Will oyó la campanilla del ascensor. Se volvió y vio que de él salían tres hombres, más o menos de su edad, vestidos con trajes oscuros como el que se había puesto para su excursión a Crown Heights. Los tres llevaban una Biblia en la mano y se dirigían hacia donde estaba.
Cuando se acercaron, Will vio que uno de ellos estaba sin aliento.
«Llegan tarde -pensó-. Es mi oportunidad.»
– No os preocupéis -les dijo cuando lo alcanzaron-, creo que todavía podemos entrar sin que nos vean.
Convencido, uno de ellos abrió la puerta y dejó pasar al grupo. El apuro era menor si se compartía entre varios. Will simplemente había pasado a formar parte de un grupo. Incluso llevaba su propia Biblia.
Encajado en el fondo, Will intentó escudriñar la sala. Para su sorpresa, era enorme, tenía las dimensiones de un salón de banquetes. Debía de haber más de dos mil personas, pero resultaba difícil saber quiénes eran porque todos tenían la cabeza gacha en actitud de oración. No se atrevió a alzar la mirada.
Al fin, una voz amplificada rompió el silencio.
– Nos arrepentimos, oh, Señor, por nuestros momentos de duda. Nos arrepentimos por el dolor y el sufrimiento que nos hemos infligido mutuamente en el planeta que el Padre nos ha confiado en su nombre. Nos arrepentimos, oh, Señor, por los siglos de pecados que nos han mantenido apartados de Tí.
Los congregados respondieron al unísono:
– En este Día de Expiación, nos arrepentimos.
Will levantó la vista intentando descubrir quién estaba hablando. Un hombre se hallaba de pie, al fondo, pero daba la espalda a la sala y resultaba imposible saber si era joven o viejo: tenía la mayor parte de la cabeza cubierta por un solideo blanco.
– Pero ahora, oh, Señor, el Día de la Expiación ha llegado. Por fin el hombre rendirá cuentas. El Gran Libro de la Vida está a punto de cerrarse para siempre. Al fin, vamos a ser juzgados.
Todos respondieron a la vez:
– Amén.
El hombre se volvió. Era de la edad de Will, y tenía aspecto de estudioso. Will se sorprendió. Parecía demasiado joven para ser el líder, y su voz era demasiado potente y grave para provenir de él.
– Tu primer pueblo, Israel, se apartó de tus enseñanzas, oh, Señor -siguió diciendo la voz.
Sin embargo, el hombre que Will había identificado como el líder no era el que hablaba. Fue entonces cuando Will reparó en la enorme pantalla que se levantaba al fondo de la sala. En ella solo aparecían dos palabras en negro sobre blanco: EL APÓSTOL. Por fin, cayó en la cuenta de que la voz que llenaba la sala no pertenecía a ninguno de los presentes. Puede que fuera una grabación o que la retransmitieran en directo desde algún lugar del exterior. Tenía una extraña cualidad metálica. En cualquier caso, al Apóstol no se lo veía por ninguna parte.
– El primer Israel se asustó de tu palabra, y recayó en otros hacer honor a tu juramento. Tal como está escrito: «Y si vosotros sois los hijos de Cristo, entonces sois los retoños de Abraham y los herederos de acuerdo con la promesa».
La congregación respondió:
– Nosotros somos los hijos de Cristo y por lo tanto de Abraham. Somos sus herederos de acuerdo con la promesa.
Will se estremeció. Así pues, aquella era la Iglesia de Jesús Renacido en su versión actualizada del siglo XXI, y aquella era la doctrina que en su momento había cautivado a su padre, a Townsend McDougal y a tantos otros. Los hombres que había en la sala -y Will cayó entonces en la cuenta de que solo había hombres- también creían en ella; eran los herederos del lugar ocupado por los judíos en el esquema divino del mundo. Ellos habían hecho suyas sus enseñanzas y las habían convertido en propias.
– Pero ahora, Señor, necesitamos tu ayuda. Rezamos para que nos guíes. Estamos muy cerca; sin embargo, el conocimiento final nos es esquivo.
«El número treinta y seis», se dijo Will.
– Por favor, permítenos llegar hasta el final de modo que el juicio de Dios caiga como la lluvia sobre la bendita tierra.
Will escrutaba la sala cuando un hombre de la primera fila se volvió y lo vio. El individuo tardó en reaccionar, pero finalmente cruzó la mirada con otro de los presentes y le hizo un gesto con la cabeza señalando a Will.
Este no vio la mano que surgió de la nada y lo sujetó por el cuello, tampoco el pie que lo golpeó bajo la rodilla obligándolo a caer de bruces. Sin embargo, mientras se desplomaba en el suelo pudo entrever al hombre que se alzaba ante éclass="underline" sus ojos eran de un azul tan claro que casi destellaban.
Capítulo 61
Lunes, 17. 46 h, Manhattan
Se había despertado. eso lo sabía, pero seguía estando todo oscuro. Intentó mover las manos y subirlas hasta la altura de los ojos, pero solo consiguió que una punzada de dolor traspasara su hombro. Las tenía atadas. Sus brazos, sus piernas, su vientre… parecía como si le hubieran arrancado una capa de tejido, y se imaginó en carne viva.
Parpadeó y notó algo que no era su pieclass="underline" tenía los ojos vendados. Intentó hablar, pero lo habían amordazado y se puso a toser.
– ¡Quítensela! -La voz sonó firme, autoritaria.
Will empezó a dar arcadas por la sensación de la mordaza que le habían retirado. Al final, consiguió articular unas palabras.
– ¿Dónde estoy?
– Ya lo verá.
– ¿Dónde demonios estoy?
– ¡No se atreva a gritarnos, señor Monroe! Le he dicho que ya lo verá.
Will notó la presencia de una o dos personas más que se acercaban.
– Ahora, llévenselo.
– ¿Adónde me llevan?
– Va usted a recibir lo que ha venido a buscar. Según parece, sus mentiras han dado resultado, señor Tom Mitchell, del periódico The Guardian, al final conseguirá su gran entrevista.
En la oscuridad, notó una fuerte mano en la espalda que lo empujó hacia delante. Caminó unos pasos; a continuación, lo sujetaron por los hombros y lo obligaron a girar a la derecha. Notó el tacto de una moqueta bajo los pies. ¿Seguía acaso en el centro de convenciones? ¿Cuánto había durado la paliza? ¿Y si se había hecho de noche? ¡Entonces el Yom Kippur habría terminado y ya sería demasiado tarde! En la oscuridad de sus vendados ojos, Will imaginó las puertas del cielo cerrándose.
– Señor, aquí está.
– Gracias, caballeros. Quitémosle estas ataduras y veámoslo. -Incluso hablando normalmente, aquel hombre parecía estar citando las Escrituras.
Will notó que unas manos liberaban sus muñecas. Luego, por fin, le quitaron la venda de los ojos dejando que la luz del día lo iluminara. Echó un rápido vistazo a su reloj.
«Gracias a Dios», se dijo. Todavía había tiempo.
– Por favor, caballeros, déjennos solos.
Ante Will se hallaba sentado tras el escritorio de una habitación de hotel el hombre al que había visto antes. Su tez tenía la severa palidez de un sacerdote de ciudad, la clase de apariencia benévola y bien intencionada que recordaba de los hombres que dirigían la Christian Union de Oxford.
– ¿Es usted el Apóstol? -preguntó Will haciendo una mueca. El simple hecho de hablar le provocaba espasmos de dolor.
– Confiaba en que su sufrimiento se hubiera aplacado. Le hemos vendado las heridas con mucho cuidado.
De repente, Will tomó conciencia de los vendajes y apósitos que le cubrían los brazos, las piernas e incluso el pecho.
– Por favor, acepte mis disculpas por el trato rudo que nos hemos visto obligados a imponerle; pero, como dice el libro de Job: «Él habla a los que sufren y los consuela en su aflicción».
– No ha contestado a mi pregunta: ¿es usted el Apóstol?
– No. -El hombre sonrió con benevolencia-. No soy el Apóstol. Únicamente lo sirvo.
– Quiero hablar con él.
– ¿Y por qué debería permitírselo?
– Porque yo sé lo que él y el resto de ustedes pretenden y tengo intención de acudir a la policía.