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Un pescador subió desde la orilla del agua, y al acercarse también empezó a silbar. La melodía debía ser contagiosa, pues me coreó. Se trataba de un hombre corpulento, vestido con unos sucios pantalones de franela y un viejo sombrero de ala ancha, y con una bolsa de lona colgada del hombro. Me hizo una inclinación de cabeza, y yo pensé que nunca había visto una cara más astuta y afable. Apoyó su delicada caña de tres metros de longitud en el puente, y se quedó mirando el agua igual que yo.

– Está clara, ¿verdad?-dijo con simpatía-. No hay río tan cristalino como el Kennet. Mire aquel pez. Debe pesar cerca de dos kilos. Pero está subiendo la marea y a esta hora nunca pican.

– No lo veo -dije yo.

– ¡Mire! ¡Allí! A un metro de las cañas, un poco más arriba de aquella roca.

– Ahora lo veo. Parece una piedra negra.

– Así es -repuso, y silbó otra estrofa de Annie Laurie.

– Su nombre es Twisdon, ¿verdad? -dijo por encima del hombro, con los ojos fijos en el riachuelo.

– No -contesté-. Quiero decir, sí. -Me había olvidado de mis alias.

– Un conspirador debe recordar su propio nombre -dijo, sonriendo ampliamente al ver una gallina junto al camino.

Me enderecé y le miré, observando su mandíbula cuadrada, su frente ancha y sus tersas mejillas, y empecé a pensar que finalmente había encontrado a un verdadero aliado. Sus penetrantes ojos azules parecían verlo todo.

De repente frunció el ceño.

– Digo que es una vergüenza -exclamó, levantando la voz-. Es una vergüenza que un hombre joven, fuerte y sano como usted se atreva a mendigar. En mi casa le darán de comer, pero no espere ni un penique.

Estaba pasando un carro, conducido por un hombre joven que alzó el látigo para saludar al pescador. Cuando hubo desaparecido, cogió su caña.

– Aquélla es mi casa -dijo, señalando hacia una verja blanca a unos cien metros de distancia-. Espere cinco minutos y después entre por la puerta trasera. -Y sin más palabras, se alejó.

Hice lo que me habían ordenado. Encontré una bonita casa con un césped que descendía hasta el riachuelo, y un sendero bordeado de sauquillos y lilas. La puerta trasera estaba abierta, y un severo mayordomo me aguardaba en el umbral.

– Venga por aquí, señor -dijo, y me condujo por un pasillo y una escalera de caracol hasta el dormitorio con vistas al río. Allí encontré un guardarropa completo dispuesto para mí: ropa de etiqueta, un traje de franela marrón, camisas, cuellos, corbatas, útiles de afeitar, cepillos para el cabello e incluso un par de relucientes zapatos-. Sir Walter ha pensado que las cosas del señor Reggie le irían bien, señor -dijo el criado-. Viene todos los fines de semana, y tiene algo de ropa aquí. Si desea bañarse, señor, le he preparado un baño caliente. La cena se servirá dentro de media hora. Ya oirá el gong.

El severo criado se retiró, y yo me senté en una butaca tapizada de chintz para recobrarme de la sorpresa. Era como una pantomima; pasar repentinamente de la pobreza a este ordenado desahogo. Evidentemente sir Walter creía en mí, aunque no pude adivinar por qué. Me miré al espejo, y vi a un moreno individuo, descuidado y ojeroso, con una barba de quince días y polvo en las orejas y los ojos, sin cuello, con una camisa vulgar, un raído traje de tweed y unas botas que necesitaban una limpieza con urgencia. Tenía el aspecto de un vagabundo, y acababa de ser introducido por un estirado mayordomo en este templo de acogedora opulencia.

Y lo mejor de todo era que ni siquiera sabían mi nombre.

Decidí no romperme la cabeza y tomar los dones que los dioses me habían otorgado. Me afeité, me bañé y me puse la ropa limpia, que no me sentaba tan mal.

Cuando hube terminado, el espejo me devolvió la imagen de un hombre aseado y bien vestido.

Sir Walter me esperaba en un comedor donde una pequeña mesa redonda estaba iluminada por candelabros de plata. Al verle -tan respetable y seguro, la personificación de la ley y el Gobierno y todos los convencionalismos- me desconcerté y me sentí como un intruso. No podía saber la verdad acerca de mí, porque entonces no me trataría de este modo. Pensé que no sería honrado aceptar su hospitalidad bajo una apariencia engañosa.

– Le estoy más agradecido de lo que puedo expresar, pero debo aclarar las cosas -dije-. Soy inocente, pero la policía me está buscando. Tenía que decírselo y no me sorprenderé si me echa de su casa.

Él sonrió.

– Me parece muy bien. No deje que eso le quite el apetito. Podemos hablar de todo después de cenar.

Jamás había comido con tal fruición, pues no había tomado más que un par de bocadillos en el tren a lo largo de todo el día. Sir Walter me agasajó, pues bebimos un buen champaña y después tomamos un oporto excelente. Estuve a punto de echarme a reír al verme allí sentado, servido por un lacayo y un estirado mayordomo, y acordarme de que había vivido como un bandido, perseguido por todos, durante tres semanas. Hablé a sir Walter de las pirañas del Zambesi, que te arrancarían los dedos de un mordisco si les dieras la ocasión, y charlamos de caza, pues él había sido un gran aficionado.

Tomamos el café en su estudio, una acogedora habitación llena de libros y trofeos, desorden y comodidades. Tomé la decisión de que si algún día me libraba de este asunto y tenía una casa propia, crearía una estancia igual que aquélla. Cuando hubimos terminado el café y encendido los cigarros, mi anfitrión apoyó sus largas piernas encima del brazo de su butaca y me pidió que iniciara mi relato.

– He obedecido las instrucciones de Harry -dijo-, y el soborno que me ofreció fue que usted me diría algo digno de oírse. Estoy preparado, señor Hannay.

Me sobresalté al oír que me llamaba por mi nombre verdadero.

Empecé por el principio. Le hablé de mi aburrimiento en Londres, y de la noche que había encontrado a Scudder frente a la puerta de mi piso. Le repetí lo que Scudder me había contado sobre Karolides y la conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, y eso le hizo fruncir los labios y sonreír.

Después llegué al asesinato, y volvió a ponerse serio. Escuchó atentamente la historia del lechero y el relato de mi estancia en Galloway y de las horas que había pasado descifrando las notas de Scudder en la posada.

– ¿Las tiene aquí? -preguntó vivamente, y lanzó un profundo suspiro cuando extraje la agenda del bolsillo.

No dije nada sobre su contenido. A continuación describí mi encuentro con sir Harry, y los discursos políticos. Se echó a reír estrepitosamente.

– Harry no debió decir más que tonterías, ¿verdad? No me extraña. Es muy buena persona, pero el idiota de su tío le ha llenado la cabeza de quimeras. Continúe, señor Hannay.

Mi día como picapedrero le excitó un poco. Me hizo describir con todo detalle a los dos hombres del coche, y pareció rebuscar en su memoria. Volvió a alegrarse cuando le relaté mi encuentro con el necio de Jopley.

Pero el anciano de la casa del páramo le hizo fruncir el ceño. También tuve que describírselo con todo detalle.

– Imperturbable y calvo, y parpadeaba como un pájaro… ¡Igual que un ave de rapiña! Y usted dinamitó su casa, después de que él le salvara de la policía. ¡No está mal!

Finalmente, llegué al término de mi relato. Se levantó con lentitud y me miró desde la chimenea.

– Puede olvidarse de la policía -dijo-. No tiene dada que temer por parte de la ley.

– ¡Válgame Dios! -exclamé-. ¿Han encontrado al asesino?

– No. Pero hace quince días le borraron de la lista de sospechosos.

– ¿Por qué? -pregunté con estupefacción.

– Principalmente porque recibí una carta de Scudder. Le conocía, y había trabajado para mí. Era medio loco, medio genio, pero honrado a carta cabal. Lo malo de él fue su empeño en querer actuar solo. Eso impidió que nos fuera de utilidad en el servicio secreto… una lástima, porque estaba excepcionalmente dotado. Creo que era el hombre más valiente de este mundo, porque siempre temblaba de miedo, y a pesar de ello nada le hacía desistir de su empeño. El treinta y uno de mayo recibí una carta suya.