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– Llámeme -le había dicho Freilich-. Incluso aunque no esté seguro de si es él, llámeme.

– Y luego, ¿qué?

– Iremos a ayudarlo.

Will no estaba seguro de qué había querido decir con eso.

Llegó al edificio, cruzó la calle y dio unos pasos furtivamente hacia la entrada. Un rayo de luz atrajo su mirada hacia el picaporte: la puerta estaba mal cerrada. Quizá el merodeador la había dejado así para no hacer ruido. Will la entreabrió y se deslizó en el interior.

«Pérez», «La Pinez», «Abdulla», «Bitensky», «Wilkins», «González», «Yoelson», «Alberto». Los apellidos de los buzones no le dijeron nada.

Había un desvencijado ascensor, pero decidió no utilizarlo porque tenía que comprobar piso por piso. Subió silenciosamente por la escalera y se detuvo en el rellano. Lo único que vio fueron puertas cerradas, gastados felpudos y algún que otro paraguas que habían dejado fuera para que se secase. Will pensó que su expedición era inútil. ¿Qué esperaba, una placa anunciando «Aquí vive el justo tzaddik. Especialista en bodas, bautizos y bar mitzvahs»?

Al llegar al tercer rellano pensó en llamar a Freilich para que le diera más información. Cualquier dato lo ayudaría. Sin embargo, al ver el último apartamento del tercer piso se detuvo de golpe.

La puerta estaba abierta.

Will se acercó despacio y llamó suavemente con los nudillos antes de entrar.

– Hola… -dijo casi en un susurro.

Las luces estaban apagadas y la única claridad procedía del plateado resplandor de la luna, que penetraba por la ventana de la calle.

Miró a la izquierda: una estrecha cocina con electrodomésticos de los años cincuenta; no eran de estilo retro, sino de verdad: una panzuda nevera y unos fogones de grandes mandos. Will dedujo que era el hogar de alguien mayor.

Luego, miró a la derecha. Vio una gran radio encima de una mesa y unas cuantas sillas de madera con las banquetas tapizadas con una imitación de cuero; una de ellas tenía un desgarrón por donde asomaba el relleno; luego, un sofá y…

Will dio un respingo.

Había un hombre tumbado en él, boca arriba. Destacados por la claridad se veían los pelos de la perilla. Tenía un rostro pequeño, como de ardilla, y gafas de gruesa montura. El resto de su cuerpo parecía haberse encogido por la edad en un cárdigan demasiado amplio. Parecía que dormía.

Will dio un paso hacia él; luego, otro y se inclinó sobre el anciano. Acercó la mano a su boca esperando notar su aliento. Nada. Entonces, le puso la mano en la frente y lo tocó. Estaba frío. Le buscó el pulso en el cuello, pero sabía que no lo encontraría.

Will retrocedió, como si así pudiera asimilar mejor la gravedad de lo que estaba mirando, y al hacerlo notó que algo de cristal se rompía. Miró hacia abajo y vio que acababa de pisar una jeringa.

Se estaba agachando para recogerla cuando la estancia se iluminó de golpe.

– ¡Levante las manos y dese la vuelta, ya!

Obedeció. Apenas podía ver por culpa de las linternas que apuntaban directamente a sus ojos y lo deslumbraban.

– ¡Aléjese del cuerpo! Eso es. Ahora camine hacia aquí. ¡Despacio!

Sus ojos todavía no se habían adaptado a la luz, pero al lado de la linterna pudo ver el cañón de una pistola que lo apuntaba.

Capítulo 53

Lunes, 00. 51 h, Manhattan

En cierto modo, fue una ayuda que estuviera tan cansado. En circunstancias normales su corazón se habría puesto a latir con la fuerza suficiente para despertar a todo el vecindario. Sin embargo, su fatiga actuó como si fuera una especie de coraza defensiva que ralentizó sus reacciones y sus emociones, dejándolo en un estado de resignación.

Se hallaba en el asiento trasero de un coche patrulla, esposado y encajonado por un agente del departamento de policía de Nueva York. Delante de él, los mensajes que se sucedían en la radio eran constantes y todos hablaban de él. Era evidente que lo consideraban sospechoso de asesinato.

Los hombres del coche desprendían un olor que Will recordaba de la adolescencia: testosterona y adrenalina, el olor de un vestuario masculino tras una victoria. Aquellos hombres eran adictos al éxito, y él representaba el premio. Lo habían pillado prácticamente con las manos en la masa, inclinado sobre la víctima y con sus huellas dactilares en el cuello de esta. Aquellos agentes casi podían tocar las medallas de la policía que iban a recibir.

– ¡Yo no he matado a ese hombre! -se oyó decir Will. La escena le resultaba tan absurda, tan alejada de sus experiencias habituales, que su voz le sonaba extraña, como si perteneciera a otro cuerpo. Era como si estuviera escuchando la radio, uno de los seriales de la BBC que tanto gustaban a su madre-. Ya sé lo que parece, pero les aseguro que no es eso lo que ha ocurrido. -De repente, tuvo un momento de inspiración y añadió-: Sin embargo, puedo llevarlos hasta el hombre que lo ha hecho. Hace menos de una hora lo seguí fuera del edificio. ¡Sé dónde se esconde! ¡Incluso puedo facilitarles una descripción!

El agente que iba en el asiento de delante se volvió hacia Will con una sonrisa irónica en la que se leía: «Claro que puedes, muchacho, y yo voy a batear por los Yankees el próximo martes».

En la comisaría del Distrito Siete, Will mantuvo su actitud de desafío.

– ¡Yo solo encontré el cuerpo! -exclamó mientras lo llevaban arriba-. ¡Vi a un hombre salir del edificio! Lo seguí y después regresé. ¡Pensaba que podía haber cometido un asesinato y no me equivoqué!

No obstante, sabía que sus palabras sonaban ridículas nada más salir de su boca. El policía que lo había vigilado desde el principio lo miró con desprecio.

– ¿Por qué no cierras esa jodida bocaza?

Por primera vez desde que la policía lo había apresado, Will se dejó llevar por el pánico. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Lo que necesitaba era llegar hasta Beth. Tenía que estar en la calle, en Crown Heights o donde fuera, buscando a su esposa en lugar de verse esposado y retenido por la policía de Nueva York. Ni siquiera consideraba la posibilidad de que lo acusaran de asesinato: la mera perspectiva de tener que pasar varias horas cruciales luchando contra la burocracia del sistema de justicia penal de la ciudad ya le parecía suficiente pesadilla. Cada minuto que estuviera allí era un minuto que se alejaba de Beth. Además, los hasidim habían sido rotundos: no había tiempo que perder, el destino del mundo iba a decidirse en las siguientes horas o minutos. Y sin embargo, allí estaba él, sin hacer nada, literalmente maniatado.

Lo llevaron al mostrador de un oficial donde había alguien esperándolo: el detective que había visto en el apartamento. El hombre había inspeccionado la escena del crimen mientras retenían a Will en el coche.

– Traigo a un detenido -dijo el detective al oficial sin prestar atención a Will. Tenía unos treinta años y cara de sabueso.

«Una de las promesas del departamento», se dijo Will.

– Bien, vaciémosle los bolsillos.

El agente que lo había acompañado se adelantó. Ya había registrado a Will en el apartamento: después de ver la jeringa no estaban dispuestos a correr riesgos. También le habían quitado el móvil y su Blackberry; nada de llamar a los cómplices. Ahora le quitaban todo lo demás: monedas, llaves, libreta de notas…

– Registremos todo esto -dijo el detective.

Los distintos objetos fueron a parar a una bolsa de plástico con cierre hermético que fue sellada. El detective firmó una nota en presencia del oficial.

Cuando abrieron su cartera, Will cometió uno de los mayores errores de la noche. Entre las tarjetas figuraba su carnet de prensa: «Will Monroe. The New York Times».

– De acuerdo, lo reconozco. La verdadera razón de mi presencia en ese edificio es que trabajo para el periódico en un reportaje sobre los crímenes de la ciudad. Eso era lo que estaba haciendo.