Había pasado por todas las fases: por el enfado hacia él, por el rencor; incluso se había unido a su madre para odiarlo un poco más. Sin embargo, la realidad era que lo había echado de menos. Había echado de menos lo que los demás chicos recibían diariamente de sus padres: una mano en el hombro, que les despeinaran el cabello, los gestos de camaradería que denotaban una masculina aprobación.
Encerrado en aquella celda, libre de ambigüedades y matices, vio más claramente que nunca la razón que lo empujó a cruzar el Atlántico y le cambió la vida: había ido en busca de la aprobación paterna que no podía encontrar quedándose en Londres, una aprobación que tenía que conquistar yendo a Estados Unidos.
Y también lo había planeado: se presentaría como un brillante joven con prisa por triunfar, Will Monroe, la estrella de Oxford que causaría sensación en Nueva York. Había imaginado que llegaría un día en que, vestido con traje y corbata, se inclinaría sobre un micrófono situado demasiado bajo para un hombre de su estatura y daría las gracias a los jueces del premio Pulitzer por entregarle el premio a él. Se trataba de una imagen que aquella misma semana -dos veces en primera plana- parecía haber estado a su alcance. Sin embargo, ya no era más de un desecho: la mujer a la que amaba y el futuro con el que había soñado se habían desvanecido.
Pero mientras realizaba aquella especie de auditoría personal, no dejaba de notar una incómoda intrusión, la de un pensamiento que exigía salir a la superficie. Will lo había hundido en las profundidades con la esperanza de que se quedara allí. No obstante, volvía a la carga.
«¿Y si resulta que los hasidim tienen razón?»
¿Qué pasaría si, una vez asesinados los treinta y seis hombres justos, el mundo se venía abajo? Hasta el momento, las piezas de esa descabellada teoría habían encajado. El ministro Curtis había realizado un acto de inusitada bondad, lo mismo que Baxter, y ambos se habían mantenido en la sombra, tal como Mandelbaum había comentado. ¿Cabía la posibilidad de que aquellos datos fueran ciertos pero la idea en sí estuviera equivocada?
Esa noche había sido testigo, o casi, del asesinato de un hombre que bien podía haber sido un tzaddik, uno de los treinta y seis hombres justos. Si aquel hombre lo era, entonces sería una confirmación más de que los hasidim decían la verdad, o al menos parte de ella. También significaría que los asesinos de los lamad vav estaban acercándose a su objetivo. Miró la hora en su reloj. Según lo que TC le había dicho, el Yom Kippur finalizaría dentro de dieciséis horas. Les quedaba muy poco tiempo.
Debía averiguarlo: ¿era el hombre del edificio el tzaddik que los hasidim habían predicho? Por primera vez en bastantes horas, a Will se le ocurrió una idea.
Al cabo de un rato, la puerta de la celda se abrió, y Will se preparó para recibir a su padre; pero se trataba de Fitzwalter.
– Venga conmigo.
– ¿Adónde vamos?
– Ya lo verá.
Fue conducido abajo, a una habitación iluminada por brillantes fluorescentes. Había siete u ocho hombres en ella; al menos tres parecían estar colgados. A Will le pareció que varios de ellos eran indigentes. La puerta se cerró a su espalda.
– Bien, señores -dijo alguien a través de un altavoz-, ya pueden ocupar sus posiciones contra la pared.
Dos de ellos parecían saber exactamente lo que tenían que hacer y fueron hasta donde les decían. Se dieron la vuelta y miraron al frente. Fue entonces cuando Will vio las marcas en la pared que indicaban la altura. Era una rueda de reconocimiento.
Al otro lado del espejo, la señorita Pérez, del edificio de apartamentos de Greenstreet Mansions, miró a los individuos alineados ante ella.
– Ha sido una noche muy larga, señorita Pérez -dijo Fitzwalter-. Tómese el tiempo que quiera. Cuando esté lista me gustaría hacerle un par de preguntas.
– Estoy lista.
– Quiero que mire atentamente y me diga si ha visto antes a alguno de estos hombres y, de ser así, dónde lo ha visto. ¿Lo ha entendido?
– La respuesta es que no. No he visto a ninguno de estos hombres antes. El hombre que yo vi tenía unos ojos que no se olvidan.
– ¿Está usted totalmente segura, señorita Pérez?
– Completamente. Ese hombre tenía las manos alrededor del cuello del pobre señor Bitensky. Entonces me miró con esos terribles ojos.
– De acuerdo, señorita Pérez. No se altere. Jeannie, ¿puedes acompañar a la señorita Pérez a su casa? Gracias.
– De acuerdo, que pase el señor Abdulla.
Will pudo ahorrarse el temido encuentro con su padre. Veinte minutos después de la rueda de reconocimiento, Fitzwalter se presentó en su celda.
– Tengo más noticias buenas que malas. Para mí, las malas noticias son que hay dos testigos que aseguran que usted no es el hombre que vieron en el apartamento del señor Bitensky. Uno de ellos lo ha reconocido a usted en la rueda y lo sitúa fuera del edificio en el momento del crimen. Así pues, para usted la buena noticia es que voy a dejar que se vaya, por el momento.
Will tuvo que rellenar diversos impresos para que le devolvieran sus cosas. Cuando las tuvo, lo primero que hizo fue conectar el móvil. El aparato empezó a vibrar al instante; era un mensaje de voz de TC:
«Hola, ¿a que no lo adivinas? Tal como te avisé, estoy detenida por la policía. Me están interrogando sobre el asesinato del señor Pugachov. Según parece, lo mataron de un disparo a quemarropa. ¿Te lo puedes creer? ¡En mi apartamento! ¡Pobre hombre…! Me cuesta creer que todo esto se deba a… ¡Oh, lo siento, lo siento! Espera un momento. Está aquí Joel Brookstein. ¿Te acuerdas de él? Estaba en Columbia. El caso es que ha aceptado ser mi abogado y me está diciendo que cierre la boca. Llámame para decirme dónde te has metido y qué está pasando. No estoy segura de que me permitan conservar este teléfono. -Su voz se desvaneció, como si estuviera hablando con otra persona-. Ya voy. ¡Will, tengo que marcharme! Llámame cuando puedas. No nos queda mucho tiempo.»
Mientras escuchaba la voz de su amiga, cuyo tono le parecía que oscilaba entre el de TC y el de Tova Chaya, Will oyó un doble pitido: un mensaje de texto:
¡PABLO, ORDENA LAS CARTAS DE LOS NO CRISTIANOS! (I, 7, 29)
Con el ajetreo de las últimas horas, Will se había olvidado de su informador fantasma. A pesar de que sabía que desde un punto de vista racional resultaba imposible, en su mente seguía asociando los mensajes con Yosef Yitzhok. Aquel texto era la prueba definitiva: alguien más le había estado enviando los mensajes, pero ¿quién?
El significado de aquel último texto parecía indescifrable, pero las cuarenta y ocho horas que Will había pasado comunicándose con su informador le habían dado cierta idea de cómo funcionaba la mente de aquel sujeto.
«Así es como deben de hacerlo los especialistas en resolver crucigramas -pensó Will-: metiéndose en la mente de la persona que los hace.»
Y ese mensaje parecía realmente la clave de un crucigrama. Estaba claro que el significado literal carecía de importancia. Will sabía cómo funcionaban aquellas pistas: en un lado había instrucciones que se referían a la otra parte. Pero ¿quién era Pablo y por qué la solución incluía una palabra de veintinueve letras?
Decidió empezar por lo más fáciclass="underline" ordenar las letras de «no Christian». Con la audacia de quien se sabe libre, cogió un lápiz del mostrador y empezó a escribir en el dorso del recibo que acababan de entregarle.
«On Ian Christ.» Aquello no tenía sentido. «Con this rain.» Tampoco.
Entonces lo vio claro y sonrió por primera vez desde hacía horas. ¡Qué bien que aquel mensaje le hubiera llegado justo cuando estaba solo, sin TC! Era el único campo que él dominaba más que ella.