Выбрать главу

– Rabino… Es Will Monroe -anunció Sandy.

El rabino bajó la cabeza y abrió los ojos, como si despertara de un sueño. Luego, al ver las magulladuras del rostro de Will, su rostro reflejó sorpresa.

– Rabino, sé quién ha estado asesinando a los hombres justos, y también sé por qué lo hacen.

Los ojos del rabino se agrandaron.

– Se lo diré -prosiguió Will-. Se lo diré ahora mismo, mientras aún dispone de tiempo para detenerlos, pero primero tiene que hacer algo por mí. Debe llevarme junto a mi esposa ahora mismo.

La frente del rabino se contrajo en una arruga. Se quitó las gafas y se masajeó el puente de la nariz. Miró el reloj. Le quedaban veinte minutos. Will sabía que estaba decidiendo qué hacer.

– De acuerdo -repuso finalmente pero sin abandonar su expresión angustiada-. Venga conmigo.

Les resultó más fácil salir de la shul que atravesarla: en señal de respeto, la gente se apartaba para dejar pasar al rabino. Sin embargo, su maltrecho acompañante fue objeto de algunas miradas de curiosidad.

Salieron a la penumbra del atardecer mientras los sonidos de las plegarias llenaban el aire. El rabino caminaba rápidamente; al llegar a la esquina giró a la izquierda. Will miró su reloj. Les quedaban catorce minutos. Cada paso que daba era un tormento; aun así, casi corría.

De repente, el rabino se detuvo frente a una casa de ladrillo rojo.

– ¿Es aquí? -preguntó Will.

– Aquí es.

Will apenas podía creerlo. El edificio se hallaba a la vuelta de la esquina de la sinagoga. Sin duda había pasado frente a aquella casa más de una vez y había estado cerca de Beth sin saberlo.

Su corazón empezó a latir aceleradamente. Habían ocurrido tantas cosas que tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto a su mujer. La necesidad de abrazarla era tan intensa que a duras penas podía contenerse.

El rabino llamó a la puerta. Respondió una voz de mujer en un idioma que Will no entendió, y el rabino contestó con lo que Will supuso que debía de tratarse de una contraseña en yiddish.

Al fin, la puerta se abrió y entraron en el vestíbulo de la casa. Una mujer de unos treinta y tantos años, ataviada con un vestido de dos piezas que podía haber pertenecido a su madre, cerró la puerta tras ellos. Llevaba el cabello peinado al estilo de Crown Heights, lo cual significaba que se había puesto una peluca. Will, que había confiado en ver aparecer a Beth enseguida, dejó escapar un suspiro.

– Dos is ihr man -dijo el rabino-. Bring zie ahehr, biteh. Este es su marido. Por favor, traiga a la mujer.

La mujer desapareció escalera arriba. Will oyó puertas que se abrían, pasos y el sonido de dos personas que bajaban.

Miró y vio una larga falda que descendía la escalera. Otro chasco. Pero cuando la mujer bajó un poco más, Will reconoció sus caderas y andares. Entonces vio su rostro.

No pudo controlarse. Los ojos se le llenaron de lágrimas nada más verla; solo en ese momento se dio cuenta verdaderamente de cuánto la había echado de menos, de hasta qué punto la había añorado con toda su alma. Subió de un salto los dos peldaños que los separaban y la estrechó en sus brazos allí mismo, en la escalera. Su visión era borrosa por culpa de las lágrimas y no podía ver la cara de Beth claramente, pero notó que ella se estremecía y que temblaba entre sollozos. Ninguno de los dos podía decir nada. La estrechó con fuerza, pero no con la suficiente. Deseaba que no los separara ni el menor espacio.

Por fin, Will se apartó y la miró detenidamente por primera vez. Los ojos de ella se encontraron con los suyos con una especie de timidez desconocida para él. No se trataba de humildad, sino de algo más: era respeto, respeto por la enormidad del amor que sentían el uno hacia el otro.

Al fin, Beth consiguió articular palabra a pesar de las lágrimas.

– ¿Lo ves? Ya te lo dije, te dije que creía en ti. ¿Te acuerdas de la canción, Will? Yo sabía que vendrías por mí y me encontrarías. Lo sabía, y mira: aquí estás.

Will atrajo a Beth a su pecho, y los dos se abrazaron, indiferentes a la presencia de la mujer que había abierto la puerta y del rabino Freilich, que permanecía al pie de la escalera; indiferentes a que alguien pudiera ser testigo de sus lágrimas por hallarse de nuevo en brazos el uno del otro.

– Señor Monroe, lo siento pero… -dijo Freilich con un carraspeo-. Señor Monroe…

– Sí -repuso Will secándose la cara con la manga de la camisa-. Sí, claro. -Se volvió hacia Beth-. ¿Te han contado algo de lo que ocurre?

– No sabe nada -se adelantó Freilich-, y ahora no tenemos tiempo. Por favor, señor Monroe…

Will a duras penas sabía por dónde empezar. ¿Por una secta cristiana que creía que había heredado todas las enseñanzas judías, incluso la doctrina del lamad vav? ¿Por cómo se habían aprovechado del fervor mesiánico de Crown Heights y habían empezado a piratear su red de ordenadores hasta que finalmente habían descubierto la identidad de los treinta y seis hombres justos? ¿Por cómo esa gente había recurrido a sus seguidores repartidos por el mundo para matar uno a uno a aquellos hombres justos haciendo coincidir los asesinatos con el Día de la Expiación y los Diez Días de Penitencia? Lo resumió todo lo mejor que pudo y añadió:

– Y dentro de doce minutos, esos Diez Días habrán pasado.

– Pero ¿por qué?

– No estoy seguro. Durante la ceremonia, aquella voz, el Apóstol, lo explicaba, pero fue entonces cuando empezaron a golpearme. Aquel hombre y el otro, el más joven, dijeron algo de redención, juicio y salvación, pero no lo entendí. Lo siento. -Will miró a Beth y la cogió de la mano. Parecía totalmente perpleja.

– ¿Puede alguien contarme qué está pasando? -preguntó.

Nadie contestó, y Will meneó la cabeza como diciendo: «No hay tiempo. Luego».

El rabino Freilich se acariciaba la barba en actitud pensativa.

– ¿Y dice que ha visto a ese grupo con sus propios ojos?

– Hace apenas una hora. Están aquí, en Nueva York. Estoy convencido de que son ellos y de que han venido para terminar el trabajo. El Apóstol dijo que el conocimiento definitivo se les escapaba. Creo que todavía no saben el nombre del trigésimo sexto hombre justo, pero están decididos a encontrarlo y matarlo. Ustedes tienen que protegerlo, rabino. ¿Dónde está? ¿Se encuentra a salvo?

– Está en el lugar más seguro del mundo.

– Tiene que decírmelo. De otro modo, no podemos estar seguros de que no vayan a localizarlo.

El rabino Freilich miró el reloj de nuevo y se permitió una leve sonrisa.

– Está aquí mismo.

Capítulo 63

Lunes, 19.28 h, Crown Heights, Brooklyn

El sonido del Ne'eilah, la intensa plegaria en la hora culminante del día más sagrado de todo el año, surgía no solo de la sinagoga, sino también de los edificios circundantes.

– ¿Aquí? -preguntó Will-. ¿Quiere decir que usted…? -Se quedó mirando fijamente al rabino.

– No, señor Monroe, no soy yo.

Will miró a su alrededor, y se le empezó a hacer un nudo en el estómago. No había más hombres allí. No podía ser.

– Imposible. No pretenderá que yo…

– No, señor Monroe -contestó el rabino que, sonriendo más ampliamente, hizo un leve gesto con la cabeza en dirección a Beth.

– ¿Beth? Pero yo creía que los treinta y seis justos eran solo hombres…

– Y lo son. Su esposa lleva en sus entrañas al hombre justo que hace el número treinta y seis. Está embarazada, señor Monroe, embarazada de un niño.

– Me temo que se ha equivocado, rabino. Llevamos intentándolo desde… -Will se interrumpió al ver la expresión de Beth, que lloraba y sonreía al mismo tiempo.