– Es una buena idea. ¿Qué has averiguado?
– Pues que era un vulgar proxeneta dedicado a la mala vida.
– Bueno, supongo que no habrá sido ninguna sorpresa. Al menos en un barrio como ese. De todas maneras, estoy impaciente por leer algún artículo tuyo sobre el Banco Mundial. Y supongo que tú también. Disculpa, Linda me está llamando. Esta noche tenemos una cena a favor de Habitat. Están llegando los peces gordos y se supone que tengo que hacer de anfitrión. Te llamaré pronto.
Will pensó que incluso en sus noches de asueto su padre y su «socia» -una palabra que Will era incapaz de pronunciar si no era poniéndola entre comillas- se dedicaban a causas moralmente dignas. Habitat for Humanity era una de las organizaciones benéficas favoritas de su padre. «Me gusta una causa que exige parte de tu tiempo y de tu esfuerzo, y no solo tu dinero -le había dicho su padre en una ocasión-. Lo que te piden es que abras tu corazón, no simplemente la cartera.»
En su despacho de juez, su padre tenía colgado un retrato suyo con el último presidente, ambos subidos en una escalera plegable, vestidos de leñadores y con un martillo en la mano. Era una fotografía tomada en una de las típicas reuniones de Habitat: construir una casa para los sin techo en un solo día. Aquella había tenido lugar en Alabama o en algún lugar parecido.
Will se preguntó por aquel afán benefactor de su progenitor. En realidad, se le antojaba sospechoso. La interpretación cínica decía que se trataba únicamente de una maniobra política para mostrar a William Monroe padre como un hombre con el carácter adecuado para ocupar los más altos cargos de la judicatura. Más concretamente, Will se preguntaba si su padre no estaría intentando mejorar sus relaciones con las circunscripciones evangélico-cristianas, que tanta influencia tenían en la selección de los candidatos al Tribunal Supremo. Algunos de los rivales de su padre eran miembros destacados de estas. Un reconocido liberal como William Monroe padre nunca estaría a su altura, pero le sería de ayuda mostrar algo de piedad. Eso era, al menos, lo que su hijo suponía.
Will fue de puntillas hasta el dormitorio y abrió ligeramente la puerta. Beth estaba profundamente dormida. Cerró nuevamente, recogió lo que quedaba de la pasta tirada en el suelo y se comió el resto directamente de la cazuela. Tenía la impresión de que un muro infranqueable acababa de alzarse en medio del apartamento y de que él y Beth se hallaban en lados opuestos.
Cogió el mando a distancia y sintonizó cualquier canal; era la CNN.
«Y ahora, las noticias internacionales: más problemas para el ministro de Economía británico, Gavin Curtis, que hoy ha sido el blanco de las críticas de la Iglesia. El obispo de Birmingham ha comparecido ante la Cámara de los Lores para aumentar la presión…»
Will se incorporó para ver mejor. Curtis parecía más viejo y agotado de lo que él recordaba. Había pasado por Oxford cuando Will estudiaba allí. En aquella época, Curtis, que estaba en la oposición y se ocupaba de cuestiones de medio ambiente, había liderado un debate de la Oxford Union. Como redactor de noticias de Cherwell, a Will le correspondió la envidiable tarea de entrevistarlo.
Hacía años que no había pensado en aquel episodio, pero en ese momento su entrevistado le causó una profunda impresión. Para empezar, Curtis lo trató con mucha deferencia, como si fuera un verdadero periodista, cuando Will apenas tenía diecinueve años. Pero lo más curioso de todo había sido que Curtis había actuado más como un profesor, un maestro, que como un político: salpicó la conversación con constantes referencias a libros y películas, le preguntó si había leído a cierto desconocido teólogo holandés o si había visto no sé qué controvertida película polaca. Cuando la entrevista concluyó, Will se sentía claramente inferior a él, pero al mismo tiempo estaba convencido de que Curtis no tenía futuro en la política porque era demasiado intelectual. Cuando su entrevistado empezó a ascender en el gobierno, Will se avergonzó de su falta de perspicacia política.
La CNN mostraba las imágenes de un clérigo de blancos cabellos vestido con un traje gris bajo el que asomaba un atisbo de púrpura. El rostro del obispo, rojo de indignación, parecía querer competir con el color de su camisa. La CNN lo identificó como el líder del equivalente británico de la Iglesia de Jesús Renacido, un ala radical de la Iglesia evangélica.
«Ese hombre es un pecador -decía el obispo ante los murmullos de aprobación y reprobación de la Cámara-. Si es cierto que ha malversado fondos públicos, debe ser despedido».
Will apagó el televisor y fue al ordenador. Beth seguiría durmiendo hasta la mañana siguiente. Pensó en despertarla para hablar con ella; tenían por norma no acostarse nunca sin haberse reconciliado. Sin embargo, estaba profundamente dormida y no iba a conseguir nada molestándola: había visto claramente su expresión. Beth podía mostrar una infinidad de expresiones distintas a lo largo de una misma noche. En más de una ocasión Will se había despertado porque su mujer reía en sueños por alguna broma secreta; pero en ese momento, incluso con el oscuro cabello cayéndole por el rostro, creyó distinguir lo que temía que fuera una arruga que cruzaba su frente, como si estuviera concentrada en algo. Will se imaginó borrándola con la simple caricia de sus dedos. Tal vez debería entrar e intentarlo. Pero no, se dijo. ¿Y si se despertaba, y la arruga reaparecía? Lo mejor era que la dejara en paz.
Quizá podía hacer algo que lo mantuviera ocupado; por ejemplo, escribir el reportaje sobre Macrae para entregarlo a primera hora. Al menos así impresionaría a Harden. Y también sería una excusa para no entrar en el dormitorio.
Se sentó ante el teclado, pero su mente seguía sin centrarse en Letitia, en Howard o en las calles de Brownsville. Sabía lo que Beth deseaba y también que la naturaleza o lo que fuera se interponía en su camino. La actitud de los médicos le había dado ánimos, pero Beth no estaba acostumbrada a ser paciente. Le gustaban las cosas claras: un diagnóstico y una línea de acción.
Además, era consciente de que la cuestión del embarazo era solo una parte de la historia; a Beth le molestaba su actitud con el trabajo, su obsesión por destacar. Cuando se conocieron, a ella le gustó su determinación y le pareció sexy; admiraba su negativa a conformarse y a vivir a la sombra del prestigio de su padre. Por ejemplo, Will podría haber vuelto a Estados Unidos tras cumplir los dieciocho y utilizar la influencia de su apellido para entrar en Yale. Ella lo admiraba por no haberlo hecho; pero en estos momentos preferiría que la ambición de su marido se hubiera atemperado. Existían otras prioridades.
Al final, cayó dormido poco después de las cuatro de la madrugada. Soñó que se hallaba en una barca, en un lago, impulsándose con una percha igual que un gondolero. Ante él, enroscada bajo un parasol, había una mujer. Seguramente era Beth, pero le costó verla con claridad. Entrecerró los ojos, decidido a comprobarlo, pero el sol lo deslumbró.
Capítulo 6
Lunes, 10. 47 h, Manhattan
El buen pecador, historia de una vida y de una muerte en Nueva York.
Will lo leyó, no en la página B6 o B11, ni siquiera en la B3, sino en la Aclass="underline" en la primera página de The New York Times.
Lo había mirado en el metro, mientras se dirigía al trabajo, lo había seguido mirando mientras caminaba hacia la redacción, y en esos momentos, sentado a su mesa, hacía esfuerzos para que nadie notara que seguía mirándolo.
Al llegar, se encontró un alud de felicitaciones en el correo electrónico; provenían tanto de colegas que se sentaban a menos de tres metros de distancia como de viejos amigos que vivían en otros continentes y que habían leído la historia en la versión on-line del periódico. Estaba recibiendo más alabanzas por el teléfono cuando notó que una corriente de energía barría las mesas como una fuerza magnética. Era Townsend McDougal, que había descendido del monte Olimpo para hacer una de sus raras visitas a las tropas. De repente, las espaldas se habían enderezado, y en los rostros había aparecido un rictus en forma de sonrisa. Will se fijó en que Amy Woodstein se apresuraba a retocarse el cabello, mientras que el veterano columnista de Sociedad barría su mesa con el brazo, escondiendo de paso, en el cajón de los lápices, varios paquetes arrugados de Marlboro.