Выбрать главу

No sé por quién me tomó -por un ladrón arrepentido, tal vez-, porque cuando quise pagarle la leche y le tendí un soberano, que era la moneda más pequeña que tenía, meneó la cabeza y murmuró algo acerca de «darlo a los que tenían derecho a él». Yo protesté de tal modo que debió creer en mi inocencia, pues tomó el dinero y a cambio de él me dio un cálido plaid nuevo y un sombrero viejo de su marido. Me enseñó a colocarme el plaid alrededor de los hombros, y cuando abandoné la casita era la viva imagen del tipo escocés que se ve en las ilustraciones de los poemas de Burns. En todo caso, iba más o menos vestido.

Fue una suerte, porque el tiempo cambió antes del mediodía y empezó a llover. Me refugié debajo de un saliente rocoso en el recodo de un arroyo, donde un montón de helechos muertos me servían de cama. Allí conseguí dormir hasta la caída de la noche, momento en que me desperté mojado y entumecido, con un terrible dolor en el hombro. Comí la torta de harina de avena y el queso que la mujer me había dado y volví a ponerme en camino antes de que oscureciera totalmente.

Omitiré las desdichas de aquella noche a través de las mojadas colinas. No había estrellas por las que pudiera guiarme, y tuve que seguir adelante basándome en mis recuerdos del mapa. Me perdí dos veces, y sufrí varias caídas en los numerosos hoyos. Sólo tenía que recorrer unos quince kilómetros en línea recta, pero mis errores los convirtieron en casi treinta. Cubrí el último tramo con los dientes apretados y en un estado de semiinconsciencia. Pero lo logré, y al amanecer golpeaba con los nudillos la puerta del señor Turnbull. La niebla era muy espesa, y desde la casita no se veía el camino.

El propio señor Turnbull me abrió, sobrio e incluso más que sobrio. Iba severamente vestido con un traje antiguo pero bien conservado de color negro; debía haberse afeitado la noche anterior; llevaba una camisa blanca y una biblia de bolsillo en la mano izquierda. En el primer momento no me reconoció.

– ¿Se puede saber quién es el que viene a rondar por aquí en la mañana del sábado? -preguntó.

Yo había perdido la cuenta de los días. Así que el sábado era la razón de este extraño decoro.

La cabeza me daba vueltas de tal forma que no pude formular una respuesta coherente. Pero me reconoció, y vio que estaba enfermo.

– ¿Tiene mis gafas? -preguntó.

Las extraje del bolsillo de mis pantalones y se las di.

– Ha venido a por su chaqueta y su chaleco -dijo él-. Pase, hombre, pase. Caramba, tiene las piernas hechas polvo. Aguante, que ahora le traigo una silla.

Comprendí que estaba al borde de un ataque de malaria. Tenía mucha fiebre, y las noches de lluvia habían empeorado mi estado, además, el hombro y los efectos de las emanaciones me hacían sentir muy mal. Antes de que pudiera darme cuenta, el señor Turnbull me ayudó a quitarme la ropa y me metió en una de las dos camas adosadas a las paredes de la cocina.

El viejo picapedrero se portó como un verdadero amigo. Su esposa había muerto años atrás, y vivía solo desde la boda de su hija.

Durante diez días me prodigó todos los cuidados que necesitaba. Yo únicamente quería que me dejaran en paz mientras la fiebre seguía su curso, y cuando volví a notar la piel fresca descubrí que el ataque me había curado el hombro. Sin embargo, la recuperación fue lenta, y aunque pude levantarme a los cinco días, tardé algo más en poder utilizar las piernas.

Él salía todas las mañanas, después de dejarme la leche del día y cerrar la puerta con llave; al atardecer volvía para sentarse en silencio junto a la chimenea. Ni un alma se acercó a la casita. Cuando empecé a mejorar, no me importunó con ninguna pregunta. Varias veces fue a buscarme el Scotsman, y comprobé que el interés por el asesinato de Portland Place se había desvanecido. Apenas hablaban de nada más que algo llamado la Asamblea General. Por lo que pude deducir, se trataba de una fiesta eclesiástica.

Un día sacó mi cinturón de un armario cerrado con llave.

– Ahí dentro hay una pila de dinero, ¿eh? -dijo-. Cuéntelo para ver si está todo.

Ni siquiera intentó averiguar mi nombre. Le pregunté si alguien había ido a interrogarle después del día que pasé trabajando para sustituirle.

– Sí, un hombre con un coche. Quería saber quién era el tipo que había tomado mi puesto aquel día, y yo le miré como si pensara que estaba chalado. Pero el hombre se puso pesado, y entonces le dije que debía hablar de mi hermano de Cleuch, que a veces me echa una mano. Era un individuo con una pinta muy rara, y hablaba tan mal que no entendí ni la mitad de lo que dijo.

Aquellos últimos días empecé a impacientarme, y en cuanto me encontré mejor decidí ponerme en camino. Eso fue el doce de junio, y tuve la suerte de que un comerciante de ganado pasara aquel día por allí en dirección a Moffat. Era un hombre llamado Hislop, amigo de Turnbull. Entró a desayunar con nosotros y se ofreció a llevarme consigo.

Di cinco libras a Turnbull por mi alojamiento, aunque me costó mucho lograr que las aceptara. Nunca he visto a un hombre tan altivo. Llegó a enfadarse cuando insistí, al fin, y tímido y sonrojado, cogió el dinero sin una palabra de agradecimiento. Cuando le dije que le debía mucho gruñó algo así como «todos hemos de ayudarnos los unos a los otros». A juzgar por nuestra despedida, cualquiera hubiese pensado que nos separábamos enfadados.

Hislop era un hombre alegre, que charló durante todo el camino por las colinas y el soleado valle de Annan. Yo hablé de los mercados de Galloway y los precios de los corderos, y él supuso que era un pastor de aquella zona, fuese la que fuese. Mi plaid y mi viejo sombrero, como he dicho, me conferían un aspecto escocés muy teatral, pero conducir ganado es una tarea mortalmente lenta, y tardamos todo aquel día en recorrer una veintena de kilómetros.

De no haber estado tan ansioso, habría disfrutado mucho. El tiempo volvía a ser espléndido y pasamos por hermosas colinas pardas y extensos prados verdes, oyendo el canto de las alondras y los chorlitos y el murmullo de los riachuelos. Pero mi estado de ánimo no era el más adecuado para apreciar las bellezas del verano ni la conversación de Hislop, pues a medida que se acercaba el fatídico quince de junio me sentía abrumado por las dificultades de mi empresa.

Cené algo en una humilde posada de Moffat, y anduve los tres kilómetros que me separaban del empalme de la vía férrea. El expreso nocturno del sur no salía hasta medianoche, y para ocupar el tiempo subí a una colina y me quedé dormido, pues el paseo me había fatigado. Sin embargo, dormí demasiado rato, y tuve que correr hasta la estación para no perder el tren. Los duros asientos de la tercera clase y el olor a tabaco barato me animaron. Ahora empezaba mi verdadera labor.

Llegué a Crewe de madrugada y tuve que esperar hasta las seis para abordar un tren con destino a Birmingham. Por la tarde llegué a Reading, y cambié el tren local que iba hasta el último rincón de Berkshire. Ahora me encontraba en una tierra de verdes praderas y arroyos rojizos. Hacia las ocho de la noche, un ser cansado y sucio -un cruce entre bracero y veterinario-, con un plaid a cuadros blancos y negros encima del hombro (porque no me atrevía a llevarlo al sur de la frontera), se apeó en la pequeña estación de Artinswell. Había varias personas en el andén, y pensé que sería mejor preguntar el camino en otro lugar.

La carretera pasaba a través de un gran bosque de hayas y de un valle poco profundo cubierto de flores. Después de Escocia, el aire tenía un olor fuerte e insulso, pero infinitamente dulce, pues los tilos, castaños y arbustos de lilas estaban en flor. Al poco rato llegué a un puente bajo el cual fluía un riachuelo de aguas claras y tranquilas entre níveos macizos de ranúnculos. Un poco más arriba había un molino y el estanque producía un agradable y fresco sonido en el aromático atardecer. No sé por qué, aquel lugar me calmó y me hizo sentir a gusto. Empecé a silbar mientras contemplaba el riachuelo, y la melodía que acudió a mis labios fue Annie Laurie.