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Mientras hablaba sus párpados parecieron temblar y cerrarse ligeramente sobre sus penetrantes ojos grises. De pronto recordé la frase de Scudder para describirme al hombre a quien más temía en el mundo. Había dicho que «parpadeaba como un halcón». Entonces comprendí que me había metido en el cuartel general del enemigo.

Mi primer impulso fue estrangular al anciano rufián y echar a correr. El pareció anticiparse a mis intenciones, pues sonrió amablemente y me indicó la puerta situada a mis espaldas con un movimiento de la cabeza.

Di media vuelta y vi a dos criados que me tenían encañonado con sendas pistolas.

El anciano sabía mi nombre, pero nunca me había visto. En cuanto esta reflexión cruzó por mi mente, entreví una pequeña posibilidad.

– No sé qué se propone -dije con rudeza-. Además, ¿a quién llama Richard Hannay? Yo me llamo Ainslie.

– ¿De verdad? -inquirió él, sin dejar de sonreír-. Naturalmente debe tener varios nombres. No discutiremos por algo tan trivial.

Yo había logrado recobrar mis cinco sentidos, y pensé que mi atuendo, sin americana, chaleco, ni cuello, no me traicionaría. Adopté mi expresión más hosca y me encogí de hombros.

– Supongo que acabará entregándome, y eso es lo que yo llamo un juego sucio. ¡Dios mío, ojalá nunca hubiera visto ese maldito coche! Tenga el dinero y que le aproveche -dije, tirando cuatro soberanos encima de la mesa.

El abrió un poco los ojos.

– Oh, no, no le entregaré. Mis amigos y yo nos ocuparemos de usted, eso es todo. Sabe demasiado, señor Hannay. Es un buen actor, pero no lo suficiente.

Habló con seguridad, pero vi que la sombra de una duda se había abierto paso en su mente.

– Oh, por el amor de Dios, déjese de palabrerías. No he tenido ni un poco de suerte desde que desembarqué de Leith. ¿Qué mal hay en que un pobre diablo con el estómago vacío coja unas cuantas monedas de un coche destrozado? Es lo único que he hecho, y por eso llevo dos días huyendo de esos malditos policías por estas malditas colinas. Le aseguro que estoy harto. ¡Haga lo que quiera, amigo! A Ned Ainslie ya no le quedan fuerzas para luchar.

Vi que la duda ganaba terreno.

– ¿Será tan amable de contarme cuáles han sido sus andanzas más recientes? -preguntó.

– No puedo, jefe -dije con la voz lastimera de un verdadero mendigo-. Hace dos días que no pruebo bocado. Déme un poco de comida y sabrá toda la verdad.

El hambre debía reflejarse en mi cara, pues hizo una seña a uno de los criados que permanecían en el umbral. Éste me trajo un pedazo de tarta y un vaso de cerveza, y yo los engullí como un lobo; o más bien, como Ned Ainslie, pues me mantuve a la altura de mi personaje. Mientras comía habló súbitamente en alemán, pero yo volví hacia él un rostro tan inexpresivo como un muro de piedra.

Después le conté mi historia: cómo había desembarcado en Leith hacía una semana, y mi intención de ir a Wigtown para ver a mi hermano. Me había quedado sin dinero -hablé de una borrachera, sin concretar demasiado- y estaba sin un penique cuando pasé junto al boquete de un seto y, a través de él, vi un coche volcado en el arroyo. Me acerqué para ver lo que había ocurrido, y encontré tres soberanos en el asiento y uno en el suelo. Allí no había nadie, ni rastro del propietario, de modo que me embolsé el dinero. Pero la ley me descubrió. Cuando intenté cambiar un soberano en una panadería, la mujer llamó a la policía, y un poco después, cuando me estaba lavando la cara en un arroyo, me dieron alcance, y tuve que dejar la americana y el chaleco para huir a toda prisa.

– Para lo que me ha servido -exclamé-, que se queden con el maldito dinero. ¡Toda la policía del distrito detrás de un pobre hombre! Si usted hubiera encontrado las monedas Jefe, nadie le habría molestado.

– Sabe mentir muy bien, Hannay -dijo él.

Simulé enfurecerme.

– ¡Deje de llamarme así, maldita sea! Le he dicho que mi nombre es Ainslie, y nunca en mi vida he oído hablar de alguien llamado Hannay. Prefiero a la policía que a usted con sus Hannay y sus condenados guardaespaldas armados… No, jefe, le pido perdón, no quería decir eso. Le estoy muy agradecido por la comida, y aún lo estaré más si me deja marchar ahora que no hay moros en la costa.

Era evidente que se hallaba desconcertado. Jamás me había visto, y mi aspecto debía haber cambiado considerablemente respecto al de las fotografías, si es que él tenía alguna. En Londres iba elegantemente vestido, y ahora parecía un vagabundo.

– No tengo la intención de dejarle marchar. Si es lo que afirma ser, podrá irse muy pronto. Si es lo que yo creo, sus días estarán contados.

Tocó un timbre, y un tercer criado apareció desde la galería.

– Quiero el Lanchester dentro de cinco minutos -dijo-. Seremos tres para almorzar.

Después me miró fijamente, y ésta fue la experiencia más penosa de todas.

Había algo sobrenatural y diabólico en aquellos ojos, fríos, malignos, aterradores y sumamente inteligentes. Me fascinaron como los brillantes ojos de una serpiente. Sentí el fuerte impulso de confesarlo todo e incorporarme a las filas del anciano, y si tienen en cuenta mi actitud frente a todo el asunto comprenderán que el impulso debió ser puramente físico, la debilidad de un cerebro hipnotizado y dominado por un espíritu más poderoso. Pero conseguí reaccionar e incluso sonreír.

– No creo que olvide mi cara, jefe -exclamé.

– Karl -le dijo él en alemán a uno de los hombres apostados junto a, la puerta-, encierra a este individuo en el almacén hasta que yo vuelva. Te hago responsable de él.

Me escoltaron fuera de la habitación con una pistola junto a cada oreja.

El almacén era la bodega de lo que había sido la antigua granja. No había ninguna alfombra sobre el suelo desigual, y nada donde sentarse aparte de un banco de escuela. La oscuridad era total, pues los postigos de las ventanas estaban herméticamente cerrados. Tras una laboriosa inspección a tientas, deduje que junto a las paredes se alineaban cajas, barriles y sacos de algo pesado. La estancia olía a moho y abandono. Mis carceleros hicieron girar la llave en la cerradura, y les oí pasear de un lado a otro mientras montaban guardia.

Me senté, envuelto por aquella fría oscuridad, en un estado de ánimo deplorable. El viejo se había marchado en un coche para recoger a los dos rufianes que me habían interrogado el día anterior. Ellos me habían visto en mi caracterización de picapedrero y me recordarían, pues llevaba el mismo atuendo. ¿Qué hacía un picapedrero a treinta kilómetros de su lugar de trabajo, perseguido por la policía? Una o dos preguntas les pondrían sobre la pista. Probablemente habían visto al señor Turnbull, probablemente también a Marmie; lo más seguro era que pudiesen relacionarme con sir Harry, y entonces todo estaría tan claro como el agua. ¿Qué posibilidades tenía yo en esta casa del páramo con tres peligrosos malhechores y sus criados armados?

Empecé a pensar con añoranza en la policía, que ahora debía estar batiendo la colina en pos de mi espectro. Al menos ellos eran compatriotas y hombres honrados, y su misericordia sería preferible a la de estos brutales extranjeros. Pero no me escucharían. Ese viejo demonio con párpados de halcón no había tardado en librarse de ellos. Tal vez hubiese sobornado a la policía local. Con toda probabilidad tenía cartas de varios ministros diciendo que debían darle toda clase de facilidades para conspirar contra Gran Bretaña. Así es como hacemos la política en la madre patria.

Los tres regresarían para almorzar, así que sólo tendría que esperar un par de horas. Era una espera muy amarga, pues ya nada ni nadie podría salvarme. Deseé poseer el valor de Scudder, pues debo confesar que mi fortaleza no era muy grande. Lo único que me mantenía era la rabia. Me hervía la sangre al pensar que estos tres espías pudieran acabar conmigo de este modo. Me consolé con la idea de que, en todo caso, quizá lograse retorcerle el cuello a uno antes de que me liquidaran.