– Bueno, nuestros textos son hábiles guardando sus secretos, Tova Chaya. Yosef Yitzhok quería hacer exactamente lo que tú propones. Estuvo aquí, trabajando con la gente para diseñar un programa de ordenador que hiciera lo que él había conseguido con un versículo: detenerse en el quinto o séptimo carácter. Lo hizo con distintos años. Luego lo pasó por el GPS y empezó a obtener nombres de lugares; pero ¿de qué nos sirve el nombre de un lugar, Kabul o Maguncia, para mil setecientos treinta y cinco? ¿Cómo podemos saber nosotros quién vivió allí en esa época? Además, Yosef Yitzhok siempre se preguntó si no estaría resultando todo demasiado fácil.
– ¿Qué resultaba demasiado fácil?
– No estaba seguro de que fueran necesariamente los mismos versículos para cualquier época. Esos eran los versículos que el Rebbe había mencionado para su generación, pero quizá los otros sabios que en el pasado habían participado del secreto, el Baal Shem Tov o el rabino Leib Sorres, llegaran hasta los hombres justos de otra forma. Al fin y al cabo, no disponían de GPS. Para ellos, este método no habría tenido demasiado sentido. Ellos lo habrían hecho a su manera, con otros versículos o mediante otros procedimientos.
Ahora me doy cuenta de que esto era lo que estaba detrás del interés del Rebbe por la tecnología. Creo que él entendía que incluso las verdades más antiguas y perdurables podían llegar a cambiar muy deprisa, que los hasidim debían dominar el mundo moderno porque también es una creación de HaShem. Aquí también se le encuentra a Él.
Will y TC permanecieron en silencio, impresionados. No solo porque las vidas de los treinta y seis mantenían al rabino trabajando las veinticuatro horas del día en un día solemne como aquel, cuando el menor trabajo estaba prohibido. Aquel hombre, que hablaba con erudición y se expresaba racionalmente, creía de verdad que disponía de menos de veinticuatro horas para salvar el mundo. Will intentó apartarlo de su mente y concentrarse en su primera e inmediata necesidad: Beth.
– De acuerdo -dijo, como si fuera un comisario de la policía llamando la atención de sus hombres-, así funciona el sistema. La pregunta crucial es ¿quién más puede saber la identidad de los hombres justos?
Habían vuelto a la mesa, donde el rabino se había dejado caer en la silla. Will se dio cuenta de que parecía agotado.
– Usted era nuestra mayor esperanza.
– ¿Cómo ha dicho?
– Cuando se presentó aquí, el día del shabbos, el viernes por la noche, pensamos que era una especie de espía, alguien que pertenecía a las filas de los que están haciendo todo esto. Usted no dejaba de hacer preguntas y era un extraño. Cabía la posibilidad de que estuviera intentando averiguar algo acerca de los lamad vav. Esa es la razón de que lo trataran, de que yo lo tratara, tan rudamente. Entonces descubrimos quién era usted en realidad. -Will se dio cuenta de que el rabino evitaba referirse a él como el marido de la rehén a la que habían secuestrado-. Descubrimos que era otra persona.
Will notó que la furia lo invadía de nuevo. ¿Por qué no agarraba a ese hombre y lo obligaba a decirle dónde se hallaba Beth? ¿Por qué seguía tragando? Porque una voz en su interior le decía que si esa gente era lo bastante fanática para secuestrar a Beth sin motivo aparente, también lo sería para retenerla. El rabino Freilich podía parecer débil y cansado, pero allí había una docena de tipos más corpulentos. Si se lanzaba sobre él, no tardaría en verse reducido.
– De acuerdo, yo no tenía ni idea. ¿Quién más está al corriente?
El rabino pareció encogerse.
– Esa es la cuestión. Nadie lo sabe. Nadie fuera de esta comunidad. Y ni siquiera esta comunidad conoce su verdadero alcance. Se produciría un pánico generalizado si se supiera que los lamadvavniks están siendo asesinados y cada día hay uno menos. Sería el caos. Creerían que se avecina el fin del mundo.
– Usted cree eso, ¿no es cierto? -preguntó Tova Chaya con voz queda.
El rabino la miró con ojos llorosos.
– Me temo que se avecina lo que nos dijo el Rebbe: «Di velt shokelt zich und treiselt zich». Eso era lo que solía decir: «El mundo tiembla y se estremece». Temo por el juicio que ese día nos aportará.
Will andaba de un lado para otro.
– Así, nadie más, fuera de este grupo, tiene idea de lo que está ocurriendo, ¿no? Solo usted, el difunto Yosef y un puñado de sus mejores estudiantes.
– Y ahora ustedes.
– ¿Está seguro de que nadie puede haberse ido de la lengua?
– ¿Con quién y para qué? ¿Quién puede conocer este asunto? ¿Quién iba a preguntar? Pero cuando hallamos muerto a Yosef, entonces…
– Entonces, ¿qué?
– Eso confirmó que alguien sabe lo que sabemos nosotros y quiere saber más. Hasta entonces creía que la muerte de los tzaddikim podía deberse a una desgraciada coincidencia, que quizá fuera obra de HaShem con un propósito que se encuentra más allá de nuestro entendimiento. Pero sin duda el asesinato de Yosef Yitzhok no puede formar parte de ningún plan de HaShem.
– ¿Cree que alguien intentó sonsacarle información?
– Justo antes de que ustedes se presentaran aquí esta noche, tuve una visita: la policía. Ellos creen que Yosef fue torturado antes de morir.
Will y TC dieron un respingo.
– ¿Qué podían querer de él que no supieran ya?
– Ah, eso ya me lo ha preguntado usted antes. ¿Recuerda que le he hablado de los versículos que el Rebbe citaba en sus charlas, los que Yosef había memorizado? Bueno, pues faltaba algo.
– Sí. Solo había treinta y cinco.
– Eso es. Solo treinta y cinco. Puede utilizar tantas veces como quiera el sistema que le acabo de enseñar y convertir esos números en coordenadas, pero seguirá teniendo solo treinta y cinco hombres justos. ¿Acaso no está claro qué pretendían averiguar los hombres que mataron a Yosef? Deseaban identificar al número treinta y seis.
Capítulo 49
Domingo, 23.18 h, Crown Heights, Brooklyn
El primer impulso de Will fue preguntar al rabino por la identidad de aquel trigésimo sexto hombre. Resultaba crucial. Si él y TC lo sabían, podrían deducir adónde dirigirían sus pasos los asesinos. Fuera quien fuese, irían tras él.
Sin embargo, el rabino se mostró inflexible en ese punto. Según él, la muerte de Yosef Yitzhok indicaba que sus asesinos no estaban en posesión de esa información vital. ¿Habría cedido Yosef bajo la tortura? Freilich parecía convencido de que no.
– Yo conocía a ese hombre, su mente y su alma. No habría traicionado las palabras del Rebbe.
El rabino estaba convencido de que el secreto estaba a salvo. Si lo compartía con TC y con Will no haría más que ponerlos en peligro. Era mejor que ellos no lo supieran.
Pero Will se mostraba escéptico: si los torturadores le ponían la mano encima era poco probable que le preguntaran educadamente si poseía datos vitales y que, una vez recibida una respuesta negativa, se marcharan tranquilamente. Así que, intentó plantearlo de otro modo.
– Ese hombre, el número treinta y seis, ¿sigue con vida?
– Eso creemos, pero no pienso decir más, señor Monroe. No puedo añadir más.
– ¿Y es el único que queda con vida?
– No estamos seguros. Nuestras fuentes de información son fragmentarias. Nos hemos visto obligados a enviar a toda prisa a nuestra gente hasta los rincones más remotos del mundo para que hallara a esos tzaddikim, y en todas las ocasiones hemos llegado demasiado tarde.