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El rostro del rabino parecía tenso.

– Le prometo que no sé nada de ningún hombre con una gorra de béisbol. No he ordenado a nadie que lo siga a usted.

No le he mentido, señor Monroe, ni una sola vez. Cuando me preguntó sobre el hombre de Bangkok, no lo negué y le dije que se había producido un terrible error. Y cuando nosotros… -hizo una pausa para escoger la palabra adecuada- nos encontramos en erev shabbos, el viernes por la tarde, incluso admití que reteníamos a su mujer. No, no le he mentido antes, y ahora le estoy diciendo la verdad. Lo que acaba de contarme sobre lo sucedido en el apartamento de Tova Chaya no tiene nada que ver conmigo.

– Entonces, ¿quién lo ha hecho? Si usted no ha ordenado que mataran a ese hombre, ¿quién ha sido?

– No lo sé. Pero eso debería preocuparle mucho, porque indica que, sea quien sea la persona o personas que se hallan detrás de esta trama, ahora está usted en su lista.

– Rabino Freilich -intervino TC, que volvía a sonar como Tova Chaya-, creo que debe usted explicarnos qué ocurre aquí. Usted sabe cosas, y nosotros sabemos cosas. Todos somos conscientes de que el tiempo se nos acaba. Ya estamos en el Día del Juicio. El que haya organizado esto quiere sin duda haber acabado antes de que los Diez Días de Penitencia lleguen a su fin. No tenemos tiempo para discutir entre nosotros. Hasta el momento, ¿qué ha conseguido usted haciendo las cosas por su cuenta? ¿Ha evitado más asesinatos?

El rabino tenía la cabeza baja y apoyaba una mano en su frente. Las palabras de TC parecían haberle tocado una fibra sensible. El hombre parecía abrumado por las preocupaciones.

– No -murmuró inaudiblemente.

TC se le acercó sin levantarse del asiento para intentar llegar a un acuerdo.

– Los asesinatos prosiguen. Puede que en veinticuatro horas hayan liquidado a los últimos lamadvavniks que quedan. ¿Quién sabe qué pasará entonces? Rabino, nosotros podemos ayudarlo y usted a nosotros. Por el amor de HaShem, debe hacerlo.

Por el amor del Nombre, por el amor de Dios mismo. Aquel era el argumento definitivo, el que ningún creyente podía rechazar. ¿TC lo utilizaba porque sabía cómo dar en el clavo o era en realidad Tova Chaya quien hablaba, temerosa de que el mundo llegara a su fin si no intervenían? Will no estaba seguro, pero, de haber tenido que decidirse por una posibilidad u otra, se habría inclinado para su sorpresa a favor de la segunda. A pesar de su escepticismo, a pesar de los diez años que había pasado alejada de Crown Heights, a pesar de sus desayunos con beicon y de sus piercings, TC no obraba exclusivamente para ayudarlo a encontrar a Beth ni tampoco por la supervivencia de los hombres justos que quedaran. En ese momento, Will se dio cuenta de que lo que realmente movía a TC era ni más ni menos que el miedo por el destino del mundo.

– Tenemos tan poco tiempo, Tova Chaya… -El rabino Freilich había levantado la cabeza y se había quitado las gafas revelando un rostro surcado por la angustia-. Lo hemos intentado todo. No sé qué más puedes hacer, pero te contaré qué sabemos.

Inesperadamente, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta principal. Se puso el sombrero y el abrigo e hizo gesto a Will y a TC de que lo siguieran.

Fuera, estaba todo más silencioso que nunca. Las calles se veían desiertas, y tampoco circulaban coches, porque las restricciones impuestas por el Yom Kippur prohibían cualquier tipo de tráfico. Unos pocos grupos de hombres jóvenes caminaban juntos, envueltos en sus chales de orar. A pesar de que la noche no era fría y la gente salía, el ambiente no resultaba festivo. Al contrario, Crown Heights parecía sumido en la contemplación y el recogimiento: era como si todo el barrio fuera una gran sinagoga al aire libre. Will se sintió cómodo con su atuendo, de ese modo podía moverse en aquel extraordinario ambiente sin romper el encanto.

Se dio cuenta de que se dirigían a la sinagoga. De nuevo se preguntó si no estarían metiéndose sin querer en la boca del lobo al dejar que fuera el mismísimo lobo quien les hiciera de guía.

Sin embargo, no entraron por la puerta principal, sino que se metieron en el edificio contiguo, que parecía totalmente fuera de lugar en aquel entorno. Tenía el aspecto de uno de aquellos anexos de ladrillo rojo que se veían en la Universidad de Oxford, y parecía viejo para lo que era Nueva York. Fuera había una multitud que salía del vestíbulo, pero no tuvieron que abrirse paso: todos se hicieron a un lado tan pronto reconocieron al rabino. Will vio algunas expresiones de sorpresa, y dio por hecho que se debían a que él era un desconocido; pero, cuando vio que TC iba con la cabeza gacha, lo comprendió: su sorpresa se debía a que veían a una mujer en un lugar reservado a los hombres.

TC murmuró una explicación: estaban entrando en la casa del Rebbe. Aquel era el lugar donde el fallecido líder había vivido y que también le había servido de lugar de trabajo.

Will se quedó boquiabierto: aquel era el sitio. Allí había estado hacía cuarenta y ocho horas.

Enseguida llegaron a una escalera. El número de gente disminuyó. Subieron un piso y se adentraron por un pasillo desierto.

«Directos a la trampa», se dijo Will.

El rabino Freilich los hizo pasar por una puerta que reveló otra. Se detuvo y dio media vuelta para explicarse con TC.

– Quiero que sepan que lo que van a ver es la manifestación de nuestra desesperación. Es una violación del Yom Kippur que nunca se ha dado en este edificio, y Dios quiera que nunca más vuelva a producirse. Si lo hacemos es únicamente por…

– Por pikuach nefesh -lo interrumpió TC-. Lo sé. Es cuestión de salvar vidas.

El rabino asintió, agradecido por la comprensión de la joven. Luego, se volvió y respiró profundamente, como si se acorazara ante el secreto que se disponía a desvelar. Solo entonces, el rabino Freilich se atrevió a abrir la puerta.

Capítulo 48

Domingo, 23.01 h, Crown Heights, Brooklyn

Will supuso que, en circunstancias normales y tratándose de un día sagrado, aquel lugar tendría que haber estado silencioso; que las luces no habrían estado encendidas, que no habría habido aparatos en marcha, teléfonos funcionando ni comida o bebida a la vista. Will podría haber asegurado incluso que la escena que se estaba desarrollando ante él era un grave acto de sacrilegio.

Parecía la sala de control de alguna fuerza de policía. Había quizá una docena de personas sentadas frente a ordenadores, rodeadas de bandejas de correo rebosantes de papeles. En la pared del fondo se veía una gran pizarra repleta de nombres, direcciones y números de teléfono. En uno de los márgenes, Will vio una lista de nombres en la que, tras una rápida ojeada, localizó los de Howard Macrae y Gavin Curtis tachados.

– Nadie conoce la existencia de esta sala salvo la gente que trabaja en ella -dijo el rabino-, y ahora ustedes. Llevamos una semana aquí, día y noche, sin descanso, y hoy hemos perdido al hombre que organizó y que más sabía de todo esto.

– Se refiere a Yosef Yitzhok -dijo Will mirando los montones de mapas, uno de ellos de Montana, y las guías de ciudades como Londres, Copenhague o Argel.

– Todo ha sido obra suya, y hoy ha sido asesinado.

– Rabino Freilich, ¿no cree que sería mejor empezar por el principio? -preguntó TC.

El hombre los condujo hasta una mesa que parecía dispuesta para que un profesor vigilara los exámenes, y los tres tomaron asiento.

– Como saben, en su último año, el Rebbe habló a menudo del Moshiach, del Mesías. Dio largas charlas en nuestras farbrengen semanales en las que trató el asunto. Tova Chaya también está al tanto de que nosotros preservamos esas charlas para la posteridad.