– Habría sido un buen regalo, Bullivant. Supongo que éste es el señor Richard Hannay, por el que mi departamento ha estado muy interesado durante unos días.
– El señor Hannay volverá a interesarle. Tiene muchas cosas que contarle, pero no hoy. Por motivos muy graves, su relato tendrá que esperar veinticuatro horas. Después le prometo que le hará sentirse asombrado y posiblemente edificado. Quiero que asegure al señor Hannay que no tiene nada que temer.
El caballero de Scontland Yard así lo hizo.
– Puede reanudar su vida allí donde la dejó -manifestó-. Su piso, que probablemente no deseará volver a ocupar, le está esperando, y su criado sigue allí. Como nunca ha sido acusado públicamente, consideramos que no era necesaria una exculpación pública. Sin embargo, haremos lo que usted desee.
– Es posible que más tarde necesitemos su ayuda, MacGillivray -dijo sir Walter cuando nos marchábamos.
Después me dejó en libertad de hacer lo que quisiera.
– Vaya a verme mañana, Hannay. No necesito recomendarle el más absoluto silencio. Si estuviera en su lugar me metería en la cama, pues supongo que debe tener mucho sueño atrasado. Manténgase oculto, porque si uno de nuestros amigos de la «Piedra Negra» llegase a verle, podría tener problemas.
Me sentí curiosamente ocioso. Al principio me alegré de volver a ser un hombre libre y poder ir adonde quisiera sin nada que temer. Sólo había estado un mes al margen de la ley, y para mí resultó más que suficiente. Fui al Savoy, pedí el almuerzo más exquisito de la carta, y después me fumé el mejor cigarro que la casa pudo proporcionarme. Pero seguía sintiéndome nervioso. Cuando alguien me miraba, no podía dejar de preguntarme si pensaba en el asesinato.
Después tomé un taxi y me hice llevar muchos kilómetros hacia el norte de Londres. Regresé paseando a través de campos e hileras de villas y terrazas, y luego por barrios y callejuelas, y tardé casi dos horas. Mientras tanto, mi inquietud iba en aumento. Intuía que grandes cosas, cosas importantes, estaban ocurriendo o a punto de ocurrir, y que yo, que era el eje de todo el asunto, había sido excluido de él. Royer estaría llegando a Dover, sir Walter haciendo planes con las pocas personas que conocían el secreto en Inglaterra, y la «Piedra Negra» estaría trabajando en la clandestinidad. Intuí el peligro y una calamidad inminente, y también tuve la curiosa sensación de que sólo yo podría impedir que se produjese. Pero ahora estaba fuera del juego. ¿Cómo iba a ser de otro modo? No era probable que los ministros del Gobierno, los lords del Almirantazgo y los generales me admitieran en sus reuniones.
Empecé a desear toparme con uno de mis tres enemigos. Esto precipitaría los acontecimientos. Deseaba con toda mi alma tener una vulgar pelea con esa gente, en la que pudiese golpear y destrozar algo. Me estaba poniendo rápidamente de muy mal humor.
No tenía ganas de volver a mi piso. Algún día debería hacerlo, pero aún tenía dinero suficiente y decidí pasar la noche en un hotel.
Mi irritación persistió a lo largo de la cena, que tomé en un restaurante de Jermyn Street. Ya no tenía hambre, y dejé varios platos sin tocar. Bebí la mayor parte de una botella de vino de Borgoña, pero no me sentí más alegre. Una inquietud abominable se había adueñado de mí. Allí estaba yo, un hombre normal y corriente, sin una inteligencia extraordinaria, pero convencido de que era necesario en algún sentido para llevar a buen término aquel asunto, de que sin mí todo sería un desastre. Me dije a mí mismo que era una presunción absurda, que cuatro o cinco personas muy inteligentes, con todo el poder del Imperio británico a sus espaldas, se ocupaban del trabajo. Sin embargo, no logré convencerme. Parecía que una voz me hablaba al oído, diciéndome que me apresurase o jamás volvería a dormir.
El resultado fue que hacia las nueve y media decidí ir a Queen Anne’s Gate. Lo más probable era que no me admitiesen, pero tenía que intentarlo.
Bajé por Jermyn Street, y en la esquina de Duke Street me crucé con un grupo de hombres jóvenes. Iban elegantemente vestidos, habían cenado en algún sitio y se dirigían a un teatro de variedades. Uno de ellos era el señor Marmaduke Jopley.
Me vio y se detuvo en seco.
– ¡Santo Dios, el asesino! -exclamó-. ¡Aquí, muchachos, sujetadle! ¡Es Hannay, el asesino de Portland Place! -Me agarró del brazo, y los demás se apresuraron a rodearme.
Mi intención no era meterme en ningún lío, pero mi malhumor me jugó una mala pasada. En aquel momento se acercó un policía, y yo debería haberle dicho la verdad y, si no me creía, pedirle que me llevara a Scotland Yard, o a la comisaría de policía más cercana. Pero en aquellos instantes un retraso me pareció insoportable, y la visión de la cara de Marmie fue más de lo que pude resistir. Le di un puñetazo, y tuve la satisfacción de verle caer cuan largo era.
Entonces comenzó una terrible pelea. Todos se abalanzaron contra mí, y el policía me atacó por la espalda. Propiné uno o dos golpes buenos, y creo que, jugando limpio, les habría vencido a todos, pero el policía me agarró por detrás, y uno de ellos me rodeó el cuello con un brazo.
A través de una nube de rabia, oí preguntar al oficial de la ley qué ocurría, y a Marmie declarar entre sus dientes rotos que yo era Hannay, el asesino.
– ¡Oh, maldito sea! -exclamé-. Haga callar a ese tipo. Le aconsejo que me deje en paz, agente. Scotland Yard sabe a qué atenerse respecto a mí, y le darán un rapapolvo si se cruza en mi camino.
– Tiene que venir conmigo, joven -dijo el policía-. Le he visto golpear a este caballero. Usted ha empezado, porque él no hacía nada. Le he visto. Será mejor que me acompañe de buen grado o tendré que ponerle las esposas.
La exasperación y el convencimiento de que no debía retrasarme a ningún precio me dieron la fuerza de un elefante. Casi levanté por los aires al agente, derribé al hombre que me tenía agarrado por el cuello y eché a correr por Duke Street. Oí un silbato y veloces pisadas tras de mí.
Siempre he sido un corredor muy rápido, y aquella noche tenía alas en los pies. En un instante estuve en Pall Mall y giré hacia St. Jame’s Park. Esquivé al policía que montaba guardia a las puertas del palacio, pasé entre los numerosos coches que había en la entrada del Malí y me dirigí hacia el puente antes de que mis perseguidores hubieran cruzado la calle. Al llegar al parque redoblé mis esfuerzos. Afortunadamente, no había mucha gente por los alrededores y nadie trató de detenerme. Mi meta era llegar cuanto antes a Queen Anne’s Gate.
Cuando entré en aquella tranquila calle me pareció desierta. La casa de sir Walter estaba en la parte estrecha, y frente a ella había tres o cuatro coches aparcados. Aminoré la velocidad y subí los escalones que conducían a la puerta. Si el mayordomo me negaba la entrada, o incluso, si se tardaba en abrir, estaba perdido. No tardó en abrir el mayordomo. Apenas había llamado cuando la puerta se abrió.
– He de ver a sir Walter -jadeé-. Mi asunto es desesperadamente importante.
Sin mover un solo músculo terminó de abrir la puerta, y después la cerró tras de mí.
– Sir Walter está ocupado, señor, y he recibido órdenes de no dejar pasar a nadie. Tenga la bondad de esperar.
La casa era de estilo antiguo, con un amplio vestíbulo y habitaciones a ambos lados de él. Al fondo había un nicho con un teléfono y un par de sillas, y el mayordomo me indicó que tomara asiento allí.
– Escuche -susurré-. Hay problemas y yo estoy metido en ellos. Pero sir Walter lo sabe, y trabajo para él. Si viene alguien preguntando por mí, dígale una mentira.
El asintió, y en aquel momento se oyeron unas voces en la calle y unos furiosos golpes en la puerta.
Nunca he admirado tanto a un hombre como a aquel mayordomo. Abrió la puerta, y con la cara impasible esperó que le interrogaran. Después les contestó. Les dijo a quién pertenecía la casa y cuáles eran sus órdenes, y les impidió la entrada. Yo lo vi todo desde mi nicho, y fue mejor que cualquier obra de teatro.