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Pedaleé diligentemente por los empinados senderos de grava hasta que el cielo se tiñó de rosa. Cuando la oscuridad dio paso a la luz del sol, me encontré en un extenso mundo verde con valles por todas partes y un lejano horizonte azul. Aquí, en todo caso, avistaría a mis enemigos desde muy lejos.

5. La aventura del picapedrero miope

Me senté en la misma cima del monte y pasé revista a mi posición.

A mis espaldas, el camino ascendía a través de una larga hendidura en las colinas, la cual era el cauce superior de algún río importante. Delante había un espacio llano de unos dos kilómetros, cubierto de agujeros pantanosos y montículos de hierba, y más allá el camino descendía por otro valle hasta una llanura cuya oscuridad azulada se desvanecía en la distancia. A derecha e izquierda había verdes colinas de cumbre redondeada, pero hacia el sur -es decir, a mano izquierda- se divisaban altas montañas de brezos, que identifiqué como el lugar que había escogido para refugiarme en el mapa. Yo estaba en la colina central de una enorme altiplanicie, y veía todo lo que se movía en muchos kilómetros a la redonda. En la pradera situada junto al camino un kilómetro más atrás humeaba la chimenea de una casita, pero éste era el único signo de vida humana. Los únicos sonidos perceptibles eran el canto de los chorlitos y el rumor de pequeños arroyos.

Eran alrededor de las siete, y mientras descansaba oí nuevamente aquel ominoso rugido en el aire. Entonces comprendí que mi posición ventajosa también podía ser una trampa. En aquellas desnudas extensiones verdes no habría podido ocultarse ni un pajarillo.

Me quedé inmóvil y aterrado mientras el rugido aumentaba en intensidad. De pronto vi que un avión se acercaba por el este. Volaba a gran altura, pero de repente descendió sobre las montañas de brezos, como un halcón antes de atacar. Ahora volaba muy bajo, y el observador de a bordo me avistó. Vi que uno de los ocupantes me examinaba con unos prismáticos.

Al cabo de un momento empezó a elevarse en rápidas espirales, y después puso nuevamente rumbo hacia el este hasta convertirse en una mota en el cielo azul.

Esto me impulsó a pensar con rapidez. Mis enemigos me habían localizado, y no tardarían en formar un cordón a mí alrededor. No sabía con qué fuerzas contaban, pero estaba seguro de que serían suficientes. Desde el avión habían visto mi bicicleta, y supondrían que intentaría huir por el camino. En este caso mi salvación podía estar en los páramos de la derecha o la izquierda. Saqué la bicicleta unos cien metros del camino y la arroje a un agujero pantanoso, donde se hundió entre malezas y ranúnculos. Después subí a una loma desde la que se dominaban los dos valles. No había ni un ser viviente en la larga cinta blanca que los atravesaba.

Ya he dicho que en aquel lugar no habría podido esconderse ni una rata. A medida que avanzaba el día fue inundándose de luz hasta que tuvo la fragante luminosidad de la estepa sudafricana. En otro momento el lugar me habría gustado, pero ahora parecía sofocarme. Los amplios páramos eran los muros de una prisión, y el penetrante aire de las colinas era el aliento de un calabozo.

Lancé una moneda -cara a la derecha, cruz a la izquierda- y salió cara, de modo que me volví hacia el norte. Al poco rato llegué a la cresta de la loma, que era el muro de contención del desfiladero. Vi el camino a lo largo de unos quince kilómetros,,y al fondo algo se estaba moviendo, y ese algo me pareció un automóvil. Más allá de la loma se extendía un ondulante páramo verde, que desembocaba en frondosos valles.

Mi vida en la estepa me había proporcionado los ojos de un lince, y veo cosas para las que otros hombres necesitarían telescopio… Al pie de la ladera, a unos tres kilómetros de distancia, varios hombres avanzaban como una hilera de batidores en una cacería…

Me perdí de vista detrás de la línea del horizonte. Aquel camino estaba vedado para mí, y debería intentar las colinas más altas del sur. El coche que había visto se estaba acercando, pero aún se hallaba muy lejos y tenía varias empinadas cuestas por delante. Eché a correr, agazapándome excepto en las depresiones, y mientras corría escudriñaba la cresta de la colina que se alzaba ante mí. ¿Eran imaginaciones mías, o veía realmente figuras -una, dos, quizá más- andando por un valle más allá del riachuelo?

Si estás rodeado por todas partes en un pedazo de tierra sólo hay una escapatoria posible. Debes quedarte en ese pedazo de tierra, y dejar que tus enemigos te busquen y no te encuentren. Esto estaba muy bien, pero ¿cómo demonios iba yo a pasar desapercibido en aquel lugar? Me habría enterrado en barro hasta el cuello o hundido en agua o trepado al árbol más alto, pero no había ni una rama, los agujeros pantanosos eran como charcos, y el riachuelo era un simple goteo. Sólo contaba con los pequeños brezos, los desnudos páramos y el blanco camino.

Después, en un recodo del camino, junto a un montón de piedras, encontré al picapedrero.

Acababa de llegar, y estaba dejando caer su martillo con cansancio. Me miró con los ojos sin brillo y bostezó.

– En mala hora fui a dejar el rebaño -dijo, como hablando consigo mismo-. Allí era mi propio jefe. Ahora soy un esclavo del Gobierno, siempre en el camino, con la espalda hecha polvo.

Levantó el martillo, golpeó una piedra, soltó el instrumento con una maldición y se llevó ambas manos a los oídos.

– ¡Piedad! ¡Me estalla la cabeza! -exclamó.

Era todo un personaje, aproximadamente de mi estatura, pero muy encorvado, con una barba de una semana y unas gafas de concha.

– Ya no puedo más -volvió a exclamar-. Que el inspector piense lo que quiera. Yo me voy a la cama.

Le pregunté cuál era el problema, aunque estaba muy claro.

– El problema es que he bebido. Ayer por la noche casé a mi hija Merran, y estuvimos bailando hasta quién sabe qué hora. Yo y otros amigos nos pusimos a beber, y así estoy yo. ¡En mala hora se me ocurrió ir a darle a la botella!

Le di la razón en lo de la cama.

– Es muy fácil de decir -gimió-, pero ayer recibí una postal avisándome de que el nuevo inspector de caminos se dejaría caer por aquí. Vendrá y no me encontrará, o me encontrará trompa, y me las cargaré de todas maneras. Me iré a la cama y diré que no estoy bien, pero ellos verán por qué no estoy bien.

Entonces tuve una inspiración.

– ¿Le conoce el nuevo inspector? -pregunté.

– No. Sólo hace una semana que tiene el trabajo. Va por ahí en un coche y vigila las obras.

– ¿Dónde está su casa? -pregunté, y señaló con un dedo tembloroso hacia una casita cercana al riachuelo.

»Usted váyase a la cama -dije-, y duerma tranquilamente. Yo ocuparé su puesto y veré al inspector.

Me miró inexpresivamente; después, cuando la idea se abrió paso en su cerebro, su cara se iluminó con la vacua sonrisa de un borracho.

– ¡Buen chico! -exclamó-. Va a ser muy fácil. He sacado todas esas piedras de ahí, y ya es bastante. Usted coja la carretilla y vaya amontonándolas. Me llamo Alexander Turnbull y llevo siete años en esto, y veinte con el rebaño antes de coger este trabajo, en Leithen Water. Mis amigos me llaman Ecky, y algunos Cuatro Ojos. Llevo gafas porque no veo bien. Usted sea amable con el inspector, y llámele señor, y ya estará contento. Volveré al mediodía.

Me prestó sus gafas y su sucia gorra; yo me quité la chaqueta, el chaleco y el cuello, y se los di para que se los llevara a su casa; también le pedí su pipa de arcilla. Me indicó mis sencillas tareas, y sin más problemas se marchó hacia la cama tambaleándose. La cama quizá fuese su principal objetivo, pero creo que también le quedaba algo en el fondo de una botella. Rogué para que el señor Turnbull hubiese llegado a su casa cuando mis amigos entraran en escena.

Entonces me dediqué a caracterizarme para el papel. Me abrí el cuello de la camisa -era una vulgar camisa a cuadros blancos y azules como las que llevan los campesinos- y dejé al descubierto un pecho tan moreno como el de cualquier labrador. Me enrollé las mangas, y apareció un antebrazo como el de un herrero, tostado por el sol y lleno de antiguas cicatrices. Me blanqueé las botas y las perneras de los pantalones con el polvo del camino, y estos últimos me los arremangué atándolos con un cordel por debajo de la rodilla. Después me dediqué a ensuciarme la cara. Con un puñado de polvo me hice una marca alrededor del cuello, en el lugar donde debían terminar las abluciones dominicales del señor Turnbull. También me froté las morenas mejillas con gran cantidad de tierra. Los ojos de un picapedrero tenían que estar inflamados, de modo que me metí un poco de tierra en los míos, y a fuerza de una vigorosa fricción conseguí lo que me proponía.