– ¿Me está diciendo que no ha averiguado los nombres hasta esta semana?
– No. Yosef hizo su descubrimiento hace unos meses, y, como le he dicho, nosotros enviamos a nuestra gente para que echara un vistazo a ver quiénes eran los tzaddikim. Nuestro plan era tenerlos controlados, nada más; puede que ofrecerles comida o cobijo si lo necesitaban. Pero, contestando a su pregunta, hasta esta semana no hemos sabido que estaban muriendo. No estamos seguros, pero todo indica que esto empezó hace solo unos días.
– Coincidiendo con el Rosh Hashana -intervino TC, visiblemente pensativa-. Fue entonces cuando mataron a Howard Macrae.
– Me temo que no nos enteramos de ello hasta unos días después de que ocurriera, cuando empezaron a llegarnos noticias de los demás. No sé si la noticia había aparecido siquiera en los periódicos.
– Sí, había aparecido -contestó Will dejando escapar un suspiro de resignación-. Ese es el problema de la página B3 de la sección de Local, que la gente suele saltársela.
– En fin, el caso es que eran días festivos. La gente no leía el periódico, sino que seguía con su vida. No teníamos ni idea de qué estaba pasando. Entonces nuestra gente empezó a oír cosas. Nuestro emisario en Seattle fue a ver la cabaña que había salido en la televisión, y el hombre que dirige nuestro centro en Chennai estaba leyendo el periódico local cuando vio que el tzaddik de esa ciudad, uno de los más jóvenes, había sido hallado muerto. Así empezaron a llegar los informes, uno tras otro.
– ¿Cuántos han muerto?
– No lo sabemos. Recuerde: Yosef empezó a trabajar en esto hace solo unos meses. Nuestra lista apenas estaba completa. No habíamos podido confirmar a todo el mundo. A este hombre, por ejemplo -el rabino señaló en la pizarra el nombre del ministro-, tardamos más tiempo en localizarlo porque por lo visto el sistema GPS funciona de forma ligeramente distinta en Inglaterra y utiliza otra clave, según parece WGS84. Eso era algo que no sabíamos entonces, de modo que, cuando Yosef introdujo los números, lo que obtuvimos fue la ubicación de una cárcel. Parecía inverosímil; no obstante, no descartamos la posibilidad. Nos consta que a los tzaddikim les gusta ocultar su naturaleza.
»Pero, cuando ajustamos los parámetros, el resultado fue instantáneo: ¡Downing Street! Y no la famosa casa del número diez, sino la de al lado. El mapa estaba clarísimo. En esos días, ese hombre, Curtis, se hallaba en apuros. Creo que se trataba de algún escándalo. Otra tapadera.
Will se estaba impacientando. No soportaba más discursos. Lo que quería eran los hechos simples y desprovistos de resonancias místicas.
– Usted perdone, pero solo quiero saber una cosa: ¿tiene usted la lista completa o no?
– Creemos que sí.
– Y de los que figuran en ella, ¿cuántos han muerto?
– Creemos que, al menos, unos treinta y tres.
– ¡Santo cielo! -exclamó Will.
– ¿Quiere decir que solo deben asesinar a tres personas más? -TC, por lo general tranquila, parecía verdaderamente aterrorizada-. ¡Pero si solo faltan diecinueve horas para que acabe el Yom Kippur! ¡Es casi medianoche!
– Rabino -dijo Will-, sea quien sea el que esté haciendo esto parece muy versado en las tradiciones religiosas judías, ¿no le parece? Me refiero a que ¿quiénes sino los religiosos judíos saben algo acerca de los hombres justos y los Días del Temor? Lo están siguiendo al pie de la letra, y usted afirma que nadie, fuera de este grupo, sabe nada de los descubrimientos de Yosef Yitzhok.
– ¿Qué está sugiriendo, señor Monroe?
– Lo que estoy diciendo, rabino, es que puede que usted no sea quien está detrás de todo esto, a pesar de que me consta que es un secuestrador confeso; quizá se trate de alguien de esta organización o de esta comunidad. Es lo que la policía llamaría un «trabajo desde dentro». Si me hallara en su lugar, empezaría a mirar con lupa a todos los que están aquí.
– Señor Monroe, se hace tarde y se nos acaba el tiempo. No tengo ganas ni puedo discutir con usted. Lo que Tova Chaya ha dicho hace un momento es cierto: debemos trabajar juntos. Por lo tanto, confié en usted a pesar de que usted no confía en mí. Voy a hacer algo que demostrará que nosotros no estamos detrás de tan malvada conspiración.
– Adelante.
– Voy a enviarlo a usted con la próxima víctima.
Capítulo 50
Lunes, 00.10 h, Manhattan
Will había estado unas cuantas veces en el Lower East Side para visitar a algunos amigos ricos que habían comprado y rehabilitado propiedades de la zona del noroeste de Broadway, que se había vuelto elegante. Había visto las antiguas charcuterías y toma-do café en las cafeterías de estilo retro de Orchard Street, pero no se había aventurado más allá de las seguras zonas de moda. Los viejos bloques de pisos habían pasado ante sus ojos como una imagen de fondo; nunca les había prestado demasiada atención.
En esos momentos se hallaba entre ellos, tiritando de agotamiento y de frío. Hecho una bola en su mano y a salvo en el interior del bolsillo estaba el trozo de papel con la dirección que se suponía que debía encontrar.
El rabino Freilich los había llevado nuevamente, a él y a TC, hasta el especialista en ordenadores que les había hecho la demostración, y este les explicó el procedimiento: primero se introducía en el ordenador la frase en hebreo, el versículo 16 del capítulo 30 de Isaías; segundo se le pedía que se detuviera en los intervalos adecuados y diera una cifra; tercero se introducía la cifra en la página web del GPS y así se conseguían las coordenadas del lugar. En ese caso, la dirección correspondía a una calle del Lower East Side de Manhattan.
– Espere un momento -había dicho Will-. ¿No le parece bastante inverosímil? Hay treinta y seis hombres justos entre seis mil millones de habitantes en todo el planeta ¿y resulta que dos de ellos están en Nueva York? Howard Macrae y ahora este tipo. No sé, pero me parece demasiada casualidad. -El escepticismo de Will se estaba convirtiendo en sospecha.
El rabino le explicó que ellos también se habían extrañado ante aquella coincidencia. Habían decidido investigar más a fondo la tradición de los hasidim y había resultado que los tzaddik verdaderamente importantes irradiaban un aura -la misma palabra que había utilizado el rabino Mandelbaum- que podía atraer a otros. La conclusión a la que llegaron fue que la bondad del Rebbe era tan poderosa que había atraído a un par de tzaddikim. «Imagínelos, señor Monroe, como si de satélites se tratara», le había dicho Freilich.
Sin embargo, había un problema: la dirección que en esos momentos era una bola en el puño de Will era la de un edificio de apartamentos baratos; allí vivían un montón de personas. ¿Cuál de ellas sería el tzaddik? Los hasidim habían ido a comprobarlo en cuanto Yosef descifró el código del Rebbe, pero no habían conseguido identificarlo. El hombre que vivía en aquel edificio seguía siendo uno de los más discretos de los hombres justos.
– Usted tendrá más posibilidades de encontrarlo que nosotros -le había dicho Freilich.
– ¿Por qué?
– Mírenos, señor Monroe. No podemos ir donde va usted ni podemos hacer las preguntas que usted haría. Llamamos demasiado la atención. Usted es reportero de The New York Times: puede ir donde le plazca y hablar con quien quiera. Usted encontró a Howard Macrae, zechuso yogen aleinu, y al señor Baxter, zechuso yogen aleinu, que su bondad nos proteja. Encuentre a ese hombre, encuentre a nuestro tzaddik.