Выбрать главу

Los bocadillos que sir Harry me había dado acababan de desaparecer con mi chaqueta, pero el almuerzo del picapedrero, envuelto en un pañuelo rojo, estaba a mi disposición. Comí con avidez varias rebanadas de pan con queso y bebí un poco dé té frío. Dentro del pañuelo había un periódico local atado con un cordel y dirigido al señor Turnbull, evidentemente destinado a solazar su descanso del mediodía. Volví a hacer el envoltorio, y dejé el periódico bien visible junto a él.

Mis botas no me satisfacían, pero a fuerza de dar patadas entre las piedras las reduje a la superficie granítica que caracteriza el calzado de un picapedrero. Después me mordí y raspé las uñas hasta que los bordes estuvieron resquebrajados y desiguales. Los hombres con quienes debía enfrentarme no pasarían ningún detalle por alto. Rompí uno de los cordones de las botas y volví a atarlo con un torpe nudo, y aflojé el otro para que mis gruesos calcetines sobresalieran por encima de la caña.

Aún no había señales de ningún vehículo en el camino. El coche que yo había visto hacía media hora debía haber regresado a su punto de partida.

Una vez terminado mi arreglo, cogí la carretilla y empecé mis viajes al montón de piedras que había a unos cien metros de distancia.

Recordé a un viejo amigo de Rodesia, que había hecho muchas cosas raras en sus buenas épocas, y una vez me dijo que el secreto de interpretar un papel era identificarse con él. «Jamás lo harás bien -me dijo-, si no logras convencerte de que tú eres realmente el personaje.» Por lo tanto deseché todos mis pensamientos y me concentré en la reparación del camino. Pensé en la casita como en mi hogar, evoqué los años que había pasado con mi rebaño en Leithen Water, y me regocijé con la perspectiva de dormir en una cama de paja y beber una botella de whisky barato. Aún no se veía nada en aquel largo camino blanco.

De vez en cuando una oveja aparecía entre los brezos y me contemplaba. Una garza descendió a un remanso del riachuelo y empezó a pasear, haciéndome tanto caso como si hubiera sido una piedra. Seguí trabajando, arrastrando la carretilla con los cansinos pasos de un profesional. No tardé en sudar, y el polvo de mi cara se convirtió en una capa sólida y duradera. Ya estaba contando las horas que faltaban para que el atardecer pusiera fin al monótono trabajo del señor Turnbull.

De repente oí una voz en el camino y, al levantar los ojos, vi un pequeño Ford de dos plazas y a un hombre joven de cara redonda con un sombrero hongo.

– ¿Es usted Alexander Turnbull? -preguntó-. Yo soy el nuevo inspector de caminos. ¿Vive usted en Blackhopefoot, y está a cargo de la sección de Laidlawbyres a los Riggs? ¡Bien! Ha hecho un buen trabajo, Turnbull. Sin embargo, hay que limpiar los bordes un poco mejor. No deje de hacerlo. Buenos días. Volveremos a vernos.

Al parecer mi disfraz había resultado convincente para el temido inspector. Seguí trabajando, y a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía el camino se vio animado por un poco de tráfico. La camioneta de un panadero subió laboriosamente la colina, y le compré una bolsa de galletas de jengibre que metí en los bolsillos de mis pantalones en previsión de alguna emergencia. Después pasó un pastor con su rebaño, y me inquietó un poco al preguntar con estridencia:

– ¿Qué ha sido de Cuatro Ojos?

– En la cama con un cólico -repuse, y el pastor siguió adelante.

Hacia el mediodía un coche grande se deslizó colina abajo, pasó junto a mí y se detuvo a unos cien metros. Sus tres ocupantes bajaron como si quisieran estirar las piernas, y se acercaron lentamente.

Dos de ellos eran los que había visto desde la ventana de la posada de Galloway: uno delgado, anguloso, y moreno, y el otro sosegado y sonriente. El tercero tenía el aspecto de un aldeano; un veterinario, tal vez, o un pequeño granjero. Llevaba unos pantalones bombachos mal cortados, y tenía unos ojos tan brillantes y recelosos como los de una gallina.

– Buenas -dijo el último-. Tiene un trabajo fácil, ¿eh?

Yo no había levantado la cabeza mientras se acercaban, y ahora, al ser interpelado, enderecé la espalda lenta y fatigosamente, al modo de los picapedreros; escupí con fuerza, al modo escocés vulgar; y les miré fijamente antes de contestar. Me encontré ante tres pares de ojos que no pasaban nada por alto.

– Hay trabajos buenos y trabajos malos -dije sentenciosamente-. No me caería mal tener el suyo, con el trasero encima de almohadones durante todo el día. ¡Ustedes y sus cochinos coches son los que echan a perder mis caminos! Si hubiera algo de justicia, tendrían que arreglar lo que estropean.

El hombre de los ojos brillantes estaba mirando el periódico que yo había dejado junto al hatillo de Turnbull.

– Veo que recibe el periódico a tiempo -dijo.

Yo le eché una mirada con fingida indiferencia.

– Sí, a tiempo. Ése salió el sábado, o sea que llevo seis días de retraso.

El hombre lo recogió, dio un vistazo a la primera plana y volvió a dejarlo en su sitio. Uno de los otros había estado mirándome las botas, y una palabra en alemán desvió hacia ellas la atención del que hablaba.

– Tiene buen gusto en materia de botas, ¿eh? -dijo-. Éstas no han salido de un zapatero de pueblo.

– No -contesté apresuradamente-. Vienen de Londres. Me las dio el caballero que estuvo cazando aquí el año pasado. ¿Cómo demonios se llamaba? -dije, rascándome la cabeza.

El elegante volvió a hablar en alemán.

– Sigamos -dijo-. Este tipo es un infeliz.

Me hicieron una última pregunta.

– ¿Has visto pasar a alguien a primera hora de la mañana? Podía ir en bicicleta o podía ir a pie.

Estuve a punto de caer en la trampa y contarles que un ciclista había pasado pedaleando rápidamente al amanecer. Sin embargo, me di cuenta del peligro que eso podía representar para mí. Fingí sumirme en profundas reflexiones.

– No es que me haya levantado muy temprano -dije-. Verán, mi hija se casó ayer por la noche, y estuvimos de jarana hasta tarde. He salido a eso de las siete, y entonces no había nadie en el camino. Desde que estoy aquí sólo han pasado el panadero y el pastor de Ruchill, aparte de ustedes, caballeros.

Uno de ellos me dio un cigarro, que olí cuidadosamente y metí en el hatillo de Turnbull. Luego, subieron al coche y a los tres minutos habían desaparecido.

Lancé un suspiro de alivio, pero seguí transportando piedras. Hice bien, pues el coche volvió a los diez minutos, y uno de los ocupantes me saludó con una mano. Esta gente no dejaba nada al azar.

Terminé el pan y el queso de Turnbull, y pronto hube acabado de acarrear las piedras. El siguiente paso era lo que me preocupaba. No podía seguir siendo picapedrero durante mucho tiempo. La misericordiosa Providencia había mantenido al señor Turnbull en el interior de su casa, pero si reaparecía habría problemas. Suponía que el cerco era aún muy estrecho en torno al valle, y que si andaba en cualquier dirección me toparía con gente que no dejaría de hacerme preguntas.

Permanecí en mi puesto hasta las cinco. A esa hora había decidido ir a casa de Turnbull al atardecer y correr el riesgo de atravesar las colinas en la oscuridad. Pero de repente apareció otro coche por el camino, y aminoró la velocidad a uno o dos metros de mí. Se había levantado un fresco viento, y el ocupante quería encender un cigarrillo.