No había esperado mucho cuando volvieron a llamar a la puerta. El mayordomo no puso ningún reparo a la entrada de este nuevo visitante.
Mientras se quitaba el abrigo vi quién era. No podías abrir un periódico o una revista sin ver aquella cara: la barba gris cortada en línea recta, la boca de luchador nato, la nariz cuadrada y los penetrantes ojos azules. Reconocí al primer lord del Almirantazgo, el hombre que, según decían, había hecho la nueva Marina de guerra británica.
Pasó de largo frente a mi nicho y fue introducido en una habitación situada al fondo del vestíbulo. Cuando se abrió la puerta oí el sonido de una conversación en voz baja. Se cerró, y volvió a reinar el silencio.
Permanecí veinte minutos allí, preguntándome qué haría después. Seguía estando convencido de que se me necesitaba, pero no tenía ni idea de cuándo o cómo. Consulté varias veces mi reloj, y cuando dieron las diez y media empecé a pensar que la conferencia terminaría pronto. Al cabo de un cuarto de hora Royer se hallaría de camino hacia Portsmouth…
Entonces oí un timbre, y el mayordomo hizo su aparición. La puerta de la habitación del fondo se abrió, y el primer lord del Almirantazgo salió del vestíbulo.
Pasó ante mí, y entonces miró en mi dirección, y durante un segundo nuestras miradas se cruzaron.
Sólo fue un segundo, pero bastó para que el corazón me diera un vuelco. Nunca había visto al gran hombre con anterioridad, y él tampoco me había visto a mí. Sin embargo, en esa fracción de tiempo algo se reflejó en sus ojos, y ese algo fue el reconocimiento. No puedes confundirlo. Es un destello, una chispa, una diferencia casi imperceptible que significa una cosa y sólo una cosa. Se produjo „involuntariamente, pues se apagó casi en seguida, y él siguió adelante. Confuso y estupefacto, oí que la puerta de la calle se cerraba tras él.
Cogí la guía telefónica y busqué el número de su casa.
Nos comunicaron en seguida, y oí la voz de un criado.
– ¿Está su señoría en casa? -pregunté.
– Su señoría ha regresado hace media hora -dijo la voz-, y se ha acostado. Esta noche no se encuentra muy bien. ¿Desea dejar algún recado, señor?
Colgué y estuve a punto de tropezar con una silla. Mi participación en este asunto aún no había terminado. Afortunadamente, había intervenido a tiempo.
No podía perder ni un momento, de modo que me dirigí hacia la puerta de la habitación del fondo y entré sin llamar.
Cinco caras sorprendidas alzaron los ojos de una mesa redonda. Estaban sir Walter y Drew, el ministro de la Guerra, al que conocía por fotografías. Había un anciano delgado, que probablemente era Whittaker, un alto funcionario del Almirantazgo, y también vi al general Winstanley, identificable por la larga cicatriz de la frente. Por último, había un hombre bajo y corpulento con un bigote gris y pobladas cejas, que se había interrumpido en mitad de una frase.
La cara de sir Walter reflejó sorpresa y fastidio.
– Éste es el señor Hannay, de quien les he hablado -dijo a los reunidos-. Me temo, Hannay, que su visita sea muy inoportuna.
Yo había empezado a recobrar la sangre fría.
– Eso está por ver, señor -dije-, pero creo que no puede ser más oportuna. Por el amor de Dios, caballeros, ¿quieren decirme quién era el hombre que acaba de marcharse?
– Lord Alloa -dijo sir Walter, rojo de ira.
– No lo era -exclamé yo-; es su viva imagen, pero no era lord Alloa. Era alguien que me ha reconocido, alguien al que he visto durante este último mes. Acababa de salir cuando he llamado a casa de lord Alloa y me han dicho que había regresado media hora antes y se había acostado.
– ¿Quién… quién…? -tartamudeó alguien.
– «La Piedra Negra» -exclamé yo. Me senté en una silla recién desocupada y miré a los cinco asustados caballeros que me rodeaban.
9. Los treinta y nueve escalones
– ¡Tonterías! -exclamó el funcionario del Almirantazgo.
Sir Walter se levantó y salió de la habitación mientras nosotros clavábamos los ojos en la mesa.
Volvió a los diez minutos con cara de preocupación.
– He hablado con Alloa -dijo-. Se ha levantado de la cama… de muy mal humor. Ha ido directamente a su casa después de la cena de Mulross.
– Pero es una locura -declaró el general Winstanley-. ¿Pretende decirme que ese hombre se ha introducido aquí y ha estado sentado a mi lado durante casi media hora sin que yo me diera cuenta de la impostura? Alloa no debía estar en sus cabales.
– ¿No les parece ingenioso? -dije yo-. Ustedes estaban demasiado interesados en otras cosas para fijarse en nada. No se les ha ocurrido pensar que lord Alloa pudiera ser otra persona. Si hubiese sido algún otro quizá le habrían observado mejor, pero era natural que él estuviese aquí, y eso les ha adormecido a todos.
Entonces habló el francés, muy lentamente, y en un inglés perfecto.
– ¡El joven tiene razón! Su intuición es muy buena. ¡Nuestros enemigos son muy astutos!
Frunció las cejas y prosiguió:
– Voy a contarles una historia -dijo-. Sucedió hace muchos años en Senegal. Yo estaba destinado en un puesto muy remoto, y solía ir a pescar grandes barbos al río para distraerme un poco. Llevaba la cesta del almuerzo a lomos de una pequeña burra árabe, de esa raza parda que antes había en Tombuctú. Pues bien, una mañana estaba pescando y la burra se hallaba inexplicablemente inquieta. La oí rebuznar y dar coces, y traté de calmarla con la voz mientras seguía concentrado en la pesca. La veía por el rabillo del ojo, atada a un árbol a veinte metros de distancia. Al cabo de un par de horas empecé a tener hambre. Metí los peces en una bolsa de lona, y eché a andar por la orilla del río hacia donde estaba la burra, arrastrando la caña. Cuando llegué junto a ella tiré la bolsa sobre su lomo…
Hizo una pequeña pausa y miró a su alrededor.
– Fue el olor lo que me puso sobre aviso. Volví la cabeza y vi a un león a tres pasos de… Un viejo antropófago que era el terror del poblado… Lo que quedaba de la burra, una masa de sangre, huesos y pelaje, estaba detrás de él.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté. Había cazado lo bastante para reconocer una historia verdadera cuando la oía.
– Le metí la caña de pescar en la boca, y también llevaba una pistola. Además, mis criados llegaron con rifles en aquel momento. Pero dejó su marca sobre mí -alzó una mano a la que faltaban tres dedos.
»Tengan en cuenta -dijo- que la burra había muerto más de una hora antes, y la bestia había estado observándome pacientemente desde entonces. No vi cómo la devoraba, pues no hice caso de su inquietud y no reparé en su ausencia, porque mi mente la identificaba con algo pardo, y el león lo era. Si yo pude equivocarme así, caballeros, en un lugar donde los sentidos del hombre son tan penetrantes, ¿por qué nosotros, ocupadas personas de la ciudad, no íbamos a fallar también?
Sir Walter asintió. Nadie estaba dispuesto a contradecirle.
– No acabo de entenderlo -prosiguió Winstanley-. Su objetivo era averiguar estas disposiciones sin que nosotros lo supiésemos. Sin embargo, bastaba con que uno de nosotros mencionara la reunión de esta noche a Alloa para que todo el fraude quedara al descubierto.
Sir Walter se rió secamente.
– La elección de Alloa demuestra su perspicacia. ¿Cuál de nosotros iba a hablarle de esta noche? ¿Acaso es probable que él abordara el tema?
Recordé los comentarios sobre la taciturnidad y el mal genio de que hacía gala el primer lord del Almirantazgo.
– Lo único que me desconcierta -dijo el general- es de qué le servirá a este espía su visita aquí. No ha podido llevarse varias páginas de cifras y nombres raros en la cabeza.
– Eso no es difícil -replicó el francés-. Un buen espía está adiestrado para tener memoria fotográfica. Como nuestro propio Macaulay. Habrán observado que no ha dicho nada, pero ha mirado estos papeles una y otra vez. Creo que podemos suponer que ha grabado en su mente hasta el último detalle. Cuando era joven, yo podía hacer lo mismo.