– Pero entonces ya hacía una semana que estaba muerto.
– La carta fue escrita y echada al correo el día veintitrés. Al parecer, no temía un fallecimiento inmediato. Sus comunicaciones solían tardar una semana en llegarme, porque primero eran enviadas a España y después a Newcastle. Estaba obsesionado por ocultar sus huellas.
– ¿Qué decía? -balbuceé.
– Nada. Únicamente que se hallaba en peligro, pero que había encontrado refugio en casa de un buen amigo, y que recibiría noticias suyas antes del quince de junio. No me daba ninguna dirección, pero decía que vivía cerca de Portland Place. Creo que su propósito era librarle a usted de toda sospecha si ocurría algo. Cuando la recibí fui a Scotland Yard, revisé la transcripción de la encuesta judicial, y comprendí que usted era el amigo. Hicimos averiguaciones sobre usted, señor Hannay, y llegamos a la conclusión de que era un hombre respetable. Adiviné los motivos de su desaparición, no sólo la policía, sino también los otros, y cuando recibí la nota de Harry adiviné el resto. Le estoy esperando desde hace una semana.
Pueden imaginarse el peso que todo esto me quitó de encima. Volví a sentirme un hombre libre, pues ahora sólo debería enfrentarme a los enemigos de mi país, no a la ley de mi país.
– Ahora echemos una hojeada a esa agenda -sugirió sir Walter.
Tardamos más de una hora en terminar. Le expliqué la clave, y él la captó con facilidad. Corrigió mi interpretación en varios puntos, pero en conjunto había sido correcta. Tenía una expresión solemne en el rostro cuando terminamos, y guardó silencio unos momentos.
– No sé qué pensar -dijo al fin-. Tiene razón en una cosa: lo que ocurrirá pasado mañana. ¿Cómo diablos ha podido saberse? Es horrible. Pero todo esto de la guerra y la «Piedra Negra» aún es peor, parece un melodrama. ¡Ojalá hubiese tenido más confianza en el criterio de Scudder! Lo malo de él es que era demasiado romántico. Tenía un temperamento artístico, y quería que todo fuese mejor de lo que Dios lo hizo. Además, se dejaba llevar por toda clase de prejuicios. Los judíos, por ejemplo, le hacían perder los estribos. Los judíos y las altas finanzas.
»“La piedra Negra” -repitió-. Der Schwarzestein. Es como una novela barata. ¡Y todas esas tonterías acerca de Karolides! Ésta es la parte más inconsistente de la historia, porque lo más probable es que el virtuoso Karolides nos sobreviva a los dos. Ni un solo estado europeo desea verle muerto. Además, últimamente se ha dedicado a adular a Berlín y Viena, y ha hecho pasar momentos muy difíciles a mi jefe. ¡No! En esto, Scudder se equivocó. Francamente, Hannay, no creo esta parte de la historia. Se está preparando un asunto muy feo y él averiguó demasiado y perdió la vida a causa de ello. Sin embargo, éste es el riesgo que corren todos los espías. Una cierta potencia europea hace un pasatiempo de su sistema de espionaje, y sus métodos no son demasiado particulares. Como paga por trabajo a destajo, sus componentes no se detienen ante uno o dos asesinatos. Quieren tener nuestros planes navales para su colección del Marinamt; pero no los conseguirán.
En ese momento el mayordomo entró en la habitación.
– Una llamada de Londres, sir Walter. Es el señor Eath, y quiere hablar personalmente con usted.
Mi anfitrión salió a hablar por teléfono.
Volvió a los cinco minutos con la cara lívida.
– Lamento lo que he dicho de Scudder -declaró-. Karolides ha sido asesinado esta misma tarde, unos minutos después de las siete.
8. La llegada de la «Piedra Negra»
Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, tras dormir ocho horas seguidas, encontré a sir Walter descifrando un telegrama entre bollos y mermeladas. Su alegría del día anterior parecía haberse desvanecido por completo.
– Ayer me pasé una hora al teléfono después de que usted se fuera a acostar -dijo-. Encargué a mi jefe que hablara con el primer lord y el ministro de la Guerra, y traerán a Royer un día antes. Este telegrama lo confirma. Estará en Londres a las cinco. Es extraño que la palabra clave equivalente a souschef d’etat major-general sea «puerco».
Me indicó cuáles eran los platos calientes y prosiguió:
– No es que piense que vaya a servir de mucho. Si sus amigos fueron lo bastante listos para averiguar la fecha de la primera cita, lo serán para descubrir el cambio. Me gustaría saber dónde está la filtración. Creíamos que en Inglaterra sólo había cinco hombres enterados de la visita de Royer, y puede estar seguro de que en Francia hay menos, pues allí son incluso más cautelosos en estas cosas.
Continuó hablando mientras desayunábamos, sorprendiéndome al hacerme objeto de sus confidencias.
– ¿No pueden cambiarse las disposiciones? -pregunté.
– Podrían cambiarse -dijo-, pero queremos evitarlo siempre que sea posible. Son el resultado de larguísimos estudios, y ninguna alternativa sería tan buena. Además, hay uno o dos puntos en los que no se puede hacer ningún cambio. Sin embargo, supongo que si fuera absolutamente necesario, podría hacerse alguna cosa. Pero no resultaría fácil, Hannay. Nuestros enemigos no serán tan tontos como para arrebatar el maletín a Royer o algo por el estilo. Saben que eso nos pondría en guardia. Su propósito es obtener los detalles sin que ninguno de nosotros lo sepa, de modo que Royer regrese a París creyendo que el asunto sigue siendo un secreto. Si no pueden hacerlo así habrán fracasado, porque en el caso de que nosotros sospechemos saben que cambiaremos todos los planes.
– Entonces no podemos separarnos del francés ni un solo momento hasta que regrese a su país -dije-. Si creyeran que pueden obtener la información en París, no lo intentarían aquí. Deben tener en Londres un plan lo bastante bueno para considerarlo factible.
– Royer cena con mi jefe, y después irá a mi casa para entrevistarse con cuatro hombres: Whittaker del Almirantazgo, yo, sir Arthur Drew y el general Winstanley. El primer lord está enfermo, y ha ido a Sheringhan. En mi casa recibirá cierto documento de manos de Whittaker, y después será llevado en coche a Portsmouth, donde un destructor le conducirá a El Havre. Su viaje es demasiado importante para que tome el barco de línea. No le dejaremos solo ni un momento hasta que se halle en suelo francés. Igual que a Whittaker hasta que se reúna con Royer. Es todo lo que podemos hacer, y no creo que pueda producirse algún fallo. De todos modos, estoy muy nervioso. El asesinato de Karolides provocará un verdadero alboroto en todas las cancillerías europeas.
Después de desayunar me preguntó si sabía conducir.
– Bueno, hoy me hará de chófer y se pondrá el uniforme de Hudson. Son aproximadamente de la misma estatura. Usted está metido en este asunto y no podemos correr ningún riesgo. Nos enfrentamos con hombres desesperados, que no respetarán la casa de campo de un funcionario gubernamental.
Al llegar a Londres había comprado un coche y me había distraído viajando por el sur de Inglaterra, de modo que conocía algo de su geografía. Llevé a sir Walter a la ciudad por la carretera de Bath y me desenvolví bastante bien. Era una cálida mañana de junio, y resultó delicioso atravesar las pequeñas ciudades con sus calles recién regadas, y los jardines del valle del Támesis. Dejé a sir Walter en su casa de Queen Anne’s Gate a las once en punto. El mayordomo vendría en tren con el equipaje.
Lo primero que hizo fue acompañarme a Scontland Yard. Allí se entrevistó con un caballero de aspecto estirado y cara de abogado.
– Le he traído al asesino de Portland Place -dijo sir Walter a modo de presentación.
La respuesta fue una sonrisa irónica.