Capítulo 59
Lunes, 14. 56 h, Brooklyn
Con fuerza Tom arrancó a Will de la silla y lo sacó por la ventana enviándolo abajo por la escalera de incendios. Indicó a TC que siguiera el mismo camino y se disponía a ir tras ella cuando echó la vista atrás. La pantalla del ordenador seguía encendida y llena de información. Tom pensó que sería terrible que su máquina, que siempre había sido su fiel aliada, acabara delatándolos a todos.
Ayudó a TC a salir y, acto seguido, se sentó ante el monitor y empezó a cerrar los distintos programas. Estaba desconectando el explorador de internet cuando la puerta se abrió violentamente.
Antes de verlo, oyó el crujido de la madera al partirse; dos hombres entraron en el apartamento. Alzó la vista y vio a uno de ellos: alto, de brazos fuertes y ojos profundamente azules. En una fracción de segundo, Tom decidió hacer lo que su instinto le decía que no hiciera: estiró la mano y desconectó el enchufe de la pared, con lo que el ordenador y todos los aparatos asociados a él se apagaron.
Sin embargo, su gesto resultó demasiado brusco para sus no invitados huéspedes, que habían sido entrenados para interpretar que un hombre que se agachaba lo hacía para coger un arma: una bala le atravesó el pecho mientras tiraba del cable de plástico blanco. Se desplomó en el suelo, y las pantallas quedaron a oscuras.
Will descendió por la escalera trasera bajando los peldaños de dos en dos. La cabeza le daba vueltas. ¿Quién iba tras él? ¿Qué había sido de TC y de Tom? ¿Adónde podía ir?
A pesar de todo, mientras saltaba de piso en piso, su mente no dejaba de repasar lo que acababa de ver. El rostro era inconfundible, y TC lo había reconocido al instante. ¿Qué impulso freudiano lo había llevado a evitarlo? Los ojos, la nariz, la fuerte mandíbula: era su padre.
Sin embargo, si de algo estaba seguro con respecto a él, era de que William Monroe padre era un racionalista declarado, un frío seglar cuyo escepticismo en asuntos religiosos podía haberle costado su mayor ambición, la de alcanzar la judicatura del Tribunal Supremo de Estados Unidos. ¿De verdad era posible que hubiera sido un seguidor de la Biblia, un fanático del Libro?
Todavía faltaban dos pisos cuando notó que la barandilla vibraba aún más. Miró hacia arriba y vio las suelas de unos zapatos que descendían tan rápidamente como él. Le faltaban varios peldaños para llegar al nivel de la calle, pero saltó y echó a correr por Smith Street sorteando a los transeúntes que salían del restaurante Salonike. Miró a su espalda y vio el tumulto que provocaba el tipo que se abría paso entre la gente.
– ¡Eh, cuidado, gilipollas!
Will dobló la esquina a todo correr agarrándose a un carrito de comida ambulante para no perder el equilibrio. Ante él se abría la Cuarta Avenida, con sus seis carriles de tráfico rápido. Tan pronto como vio un hueco, se lanzó a atravesarla.
Se hallaba de pie en la línea discontinua que separaba dos carriles de tráfico muy denso. Los conductores empezaron a pitar, convencidos de que Will era un lunático. Miró hacia atrás. Allí, un carril por detrás, se encontraba su perseguidor, el mismo hombre al que había estado a punto de pillar cometiendo un asesinato la noche anterior. Como si el flujo de vehículos le protegiera, Will se quedó mirándolo. Lo que recibió a cambio fue una mirada que lo traspasó como un rayo láser.
Se dio la vuelta y vio otro hueco entre los coches. Un segundo más y no podría aprovecharlo. Will cruzó al siguiente carril mientras se giraba y veía que su perseguidor lo imitaba. Los separaba la distancia de un coche. Distinguió un bulto en la cadera del hombre y supuso que se trataba de una pistola.
Miró ante él. El semáforo seguía en verde, pero ¿por cuánto tiempo? No tardaría en ponerse en rojo: el tráfico se detendría y él podría pasar al otro lado, pero también el sujeto con la pistola, que lo tendría perfectamente a tiro. Sin embargo, en esos momentos no había hueco para que pasara.
Solo le quedaba una opción: en lugar de cruzar echó a correr hacia la izquierda, como si quisiera alcanzar la velocidad de los coches. Corrió más deprisa, sin apartar la vista del semáforo, decidido a actuar en cuanto viera el primer destello rojo.
«Vamos, vamos.»
Se volvió. El hombre seguía a un carril de distancia y apenas se había movido de su posición anterior. Había llegado el momento. Cuando el verde pasó a rojo, el tráfico aminoró la velocidad y los coches se juntaron, Will solo tuvo que correr entre ellos agachándose. Tres. Cuatro carriles. Casi había llegado.
Una vez en el otro lado, tuvo que abrirse paso a través de una familia que aguardaba para cruzar y, sin querer, arrancó el globo que el niño llevaba en la mano. Se volvió, vio cómo se elevaba y se dio cuenta de que «Ojos de láser» se hallaba a poca distancia de él.
Por fin, Will llegó a la estación de metro de la Atlantic Avenue y se lanzó escalera abajo maldiciendo a una obesa mujer que no lo dejaba pasar. Siguió bajando y saltó por encima del torniquete confiando en que su oído no lo traicionara. Los años que había pasado viajando en el metro londinense le habían proporcionado un sexto sentido para evaluar la combinación de viento, calor y vibración que anunciaba la llegada de un convoy. En esos momentos, estaba seguro de que lo oía en el andén opuesto. Tendría que subir la escalera y cruzar el puente en escasos segundos. Oyó el golpeteo de unos pasos. Su perseguidor se acercaba.
Solo un instante los separaba. Mientras cruzaba el puente, Will vio el tren que acababa de detenerse. Sin pensarlo se deslizó por la barandilla mientras apartaba a la gente a gritos. Oyó el «bip, bip, bip» de aviso y el pitido del aire comprimido que anunciaba la inminente salida del tren. Solo un segundo más y…
Will saltó del último peldaño y por encima de la plataforma en lo que le pareció un único movimiento. La puerta casi se había cerrado tras él cuando los cuatro dedos de una mano la retuvieron. A través del cristal, Will vio la cara del hombre; sus ojos, casi translúcidos, fijos en una mirada que le produjo verdaderos escalofríos. La puerta empezó a abrirse, centímetro a centímetro.
– ¿Qué está usted haciendo? ¡Tiene que esperar el próximo tren! -exclamó una pasajera de más de setenta años utilizando su bastón para golpear en los nudillos la mano que sujetaba la puerta.
Cuando el tren empezó a moverse, los golpeó con más fuerza, hasta que, uno a uno, los dedos desaparecieron. El hombre de ojos azules se quedó en el andén, empequeñeciéndose por momentos.
– Se lo agradezco de todo corazón -le dijo Will a la mujer mientras se dejaba caer en un asiento para recobrar la respiración.
– La gente debería tener más respeto -se quejó ella.
– Es cierto -jadeó Will-. Respeto. No puedo estar más de acuerdo con usted.
Mientras el aire regresaba a sus pulmones y el oxígeno a su cerebro, Will solo era capaz de ver una imagen. Si cerraba los ojos, allí estaba, grabada bajo los párpados: su padre a la edad de veintiún años, un soldado del ejército de Jesús; y no solo del ejército, sino de su vanguardia, de la élite escogida que se creía poseedora de los secretos de la verdadera fe.
Pero ¿qué eran, exactamente? Cristianos, sin duda, pero con un deje de arrogancia porque ellos eran el pueblo elegido, y no los judíos. Eran ellos, y no los judíos, los que consideraban el judaísmo como su derecho de nacimiento; eran ellos, y no los judíos, quienes podían citar el Antiguo Testamento y todas sus profecías; ellos, los que veían las promesas hechas por Dios a Abraham como si se las hubieran hecho a ellos mismos.
Will miró por la ventana. La estación de la DeKalb Avenue. Se apeó y subió a otro tren. Que «Ojos de láser» siguiera buscando.
TC había visto claro el significado de todo aquello desde el primer momento. Si se atenían a la interpretación estricta que hacía aquella teología de la sustitución, si hacían suyo el judaísmo, lo hacían suyo en su totalidad. La historia del trato hecho por Abraham con Dios sobre Sodoma sin duda formaría parte de la herencia de esa gente, al igual que lo que derivaba de dicha historia: la creencia mística de los judíos de que el mundo era sostenido por treinta y seis hombres justos. Por alguna razón, aquella gente había hecho suya esa creencia y, además, le habían dado un nuevo giro. Estaban decididos a matar a esas buenas personas una a una. Pero, si era realmente esa extraña secta la que estaba detrás de los asesinatos, ¿por qué demonios los hasidim habían secuestrado a Beth?