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El sistema nervioso de Will sufrió un ataque de furia.

– ¿Y tú, padre? ¿Lo harías? ¿Matarías a tu propio hijo? ¿Me matarías a mí para poner fin a este mundo?

– Sí, William, lo haría. Lo haría sin dudarlo.

Will sintió la necesidad de sentarse y de cerrar los ojos. Estaba mareado.

De repente, justo en el extremo de su campo de visión, apreció cierto movimiento. Era la mujer de la casa, que se acercaba al hombre de ojos azules por la espalda blandiendo algún tipo de palo. Vio que se trataba de uno de los pilares de la barandilla. Casi sin darse la vuelta, el hombre apuntó con su pistola directamente al rostro de la mujer y disparó dos veces, rociando las paredes con una cascada de sangre, masa encefálica y hueso. El cuerpo se desplomó, y se produjo un instante de silencio. Luego, Will oyó que Beth gemía a su espalda. Sus propias manos estaban temblando.

– Debemos actuar deprisa, William. No podemos tolerar más retrasos. El Todopoderoso ha señalado un momento y a una persona para que dé este último y definitivo paso. El momento es ahora, y la persona eres tú.

Will calculó que apenas debían de quedar unos minutos. De fuera le llegó el sonido de un coro de voces.

Avinu Malkeinu Chatmeinu b'sefer chaim…

Nuestro Padre, nuestro Rey, séllanos en el libro de la vida…

Incluso amortiguado por las paredes, la intensidad de la plegaria resultaba inconfundible. No comprendía las palabras, pero sí lo que pretendían decir: en el último minuto de la hora undécima, rezaban por su salvación.

La hoja centelleaba con el mismo brillo y fiereza que veía en los ojos de su padre. Este habló lentamente, pero con una mirada fanática:

– Toma este cuchillo, Will, y haz lo correcto. Haz lo que Dios te ha encomendado. Ahora es el momento.

Will miró al rabino, que por fin se decidió a hablar con voz trémula. Tenía el rostro salpicado por la sangre de la mujer que acababa de ser asesinada en su presencia y parecía jadear.

– Su padre tiene razón, Will. Este es el momento en que debe decidirse. Eso es lo que Dios, en su infinita sabiduría, nos ha entregado a todos: la libre capacidad de decidir. Dios nos deja elegir, y ahora la elección es suya. A usted le toca decidir qué va a hacer.

Will echó una última y rápida ojeada a su reloj. Si pudiera estirar el tiempo…

Sin embargo, el instante siguiente anuló cualquier decisión que pudiera tomar: con un grito de «¡Basta de charla!», el hombre de ojos claros lo encañonó con la pistola, entrecerrando los ojos mientras apuntaba, pero Will sabía que el blanco no era él, sino Beth y el hijo que llevaba en las entrañas.

Alzó las manos, impotente, y gritó «¡No!»; sin embargo, cuando la palabra apenas había salido de su boca se vio empujado a un lado. Mientras tropezaba oyó el primer disparo, y después, otro, y vio la figura del rabino que se desplomaba. Freilich había saltado, apartándolo de la trayectoria de la bala y protegiendo a Beth con su cuerpo. El rabino acababa de tomar su propia decisión, la de recibir las balas destinadas al hijo no nacido de Will.

Will aprovechó la ocasión: se lanzó contra el pistolero y sujetó el arma. El hombre apretó el gatillo, pero había perdido el equilibrio y el proyectil atravesó una de las ventanas que daban a la calle. Will intentó arrebatarle la pistola, pero vio que su padre, cuchillo en mano, iba hacia el cuerpo de Freilich en busca de Beth.

Echando mano de una fuerza que ignoraba que tenía, Will sujetaba el brazo armado del asesino intentando inmovilizárselo en la espalda con la llave Nelson que había aprendido en el colegio. El hombre, al notar que su presa en la culata se aflojaba, empezó a gemir. Will intentó sujetarla con dos dedos pero no fue suficiente. Por el rabillo del ojo vio que su padre había apartado el cadáver de Freilich y que en cuestión de segundos hundiría el cuchillo en el cuerpo de Beth.

Will deseó poder soltar al hombre de ojos claros para detener a su padre, pero sabía que no serviría de nada. El asesino lo mataría antes de que hubiera podido cruzar la habitación. Debía hacerse con el arma. Retorció el brazo del hombre con más fuerza en un desesperado intento de quitarle la pistola, pero sin resultado. El arma no cayó de su mano, al contrario, el asesino la sujetó con más fuerza aún y apretó el gatillo sin querer.

Will oyó la amortiguada detonación y se miró las manos, esperando vérselas arrancadas de cuajo. Estaba cubierto de sangre. Tardó un segundo en comprender que no era suya: «Ojos de láser» se había disparado en la espalda.

En ese momento vio que su padre se había distraído brevemente al oír el disparo. Sus miradas se cruzaron un instante. William Monroe se volvió hacia su nuera con el rostro arrebolado, acabó de apartar el cuerpo inerte de Freilich y alzó el cuchillo, decidido a clavárselo en el vientre.

Will se abalanzó contra su padre con la misma carga de rugby que este le había enseñado hacía más de veinte años. Lo derribó, lo apartó de Beth pero no logró arrebatarle el cuchillo. Se colocó encima de su padre y lo miró a los ojos.

– Quítate de encima, William -le dijo su padre tensando los músculos del cuello-. Casi no nos queda tiempo.

La fuerza del anciano sorprendió a Will, que tuvo que hacer un supremo esfuerzo para mantenerle los brazos pegados al suelo. Su padre tenía el rostro congestionado en su intento de empujar a su hijo a un lado. Además, seguía conservando el cuchillo en la mano.

De repente, Will notó una nueva presión. Su padre estaba utilizando las rodillas para empujarlo, y funcionaba. El juez volvió a golpearlo y consiguió apartar a su hijo y ponerse en pie. Cuchillo en mano, dio dos decididos pasos hacia Beth, que en esos momentos se hallaba contra la pared, en un rincón.

Will vio que su padre blandía el cuchillo en el aire, dispuesto a hundirlo en el vientre de Beth, cuando ella le sujetó la muñeca con ambas manos e intentó inmovilizársela con todas sus fuerzas. La hoja quedó momentáneamente suspendida por el choque entre la determinación de un fanático y la determinación de una madre que protege a su hijo. Ambas fuerzas se neutralizaron. Will se dio cuenta de que ya había visto antes aquel fiero destello en la mirada de su esposa: era la misma salvaje decisión que había presenciado en su sueño: entonces, Beth también había protegido a un niño.

Sin embargo, la superior musculatura del hombre empezaba a imponerse. La mano avanzó, y el cuchillo describió brutales arcos ante el vientre de Beth, hasta abrir un desgarrón en su ropa.

Will notó una descarga de adrenalina. La adrenalina de los que están verdaderamente desesperados. Medio tropezando, se dirigió hacia el cuerpo inerte del asesino, desprendió los rígidos dedos que seguían aferrando la culata y cogió la pistola. Se irguió paralelo a Beth, apuntó a la cabeza de su padre y apretó el gatillo.

EPÍLOGO

Seis meses después

A Will siempre le había gustado el rito de la tarta en la oficina. Se ponía en circulación un mensaje para anunciar que alguien celebraba un aniversario, un acontecimiento importante o simplemente que se marchaba.

Aquellas pequeñas ceremonias -el discurso del jefe del departamento, la respuesta del agasajado- siempre despertaban en Will un cálido sentimiento de satisfacción, que se debía principalmente a que todavía era nuevo en el periódico y que eso le permitía disfrutar de sentirse miembro de tan venerable institución.