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Comprendí que las carreteras no eran lugar para mí, y seguí adelante por los caminos vecinales. No resultaba fácil sin un mapa, pues corría el riesgo de meterme en el camino de una granja y desembocar en un estanque de patos o un establo, y no podía permitirme el lujo de sufrir un retraso. Empecé a darme cuenta de lo tonto que había sido al robar el coche. El gran automóvil verde constituiría una pista imborrable de mi paso a todo lo ancho de Escocia. Si lo abandonaba y continuaba a pie, no tardarían más de una hora o dos horas en descubrirlo y yo no podría disfrutar de ventaja en la carrera.

Lo primero que debía hacer era llegar al más solitario de los caminos. No me costó encontrarlo cuando me topé con un afluente del río mayor, y llegué a un valle con empinadas colinas a todo mí alrededor y a un tortuoso camino que cruzaba un desfiladero al final. Aquí no vi a nadie, pero me estaba llevando demasiado hacia el norte, de modo que giré hacia el este por un sendero muy malo y finalmente hallé una línea férrea de doble vía. Desde allí vi otro ancho valle, y pensé que si lo cruzaba quizá encontraría una remota posada donde pasar la noche. Empezaba a caer la tarde y yo estaba hambriento, pues desde el desayuno no había comido nada aparte de un par de bollos que había comprado por el camino.

En aquel momento oí un ruido en el cielo, y he aquí que veo aquel infernal avión, volando bajo y acercándose rápidamente a mí, unos quince kilómetros al sur.

Tuve el sentido común de recordar que en un páramo desnudo estaba a merced del aeroplano, y que mi única posibilidad era llegar al frondoso refugio del valle. Bajé la colina con la velocidad de un rayo, girando la cabeza, siempre que me atrevía, para observar a aquella maldita máquina voladora. No tardé en alcanzar un camino que discurría entre setos y descendía hacia el profundo valle de un arroyo. Después había un pequeño bosque, donde aminoré la velocidad.

De repente oí el rugido de otro coche a mi izquierda, y vi con horror que estaba llegando a la altura de dos pilares a través de los cuáles un sendero particular desembocaba en el camino. Mi bocina exhaló un sonido agonizante, pero era demasiado tarde. Pisé el pedal del freno, pero mi ímpetu resultaba demasiado grande, y un coche se cruzó en mi camino. El desastre se había producido sin remedio.

Hice lo único que podía hacer, y me lancé contra el seto de la derecha, confiando en hallar algo blando al otro lado.

Pero me equivoqué. Mi coche se deslizó a través del seto igual que mantequilla, y después cabeceó hacia adelante. Vi lo que iba a pasar, salté del asiento, y hubiera seguido saltando de no ser por la rama de un espino que me golpeó en el pecho, me levantó y me sostuvo, mientras una o dos toneladas de costoso metal resbalaban por debajo de mí, dando tumbos, y caían unos quince metros hasta el cauce de un riachuelo.

La rama cedió lentamente bajo mi peso. Primero caí encima del seto, y después sobre un emparrado de ortigas. Me estaba levantando cuando una mano me cogió del brazo, y una voz asustada preguntó si estaba herido.

Alcé la mirada y vi a un hombre joven con gafas y un gabán de cuero, que no cesaba de dar gracias a Dios y pedir disculpas. Por mi parte, en cuanto hube recobrado el aliento, no pude menos que alegrarme. Éste era un modo ideal para librarme del coche.

– Ha sido culpa mía, señor -contesté-. Es una suerte que no haya añadido un homicidio a mis locuras. Éste es el fin de mi viaje en coche por Escocia, pero habría podido ser el fin de mi vida.

Extrajo un reloj y lo miró.

– Es usted una buena persona -dijo-. Dispongo de un cuarto de hora, y mi casa está a dos minutos de aquí. Le daré ropa, comida y una cama.

Por cierto, ¿dónde tiene la maleta? ¿En el río, junto al coche?

– Lo llevo todo en el bolsillo -dije, sacando un cepillo de dientes-. Vengo de las colonias y viajo con poco equipaje.

– ¿De las colonias? -exclamó-. Por Dios, usted es el hombre que necesito. ¿Es, por una bendita casualidad, un librecambista?

– Lo soy -repuse, sin tener ni la más remota idea de lo que quería decir.

Me dio una palmada en la espalda y me hizo subir rápidamente a su coche. Tres minutos después nos detuvimos ante un pabellón de caza enclavado entre pinos, y me condujo al interior. Primero me llevó a un dormitorio y me sacó media docena de sus trajes, pues el mío había quedado reducido a jirones. Escogí uno de sarga azul, totalmente distinto de mi atuendo anterior, y una camisa blanca. Después me arrastró al comedor en cuya mesa estaban los restos de una comida, y me anunció que tenía cinco minutos para alimentarme.

– Puede llevarse un bocadillo, y cenaremos a la vuelta. Tengo que estar en la logia masónica a las ocho si no quiero que mi agente me dé un rapapolvo.

Tomé una taza de café y un poco de jamón, mientras el charlaba junto a la chimenea.

– Me encuentra usted en un gran apuro, señor…; por cierto, no me ha dicho su nombre. ¿Twisdon? ¿Pariente del viejo Tommy Twisdon del Sexagésimo? ¿No? Bueno, debe saber que soy candidato liberal por esta parte del mundo, y esta noche tengo un mitin en Brattlenurn; es la ciudad más grande, y una infernal fortaleza conservadora. Había logrado que el ex ministro de las colonias, Crumpleton, viniera a hablar esta noche, y lo anuncié a los cuatro vientos. Esta tarde he recibido un telegrama de ese rufián diciendo que había contraído la gripe en Blackpool, y me he quedado solo frente al peligro. Pensaba hablar diez minutos y ahora tendré que hacerlo cuarenta, aunque llevo tres horas estrujándome el cerebro y no se me ocurre nada que decir. Sea bueno y ayúdeme. Es librecambista y puede explicar a nuestra gente lo que significa el proteccionismo en las colonias. Todos ustedes tienen el don de la palabra… ojalá yo lo tuviera. Le estaré eternamente agradecido.

Yo apenas sabía nada del comercio libre, pero no vi ninguna otra oportunidad para conseguir lo que quería. Mi joven caballero estaba demasiado absorto en sus propias dificultades para pensar en lo extraño que era pedirle a un desconocido que había estado al borde de la muerte y perdido un coche de mil guineas que participara en un mitin a los poco momentos. Sin embargo, mis necesidades no me permitían extrañarme de nada ni escoger a mis aliados.

– De acuerdo -dije-. No soy un gran conferenciante, pero les hablaré un poco de Australia.

Al oír mis palabras, la inquietud se borró de su rostro y me dio calurosamente las gracias. Me prestó un amplio gabán -ni siquiera se le ocurrió preguntarme por qué había iniciado un viaje en coche sin llevar uno- y, mientras nos deslizábamos por los polvorientos caminos, desgranó en mis oídos los simples hechos de su historia. Era huérfano, y su tío le había criado; he olvidado el nombre de su tío, pero estaba en el consejo de ministros y sus discursos aparecían en los periódicos. Había dado la vuelta al mundo después de dejar Cambridge, y después, al encontrarse en la necesidad de hacer algo, su tío le había recomendado la política. Deduje que no tenía preferencias por ningún partido. «Hay buenas personas en los dos -dijo alegremente-, y también muchos oportunistas. Yo soy liberal porque mi familia siempre lo ha sido.» Pero si era tibio políticamente, tenía firmes opiniones en otras cosas. Descubrió que yo entendía un poco de caballos, y charló por los codos sobre los concursantes en el Derby; y tenía muchos planes para mejorar su puntería. En conjunto, un joven muy honesto, respetable e inexperto.

Cuando atravesábamos una pequeña ciudad, dos agentes de policía nos hicieron parar y enfocaron sus linternas sobre nosotros.

– Lo siento, sir Harry -dijo uno-. Tenemos instrucciones de buscar un coche, y por la descripción se parece al suyo.