Выбрать главу

– Es cierto, Will -dijo ella-. Por fin he tenido ocasión de utilizar esa prueba de embarazo que llevo en el bolso desde hace tanto tiempo. Vamos a tener un niño.

– Ya lo ve -intervino Freilich-. Su esposa no sabía que estaba embarazada, pero la Torá, sí. La Torá nos lo dijo. Fue el último mensaje que el Rebbe entregó a Yosef Yitzhok antes de morir. En ese momento nadie se dio cuenta, pero sus últimas palabras nos llevaron al versículo treinta y seis del libro del Génesis, el libro de los nuevos comienzos. Ese versículo, el décimo del capítulo decimoctavo, se mantuvo separado de los demás y no figuraba en los papeles del Rebbe ni aparecía en sus charlas. Nadie podría haberlo localizado en nuestros ordenadores. Sin embargo, nosotros calculamos las letras como sabíamos y obtuvimos una dirección: la de su casa, señor Monroe. Al principio, supusimos que el tzaddik era usted; pero luego Yosef examinó mejor las palabras del versículo. Este describe el momento en que Dios habla a Abraham y le dice que su esposa, Sarah, va a tener un hijo. Ella hace tiempo que no tiene hijos; sin embargo, va a tener uno. Yosef comprendió lo que el Rebbe quería decirnos. No teníamos que fijarnos en usted, Will, sino en su esposa. Así encontramos al más oculto de entre los ocultos. Y se trata de su hijo.

Will abrazó a Beth, pero al estrecharla notó que algo se le clavaba en el pecho a través de los vendajes y volvió a oír las palabras del sacerdote: «Le hemos vendado las heridas. Confío en que el dolor esté remitiendo».

Se abrió la camisa y se arrancó el apósito que había debajo mientras se maldecía. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¡Había seguido al pie de la letra el guión que aquel hombre le había preparado! «Intente, en cambio, alumbrar la senda.» Y eso era exactamente lo que había hecho. Desde luego, allí estaba, oculto entre los vendajes: un simple cable conectado por un extremo a un diminuto transmisor y, por el otro, a un micrófono.

Pasó un segundo, quizá dos antes de que forzaran la puerta a golpes. Mientras esta golpeaba la pared violentamente, Will alcanzó a distinguir dos cosas: dos ojos de un azul muy claro y el cañón de un revólver con silenciador. El instinto, más que el razonamiento, lo llevó a proteger a Beth mientras echaba una rápida ojeada al reloj: faltaban nueve minutos.

El rabino Freilich y la mujer de la casa se quedaron petrificados por la sorpresa.

– Gracias, William. Has hecho exactamente lo que te pedimos.

La voz no pertenecía al pistolero, sino a la figura que se alzaba tras él y que entraba en la estancia. Su sonido paralizó a Will, que supo que estaba oyendo al líder de la Iglesia de Jesús Renacido, al hombre que había ordenado el asesinato de treinta y cinco de los hombres más virtuosos del planeta, el hombre que deseaba desencadenar ni más ni menos que el fin de los días. Y aun así, aquel rostro y aquella voz pertenecían a alguien a quien conocía desde siempre.

Capítulo 64

Lunes, 19.33 h, Crown Heights, Brooklyn

Hola, William. Will notó que la cabeza le martilleaba. La habitación parecía dar vueltas. Beth, acurrucada tras él, le cogió la mano y contuvo un grito. El rabino Freilich y la mujer no se movieron de donde estaban. Todos se habían quedado de una pieza.

– ¿Cómo? ¿Tú…? No lo entiendo.

– No te culpo, Will. ¿Cómo ibas a entenderlo? Nunca os conté nada de esto, ni a ti ni a tu madre. Ella no lo entendería.

– Pero, yo…, yo… -balbuceó Will-. ¡Pero eres mi padre! -añadió como si aquello fuera una explicación racional.

– Lo soy, Will, pero también soy el líder de este movimiento. Yo soy el Apóstol, y tú nos has hecho el servicio más grande del mundo, tal como yo sabía qué harías: nos has llevado hasta el último de los justos. Solo por eso te has ganado un lugar en el mundo que está por venir.

Will parpadeó igual que un fugitivo deslumbrado por las luces de sus perseguidores. Era incapaz de asimilar lo que estaba viendo y escuchando.

¡Su padre! ¿Cómo era posible que su padre, un hombre dedicado a la ley y a la justicia, pudiera ser el instigador de tantos y tan crueles asesinatos? ¿De verdad creía su padre, que siempre había sido un inflexible racionalista, en todas esas historias de convertirse en el pueblo elegido por Dios y en el fin de los tiempos? ¡Claro que creía en ello! La pregunta era cómo había conseguido ocultarlo durante tantos años y convencer a todo el mundo de que su único Dios era el código legal y la Constitución de Estados Unidos. ¿De verdad su padre había tramado un plan para asesinar a tres docenas de buenas personas, la última esperanza de la humanidad?

Durante una fracción de segundo, una imagen surgió en su mente: el rostro de alguien a quien no había visto en años, el de su abuela sirviendo el té en el jardín de su casa de Inglaterra. Lucía el sol, pero en lo único en que Will se fijaba era en el gesto de sus labios mientras ella murmuraba las palabras que a él tanto lo habían intrigado a lo largo de los años: «La otra gran pasión de tu padre». De modo que esa era, esa había sido la fuerza que había separado a sus padres cuando eran jóvenes; no había sido otra mujer, ni tampoco la entrega al mundo del derecho. Había sido su fe, su fanatismo.

A Will lo asaltaron un millón de preguntas, pero solo fue capaz de plantear una:

– Así, ¿desde el principio estabais al corriente de lo de Beth? -dijo mientras extendía los brazos para protegerla.

– Yo no tuve nada que ver con eso, William. El secuestro fue una iniciativa de tus amigos judíos, suya y de nadie más. -Monroe padre hizo un gesto señalando al rabino-. Cuando me contaste que Beth había sido raptada, tuve mis sospechas, pero cuando localizaste a sus captores en Crown Heights, entonces estuve seguro. Tardé un tiempo en darme cuenta. Al principio, pensé que se trataba de alguien que quería que dejaras de trabajar en tu reportaje. ¡Lo estabas haciendo tan bien! Primero Howard Macrae, después Pat Baxter… Parecía que estabas a punto de descubrirlo todo, pero entonces me di cuenta de que los hasidim no habían capturado a Beth para detenerte. No habría tenido sentido. La habían capturado para detenerme a mí. Y para eso solo cabía una explicación: tenían que darle cobijo porque, a su vez, ella era quien cobijaba al justo número treinta y seis.

– Tú sabías lo que estaba ocurriendo, pero no me ayudaste. Tú no…

– No, William. Lo que yo quería era que tú me ayudaras a mí. Sabía que no descansarías hasta haber encontrado a Beth y que, durante tu busca, nos llevarías hasta ella. Tenía razón.

Will tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse en pie. La habitación le daba vueltas, y a sus pulmones les faltaba el aire. Apenas consiguió articular unas palabras:

– Esto es una locura.

– ¿Crees que es una locura? ¿Tienes de verdad la menor idea de lo que está sucediendo?

– Lo que creo es que estás asesinando a los justos de este mundo.

– Bueno, William, yo no utilizaría precisamente esas palabras. Desde luego que no. Me gustaría que tuvieras una perspectiva más amplia, que vieras las cosas en su conjunto. -Will no le había oído nunca aquel tono de voz, en ningún momento. Era la voz de un estricto maestro que esperaba ser obedecido. Fuera cual fuese el dispositivo electrónico que habían utilizado en la capilla para distorsionar esa voz, no había servido para enmascarar aquel tono, el de la autoridad del Apóstol-. El cristianismo ha entendido lo que el judaísmo no ha sido capaz de comprender, lo que los judíos se han negado tozudamente a asimilar. ¡No han querido ver lo que tenían ante sus narices! Creían que mientras hubiera en el mundo treinta y seis almas justas todo iría bien. Se consolaron con esa idea, pero no comprendieron su verdadero poder.