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La Iglesia de Jesús Renacido.

Capítulo 57

Lunes, 17. 13 h, Darfur, Sudán

En la noche del trigésimo quinto asesinato reinaba un silencio casi absoluto. Con aquel calor y con tan poca comida, la gente estaba demasiado agotada para hacer ningún ruido. La llamada a la oración había sido el único sonido intenso que habían oído en todo el día. El resto no habían sido más que gemidos y susurros.

Muhammad Ornar vio la vibrante ola de calor en el horizonte y supo que faltaban pocos minutos para la puesta de sol. Así eran las cosas en Darfur. Día tras día, el sol surgía sin previo aviso por la mañana y desaparecía por la noche con la misma rapidez. Quizá ocurría lo mismo en todo Sudán, en toda África. Muhammad no lo sabía: nunca había salido de aquel pedregoso desierto.

Era hora de que hiciera su ronda del atardecer por el campamento. Primero iría a ver a Hawa, la joven que a sus trece años se había convertido en una especie de madre para sus seis hermanas. Habían llegado al campamento hacía un par de semanas, después de que las milicias Janjawid hubieran arrasado su poblado natal. Las pequeñas estaban demasiado aterrorizadas para hablar, pero Hawa le contó lo sucedido a Muhammad: unos hombres terroríficos habían llegado en plena noche montados a caballo y blandiendo llameantes antorchas. Lo habían incendiado todo. Hawa reunió a sus hermanas y echaron a correr. Solo cuando estuvieron lejos se dio cuenta de que sus padres habían quedado atrás. Ambos fueron asesinados.

En esos momentos, en un rincón de la choza de cañas, sostenía en los brazos a su hermana de tres años. Cerca de la puerta había una abollada cazuela que contenía una escasa ración de gachas.

Muhammad siguió caminando, preparándose para afrontar la siguiente parada de su ronda: la «clínica», que en realidad no era sino otra endeble choza. Kosar, la matrona, estaba dentro, y su rostro le dijo lo que no quería escuchar.

– ¿Cuántos? -preguntó.

– Tres, y puede que uno más esta noche.

Llevaban semanas perdiendo casi tres niños por día. Sin medicinas ni comida, Muhammad no sabía de qué modo podían evitarlo.

Miró a su alrededor: un rincón del desierto dejado de la mano de Dios y resguardado por unos miserables árboles. No había planeado montar allí un campo de refugiados. ¿Qué sabía él de esas cosas? No era médico ni funcionario, sino sastre; no obstante, se daba cuenta de lo que pasaba. Había grupos de gente desesperada, a menudo niños, que vagaban por el desierto en busca de comida y refugio. Todos relataban que sus poblados habían sido arrasados por los Janjawid, los hombres que asesinaban, violaban e incendiaban mientras los aviones del gobierno los sobrevolaban. Alguien tenía que hacer algo, y, sin pretenderlo realmente, ese alguien había sido él.

Empezó con unas pocas tiendas de campaña. Juntó dos de ellas con la Singer, su vieja máquina de coser. También reunió unas cuantas hachas, que repartió entre los hombres para que consiguieran algo de leña. Ellos se esforzaron. Uno, Abdul, se moría por ayudar, pero las quemaduras de sus manos eran tan profundas que no podía sostener una herramienta. Muhammad lo había visto. Con aquellas manos ni siquiera era capaz de secarse las lágrimas.

A pesar de todo, cortaron leña suficiente para encender un fuego. Una vez encendidas, las llamas actuaron de faro y llegaron más y más refugiados.

No tenía tiempo de contarlas debidamente, pero en esos momentos había allí miles de personas que se repartían las escasas provisiones de que disponían. Eran en su mayoría agricultores, y lograban obtener de la tierra lo poco que ella estaba dispuesta a que le arrancaran. Pero no era suficiente.

Muhammad sabía perfectamente lo que necesitaban: ayuda exterior. Durante las pocas horas de sueño que conseguía robar para sí todas las noches, soñaba que una mañana llegaba un convoy de vehículos blancos cargados con cajas de alimentos y medicinas. ¡Con solo cinco vehículos podría salvar tantas vidas!

Fue entonces cuando divisó los faros, brillaban en la penumbra. Amarillos e intensos, se acercaban en su dirección, bamboleándose en la reverberación del calor. Muhammad no pudo contenerse y empezó a dar brincos y a saltar mientras agitaba los brazos como un poseso.

– ¡Aquí! ¡Estamos aquí!

El vehículo aminoró la marcha hasta que Muhammad pudo verlo mejor. No era ningún equipo de auxilio, solo dos hombres.

– Vengo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo -dijo uno de ellos en inglés, y a continuación el otro lo tradujo rápidamente.

– ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! -exclamó exultante Muhammad abrazándolos-. ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos!

– Tenemos medicinas y unas provisiones en la parte de atrás. ¿Hay gente que pueda descargarlas?

Una multitud se había acercado. Cuando el traductor hubo acabado, Muhammad escogió a dos de los adolescentes más fuertes para que descargaran las cajas del camión. Luego, ordenó a su gente de confianza que vigilara el cargamento. Lo último que deseaba era un motín por culpa de la comida. El hambre y la desesperación podían provocar un tumulto.

– ¿Cree usted que podríamos hablar? -le preguntó el visitante.

Muhammad le respondió con un gesto afirmativo y condujo al desconocido hasta una choza vacía. El hombre lo siguió; llevaba en la mano un maletín negro y estrecho.

– He tardado mucho tiempo en dar con usted, señor. ¿Estoy en lo cierto al afirmar que es el responsable de esto? ¿Es este el campamento que inició?

– Sí -repuso Muhammad, sin saber si debía mirar a su interlocutor o al traductor.

– ¿Y esto lo ha hecho usted solo? ¿Nadie le paga por ello? ¿No trabaja usted para ninguna organización? ¿Lo ha hecho por la simple bondad de su corazón?

– Sí, pero eso no es importante -aseguró Muhammad a través del intérprete. Yo no soy importante.

Entonces el desconocido sonrió y dijo:

– Bien.

– La gente de aquí se está muriendo -prosiguió Muhammad-. ¿Qué clase de ayuda piensa brindarles? ¡Es urgente!

El desconocido sonrió de nuevo.

– ¡Ah, puedo prometerles la mayor ayuda de todas! Y no tendrán que esperar. No tendrán que esperar nada.

Entonces, abrió los cierres del maletín y sacó una jeringa.

– Primero debo decir que es para mí un honor haberlo conocido. Representa un honor saber que los justos viven verdaderamente entre nosotros.

– Gracias, pero no acabo de entenderlo.

– Me temo que debo administrarle esto. Es importante que un hombre como usted no sufra dolor ni molestia alguna. Ni dolor ni molestia alguna.

De repente, el traductor sujetó a Muhammad por el brazo y lo obligó a tumbarse en el suelo. Él intentó escapar, pero estaba demasiado débil, y la mano que lo aferraba era demasiado fuerte. Ante él se alzaba el desconocido sosteniendo la jeringa en alto. El hombre se agachó sin dejar de hablar en inglés, y el traductor susurró las palabras directamente en el oído de Muhammad:

– El Señor ama a los justos y no abandonará a sus fieles. Ellos serán protegidos eternamente, pero los frutos de los malvados serán segados.

Muhammad forcejeaba, intentando liberarse, mientras la voz seguía hablando con ardiente aliento.

– Los malvados acechan a los justos, buscando sus vidas; pero el Señor no los dejará en sus manos y permitirá que sean condenados el día del juicio. La salvación de los justos proviene del Señor. El es su tabla de salvación en tiempos adversos.

Al fin, Muhammad notó que la aguja traspasaba su piel. El cielo se oscureció, y siguió escuchando la oración hasta que la voz se hizo distante y todo quedó en silencio.

Capítulo 58

Lunes, 14. 50 h, Brooklyn