voz del rabino Mandelbaum y lo había visto en los ojos de ella. El mismo lo había experimentado en las pocas horas que había pasado allí antes de que lo detuvieran e interrogaran. Aquel lugar tenía algo que él apenas había conocido, ya fuera durante su infancia en Gran Bretaña o como adulto en Estados Unidos. La palabra más suave para definirlo era «comunidad». La gente fantaseaba a menudo con ella. En su casa, el mito del pueblecito inglés donde todos se conocían seguía ejerciendo un poderoso atractivo, a pesar de que él no lo había comprobado en persona. En Norteamérica, en las urbanizaciones de casas separadas por vallas de madera, a la gente le gustaba pensar que formaban comunidades, pero no tenían lo que Will había visto en Crown Heights.

Allí, las personas se relacionaban unas con otras como una vasta y extensa familia. Un complicado sistema de protección social en el que cada uno aportaba algo a los demás, como si todos echaran mano de un fondo común. Los niños entraban y salían de las casas de todos, y nadie parecía un extraño. TC le había contado que la sensación de claustrofobia que aquella comunidad provocaba podía resultar asfixiante -de hecho, ella había tenido que escapar para poder respirar-, pero también le había descrito una vida cálida y compartida que no había vuelto a vivir.

El rabino Mandelbaum tenía la mirada baja mientras pasaba las hojas de un nuevo libro.

– Hay una cosa más. No sé si puede ser útil o no. Según distintas leyendas, uno de esos treinta y seis hombres justos es aún más especial que los demás.

– ¿De verdad? ¿Especial en qué sentido?

– Uno de los treinta y seis es el Mesías.

Will se inclinó hacia delante.

– ¿El Mesías?

– Si la época lo requiriera, él mismo se revelaría. Eso es lo que dicen los eruditos.

– El candidato -dijo Will en voz baja.

– ¿Le ha hablado ya alguien más de esto?

– TC me contó que en cada generación aparece un candidato para convertirse en el Mesías. Si ahora hubiera llegado la hora mesiánica, ese hombre lo sería. Pero si el momento no es el adecuado, nada ocurre.

– Debemos merecerlo; de otra manera, la oportunidad se pierde.

Casi involuntariamente, Will observó las fotos del Rebbe, que lo miraban desde todos los rincones. A pesar de que llevaba muerto más de dos años, sus ojos seguían brillando.

– Exactamente -dijo el rabino Mandelbaum siguiendo la mirada de Will.

Los dos hombres se observaron.

La puerta se abrió y TC apareció con el móvil en la mano. Estaba pálida, y tenía los ojos vidriosos, como un animal atontado camino del matadero.

Se inclinó sobre Will y le susurró al oído:

– La policía me busca. Me acusan de asesinato.

Capítulo 46

Lunes, 2. 20 h, Darwin, norte de Australia

La música había cesado, por eso había entrado. Era algo que solía hacer durante su turno, fuera de día o de noche: entrar de puntillas en la habitación para sacar el CD y sustituirlo por otro. La mesita de noche estaba llena de ellos, principalmente de Schubert, los que había dejado la hija del anciano.

Puso el disco. Entonces escuchó el familiar quejido que provenía del cuarto de al lado. Sabía que debía ir sin tardanza, pero le apetecía quedarse un rato con aquel residente, el señor Clark, el hombre que adoraba la música. Djalu solo lo veía despierto una hora o dos cada día; el resto del tiempo, el anciano dormía bajo los efectos de un sedante. Sin embargo, en aquellos minutos de conciencia el señor Clark parecía mejorar por los efectos del sonido de los violines y los violonchelos que salían del CD; sus agrietados labios se abrían como si saborearan las melodías, y a veces, incluso estando profundamente dormido, sus labios parecían repetir el mismo leve movimiento.

Djalu aprovechaba aquellas ocasiones para empapar la pequeña esponja sujeta al extremo del palo con el agua de la mesilla de noche y humedecer los labios del señor Clark. El anciano, de casi ochenta y cinco años, era incapaz de comer o beber sin vomitar, de modo que aquel era el único modo de darle sustento. Al igual que la mayoría de los que estaban allí, se estaba muriendo no por la enfermedad que sufría desde hacía meses, sino por la forzada inanición y deshidratación. Cuando se hacía evidente que el paciente no podía curarse, se permitía que sus órganos se fueran colapsando hasta que al final le llegaba la muerte.

Parecía una forma cruel de dejar morir a una persona. El padre de Djalu denunciaba que se trataba de algo propio de la medicina del hombre blanco, que era todo ciencia y nada de espíritu. A veces, Djalu pensaba que tenía razón. Al fin y al cabo, había visto cosas terribles entre aquellas paredes: mujeres ancianas que yacían en los charcos de sus propios orines, hombres que gritaban durante horas para que alguien los llevara al cuarto de baño. Las enfermeras perdían la paciencia a menudo y gritaban a los residentes que se callaran o los llamaban por sus nombres de pila, como si fueran niños pequeños.

En sus primeros meses allí, Djalu se dejó llevar por la corriente. Al ser uno de los dos únicos ayudantes aborígenes de la institución, no deseaba llamar la atención. Su puesto no era nada seguro, no con un currículo donde figuraban dos estancias en la cárcel, una por robo y otra por hurto. Por lo tanto, no decía nada cuando el personal, al oír los gemidos que llegaban desde el fondo del pasillo, subía el volumen del televisor para acallarlos.

Ni siquiera en esos momentos decía nada. Nunca se quejaba ante la enfermera jefe o el supervisor. No quería follones. A veces incluso participaba en las bromas sobre «los viejos que chocheaban». De todas maneras, hacía lo que podía.

Así, cuando oía que un residente lloraba, corría. Formaba parte de lo que en aquel lugar de acogida se llamaba Grupo Rojo, responsable de un par de docenas de camas. De todas maneras, cuando veía que se encendía la luz de un residente en azul o en verde, acudía igualmente, rogando para que nadie del personal lo viera. En esas ocasiones se aseguraba de que el señor Martyn bebiera un poco de agua, o le daba la vuelta a la señorita Anderson. Y, si se habían ensuciado, los limpiaba frotándolos suavemente, y después les acariciaba el cabello para aliviar su vergüenza.

Había oído que, la primera vez que él aparecía, algunos de los residentes decían: «Enfermera, no quiero que ese salvaje me toque, no está bien». Pero lo atribuía a la edad. El señor Clark no se mostró más amistoso.

– ¿Usted cuál es? -le preguntó.

– ¿Cuál, señor Clark?

– Sí, hay otro aborigen. ¿Cómo se llama? ¿Cuál de los dos es usted?

Pero Djalu no se enfadaba, no con un hombre que estaba al final de sus días. Llevaba té y galletas cuando la señora Clark llegaba de visita, y también un pañuelo si la encontraba llorando en silencio. Y siempre que la veía dormida al lado de la cama, la tapaba con una manta.