Durante media hora registraron el molino. Les
oí volcar los toneles y arrancar las podridas tablas del suelo. Después salieron al exterior y se detuvieron junto al palomar, discutiendo acaloradamente. El criado de la venda fue objeto de una severa reprimenda. Les oí forcejear con la puerta del palomar, y durante unos espantosos momentos creí que subirían. Después lo pensaron mejor y volvieron a la casa.
Pasé toda aquella larga tarde tostándome al sol. La sed fue mi peor tormento. Tenía la boca seca, y para empeorar las cosas oía el goteo del agua en el canal del molino. Contemplé el curso del riachuelo que venía del páramo, y lo seguí con la imaginación hasta la parte superior de la hoya, donde debía nacer de una helada fuente cubierta de helechos y musgo. Habría dado un millón de libras por sumergir la cara en ella.
Desde allí dominaba todo el páramo. Vi que el coche se alejaba a toda velocidad con dos ocupantes, y a un hombre montado en un caballo que se dirigió hacia el este. Supuse que me estaban buscando, y les deseé suerte.
Pero vi otra cosa más interesante. La casa se levantaba casi en la cima de una ondulación del páramo que coronaba una especie de meseta, y no había ningún lugar más alto en los alrededores. La cima en cuestión estaba llena de árboles, principalmente pinos, con unos cuantos fresnos y hayas. En lo alto del palomar yo me encontraba casi al mismo nivel de las copas de los árboles, y podía ver lo que había más allá. El bosque no era compacto, sino sólo un anillo, y en el centro había un óvalo de césped muy parecido a un gran campo de criquet.
No tardé demasiado en adivinar de qué se trataba. Era un aeródromo, y un aeródromo secreto. El lugar había sido muy bien escogido. Suponiendo que alguien viera descender un avión sobre esta zona, pensaría que había sobrepasado la colina situada más allá de los árboles. Como el lugar estaba en la cúspide de una elevación y en medio de un gran anfiteatro, cualquier observador desde cualquier dirección llegaría a la conclusión de que se había perdido de vista detrás de la colina. Sólo una persona que estuviera muy cerca se daría cuenta de que el avión no había sobrepasado la colina sino descendido en medio del bosque. Un observador con un telescopio desde una de las colinas más altas podría descubrir la verdad, pero allí sólo iban los pastores, y los pastores no llevaban telescopios ni prismáticos. Desde el palomar vi una lejana franja azul, el mar, y me enfurecí al pensar que nuestros enemigos tenían esta torre secreta para vigilar nuestras aguas.
Después pensé que si el avión regresaba, lo más probable era que me descubriese. Por lo tanto, pasé toda la tarde echado y aguardando ansiosamente la llegada de la oscuridad, por lo que lancé un suspiro de alivio cuando el sol se ocultó tras las grandes colinas del oeste y la penumbra crepuscular se abatió sobre el páramo. El avión se retrasaba. La oscuridad ya era muy densa cuando oí el ruido del motor y lo vi planear hacia su refugio del bosque. Hubo luces que centellearon y muchas idas y venidas desde la casa. Después llegó la noche y se hizo el silencio.
A Dios gracias, la noche era oscura. La luna estaba en cuarto menguante y no se levantaría hasta más tarde. Tenía demasiada sed para esperar, así que hacia las nueve, por lo que pude deducir, empecé el descenso. No fue fácil, y a medio camino oí abrirse la puerta trasera de la casa y vi el reflejo de una linterna sobre la pared del molino. Durante unos aterradores minutos me adherí al muro del palomar y recé para que no se acercara nadie. Después la luz desapareció, y yo me dejé caer tan suavemente como pude sobre el duro suelo del patio.
Me arrastré a lo largo de un muro de piedra hasta llegar al círculo de árboles que rodeaba la casa. Si hubiera sabido cómo hacerlo, habría intentado inutilizar aquel avión, pero comprendí que cualquier tentativa sería inútil. Estaba seguro de que habría algún tipo de defensa en torno a la casa, de modo que atravesé el bosque a gatas, tanteando cuidadosamente el terreno ante mí. Hice bien, pues al fin encontré un alambre a unos sesenta centímetros del suelo. Si hubiese tropezado con él, indudablemente habría disparado alguna alarma en la casa y habría sido capturado.
Unos cien metros más adelante encontré otro alambre hábilmente colocado en el borde de un pequeño arroyo. Al otro lado estaba el páramo, y a los cinco minutos me encontré rodeado de helechos y brezos. Pronto llegué al límite de la elevación, a la angosta hoya de donde fluía el canal del molino. Diez minutos después tenía la cara debajo del manantial y bebía litros de la bendita agua.
No me detuve más hasta que hube puesto una veintena de kilómetros entre la casa y yo.
7. El pescador aficionado
Me senté en la cumbre de una colina y examiné mi posición. No me sentía demasiado feliz, pues mi natural alegría por haber escapado se veía mermada por las fuertes molestias físicas que sufría. Aquellos vapores de lentonita me habían envenenado considerablemente, y las horas pasadas al sol en el palomar no habían contribuido a mejorar las cosas. Tenía un dolor de cabeza insoportable, y estaba muy mareado. Además, mi hombro empeoraba por momentos. Al principio pensé que sólo había sido una magulladura, pero parecía estar hinchándose y no podía mover el brazo izquierdo.
Mi plan consistía en buscar la casita del señor Turnbull, recuperar mis prendas, y especialmente la agenda de Scudder, y después alcanzar la línea férrea y regresar al sur. Tenía la impresión de que lo mejor sería ponerme en contacto lo antes posible con el hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores, sir Walter Bullivant. No creía que pudiese obtener más pruebas de las que ya tenía. Debería aceptar o rechazar mi historia y, de todos modos, con él estaría en mejores manos que con aquellos diabólicos alemanes. Había empezado a reconciliarme con la policía británica.
Era una maravillosa noche estrellada, y no me costó demasiado encontrar el camino. El mapa de sir Harry me había ayudado a orientarme, y todo lo que debía hacer era girar uno o dos puntos hacia el oeste para llegar al arroyo donde había hallado al picapedrero. Durante mis andanzas no había podido averiguar el nombre de los lugares, pero creo que aquel riachuelo era algo tan importante como las aguas superiores del río Tweed. Calculé que debía estar a unos treinta kilómetros de distancia, y eso significaba que no podría llegar allí antes de la mañana. Así pues, tendría que esconderme en algún sitio durante un día, pues mi aspecto resultaba demasiado espantoso para mostrarme a la luz del sol. No tenía americana, ni chaleco, ni sombrero, llevaba los pantalones rotos, y mi cara y mis manos estaban negras por la explosión. Me atrevería a decir que tenía otras bellezas, pues notaba los ojos inyectados en sangre. En conjunto no era un espectáculo para que ciudadanos temerosos de Dios me viesen en la carretera.
Poco después del amanecer intenté asearme en un arroyo de la colina, y me acerqué a la casa de un pastor, pues sentía la imperiosa necesidad de comer. Él estaba lejos, y su esposa se hallaba sola, sin ningún vecino en ocho kilómetros a la redonda. Era una mujer de cierta edad, y muy animosa, pues aunque se asustó al verme, tenía un hacha a mano y la habría utilizado contra cualquier malhechor. Le dije que me había caído -no dije cómo- y ella vio por mi aspecto que estaba bastante mal. Como una verdadera samaritana no hizo preguntas, sino que me dio un tazón de leche con un chorro de whisky, y me permitió quedarme un rato sentado junto al fuego de la cocina. Me habría limpiado el hombro, pero me dolía tanto que no le permití que lo tocara.