Выбрать главу

– No se preocupe -repuso mi anfitrión, mientras yo daba las gracias a la providencia por los tortuosos caminos que me habían llevado a la seguridad. A partir de entonces no volvimos a hablar, pues su mente estuvo muy ocupada ensayando su próximo discurso. Sus labios murmuraban, tenía una mirada ausente, y yo empecé a prepararme para una segunda catástrofe. Yo también intenté pensar en algo que decir, pero tenía la mente en blanco. No me di cuenta de nada hasta que nos detuvimos frente a una puerta de una calle, y fuimos recibidos por varios caballeros con escarapelas.

En la sala había unas quinientas personas, en su mayoría mujeres, gran cantidad de calvos y una o dos docenas de hombres jóvenes. El presidente, un clérigo de nariz rojiza, lamentó la ausencia de Crumpleton, monologó sobre su gripe y me presentó como un «gran líder del pensamiento australiano». Había dos policías junto a la puerta, y esperé que tomaran nota de ese testimonio. Después sir Harry comenzó.

Yo nunca había oído nada parecido. No tenía ni idea de hablar en público. Llevaba un montón de notas, que leyó, y cuando las terminó empezó a tartamudear. De vez en cuando recordaba una frase que había aprendido de memoria, se enderezaba y la pronunciaba como Henry Irving, y un momento después se encorvaba y consultaba sus papeles. Además, dijo toda clase de tonterías. Habló de la «amenaza alemana», y declaró que era una invención de los conservadores para desposeer a los pobres de sus derechos y contener el flujo de reformas sociales, pero esta «clase obrera organizada» se daba cuenta de ello y despreciaba a los conservadores. Manifestó que nuestra Marina era una prueba de nuestra buena fe, y envió un ultimátum a Alemania aconsejándole que hiciera lo mismo si no quería que la redujéramos a pedazos. Dijo que, a no ser por los conservadores, Alemania y Gran Bretaña serían estrechos colaboradores para alcanzar la paz y las reformas. Pensé en la pequeña agenda negra que llevaba en el bolsillo. ¡Como si a los amigos de Scudder les importaran la paz y las reformas!

Sin embargo, el discurso me gustó. Se veía la honradez del hombre tras los disparates que le habían inculcado. Además me quitó un peso de encima. Por muy mal orador que fuese, era mucho mejor que sir Harry.

No me desenvolví tan mal cuando me llegó el turno. Les dije todo lo que recordaba de Australia, rogando para que allí no hubiera ningún australiano; todo sobre su partido laborista, la emigración y el servicio universal. Dudo que me acordara de mencionar el comercio libre, pero dije que en Australia no había conservadores, sólo laboristas y liberales. Esto provocó una salva de aplausos, y les despabilé un poco cuando les hablé de la gloria que el Imperio podría alcanzar si respaldábamos a las colonias.

En conjunto, creo que tuve bastante éxito. El clérigo no me gustó, y cuando propuso un voto de agradecimiento, habló del discurso de sir Harry como «propio de un estadista» y del mío como muestra de «la elocuencia de un agente de emigración».

Cuando estuvimos de nuevo en el coche, mi anfitrión dio rienda suelta a su alegría por haber pasado el mal trago.

– Un excelente discurso, Twisdon -dijo-. Ahora vendrá a casa conmigo. Vivo solo, y si se queda uno o dos días iremos juntos a pescar.

Tomamos una cena caliente -a mí me supo a gloria- y después bebimos grog en un acogedor salón de fumar con un chisporroteante fuego. Consideré que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. Vi que aquél era un hombre en el que se podía confiar.

– Escuche, sir Harry -dije-, tengo algo muy importante que revelarle: Usted es una buena persona, y voy a serle franco. ¿Se puede saber de dónde ha sacado todas las tonterías que ha dicho esta noche?

Su rostro se nubló.

– ¿Tan mal he estado? -preguntó tristemente-. Ya me parecía bastante pobre. Lo saqué del Progessive Magazine y unos folletos que me envía mi agente. No creerá que Alemania llegue a declararnos la guerra, ¿verdad?

– Haga esta pregunta dentro de seis semanas y no necesitará contestación -repuse-. Si dispone de media hora, le contaré una historia.

Aún puedo ver aquella habitación con las cabezas de ciervo y los grabados antiguos en las paredes, a sir Harry apoyado en la repisa de la chimenea, y a mí mismo sentado en una butaca, hablando. Perecía ser otra persona, oyendo mi propia voz y evaluando cuidadosamente la fiabilidad de mi relato. Era la primera vez que decía toda la verdad a alguien, y no me perjudicó hacerlo, pues me ayudó a poner mis ideas en orden. No omití ni un solo detalle. Le hablé de Scudder y del lechero, de la agenda, y de mis andanzas por Galloway. Sir Harry se excitó mucho y empezó a andar de un lado a otro de la estancia.

– Ahora ya lo sabe -concluí-, tiene en su casa al principal sospechoso del asesinato de Portland Place. Su deber es llamar a la policía y entregarme. No creo que pueda ir muy lejos. Habrá un accidente, y tendré un cuchillo en las costillas una o dos horas después del arresto. Sin embargo, es su deber como ciudadano cumplidor de la ley. Quizá se arrepienta dentro de un mes, pero no tiene motivos para pensar así.

Me miró con ojos brillantes y escrutadores.

– ¿A qué se dedicaba usted en Rodesia, señor Hannay? -preguntó.

– Trabajaba como ingeniero de minas -dije-;

he hecho mi fortuna honradamente, y he disfrutado haciéndola.

– No es una profesión que altere los nervios, ¿verdad?

Me eché a reír.

– Bueno, tengo los nervios muy templados -descolgué un cuchillo de caza de la pared, y realicé el viejo truco de lanzarlo al aire y cogerlo con los labios. Esto requiere mucha serenidad.

El me observó con una sonrisa.

– No quiero pruebas. Quizá sea un tonto encima de un estrado, pero sé juzgar a los hombre. Usted no es un asesino, y creo que ha dicho la verdad. Voy a respaldarle. ¿Qué quiere que haga?

– En primer lugar, quiero que escriba una carta a su tío. Tengo que ponerme en contacto con alguien del Gobierno antes del quince de junio.

Él se retorció el bigote.

– Eso no le servirá de nada. Es competencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, y mi tío no podría ayudarle. Además, no lograría convencerle. No, tengo una idea mejor. Escribiré al secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es mi padrino, y un hombre influyente. ¿Qué quiere?

Se sentó a una mesa y escribió lo que le dicté. En esencia, era que un hombre llamado Twisdon (me pareció mejor conservar ese nombre) iría a verle antes del quince de junio y que debía tratarle bien. Dijo que Twisdon demostraría su bona fides con las palabras «Piedra Negra» y silbando Annie Laurie.

– Muy bien -dijo sir Harry-. Esto ya está hecho. Por cierto, encontrará a mi padrino, se llama sir Walter Bullivant, en su casa de campo de Whitsuntide. Está cerca de Artinswell, junto al Kennet. Y ahora, ¿qué otra cosa quiere?

– Somos de la misma estatura. Présteme el traje de tweed más viejo que tenga. Cualquiera me servirá, mientras sea de un color totalmente distinto al de las ropas que he destruido esta tarde. Después enséñeme un mapa de los alrededores y explíqueme cómo puedo llegar a algún escondite seguro. Si esos tipos se presentan, dígales que tomé el expreso del sur después del mitin.

Hizo, o prometió hacer, todas estas cosas. Me afeité los restos del bigote y me puse un viejo traje de tweed. El mapa me proporcionó una idea de mi paradero, y me reveló las dos cosas que quería saber: dónde podía abordarse la línea férrea que iba hacia el sur y cuáles eran los distritos más despoblados de las cercanías.

A las dos, sir Harry me despertó de mis cabeceos en la butaca del salón de fumar y me acompañó al exterior. Encontró una vieja bicicleta en un cobertizo de herramientas y me la dio.

– Tome el primer camino a la derecha y siga el bosque de pinos -aconsejó-. Al amanecer se habrá internado bastante en las colinas. Después yo arrojaría la bicicleta a un pantano y seguiría por los páramos a pie. Puede pasar una semana entre los pastores, y estará tan seguro como en Nueva Guinea.