– Bueno, me parece que no hay más remedio que cambiar los planes -dijo tristemente sir Walter.
Whittaker parecía muy melancólico.
– ¿Has explicado a lord Alloa lo que ha sucedido? -preguntó-. ¿No? Bueno, no puedo hablar con absoluta seguridad, pero estoy casi seguro de que no podemos hacer ningún cambio importante sin alterar la geografía de Inglaterra.
– Hay que añadir otra cosa -dijo Royer-. Yo he hablado libremente cuando ese hombre estaba aquí. He revelado algunos planes militares de mi Gobierno. Podía revelarlos, pero esta información vale muchos millones para nuestros enemigos. No, amigos míos, no veo otro remedio. El hombre que ha venido aquí y sus cómplices deben ser atrapados, y atrapados inmediatamente.
– ¡Santo Dios! -exclamé yo-. ¿Cómo vamos a hacerlo, si no tenemos ninguna pista?
– Además -dijo Whittaker-, está el correo. A estas horas la noticia ya estará en camino.
– No -replicó el francés-; usted no conoce las costumbres del espía. Recibe personalmente su recompensa, y entrega personalmente su información. En Francia sabemos algo de esa raza. Aún existe una posibilidad, mes amis. Estos hombres deben cruzar el mar, y hay barcos que registrar y puertos que vigilar. Créanme, la situación es desesperada tanto para Francia como para Gran Bretaña.
El grave sentido común de Royer pareció devolverles la serenidad. Era el hombre de acción entre chapuceros. Sin embargo, no vi esperanza en ninguna cara, y yo tampoco la tenía. ¿Cómo era posible que entre cincuenta millones de islas y doce horas encontráramos a tres de los malhechores más listos de Europa?
De repente tuve una inspiración.
– ¿Dónde está la agenda de Scudder?-pregunté a sir Walter-. Deprisa, hombre, recuerdo algo de lo que ponía.
Abrió el cajón de un escritorio cerrado con llave y me la dio.
Encontré el lugar.
– Treinta y nueve escalones -leí, y de nuevo-: Treinta y nueve escalones… Los conté… Marea alta, 10.17 p.m.
El hombre del Almirantazgo me estaba mirando como si pensara que me había vuelto loco.
– ¿No ven que es una pista? -grité-. Scudder sabía dónde tenían su madriguera; sabía por dónde abandonarían el país, aunque mantuvo el nombre en secreto. Mañana era el día, y era en algún sitio donde la marea sube a las diez y diecisiete minutos.
– Es posible que esta moche ya se hayan ido -dijo alguien.
– No. Tienen sus medios secretos, y no se apresurarán. Conozco a los alemanes, y les encanta seguir los planes previstos. ¿Dónde demonios puedo conseguir un horario de las mareas?
Whittaker se animó.
– Es una posibilidad -dijo-. Vayamos al Almirantazgo.
Subimos a dos de los coches que aguardaban.
Todos menos sir Walter, que fue a Scotland Yard para «movilizar a MacGillivray» como él mismo dijo.
Pasamos por corredores vacíos y grandes estancias desnudas donde las asistentas aún estaban ocupadas, hasta llegar a una pequeña habitación llena de libros y mapas. Un empleado que vivía allí fue a buscar la tabla de mareas del Almirantazgo a la biblioteca. Me senté a la mesa mientras los demás me rodeaban, pues de uno u otro modo me había hecho cargo de esta expedición.
No sirvió de nada. Había centenares de nombres y, por lo que pude ver, las diez y diecisiete era un factor común a cincuenta sitios. Teníamos que encontrar el modo de reducir las posibilidades.
Apoyé la cabeza en las manos y reflexioné. Por fuerza tenía que haber un modo de interpretar este acertijo.
¿A qué se refería Scudder con esos escalones? Pensé en los escalones de un muelle, pero no creo que en este caso hubiera mencionado el número. Tenía que ser algún lugar donde hubiera varias escaleras, y una se diferenciase de las otras en el hecho de tener treinta y nueve escalones.
Entonces se me ocurrió una idea, y busqué todas las salidas de los vapores. Ningún barco zarpaba hacia el continente a las diez y diecisiete de la noche.
¿Por qué la marea alta era tan importante? Si se trataba de un puerto, debía ser algún lugar pequeño donde la marea importara, o bien un barco con mucho calado. Pero a aquella hora no zarpaba ningún vapor de línea, y de todos modos yo no creía que salieran en un gran barco de un puerto normal. Así pues, debía ser algún puerto pequeño donde la marea fuese importante, o quizá ni siquiera un puerto.
Pero si se trataba de un puerto pequeño no entendía qué significaban los escalones. No había puertos con toda una colección de escaleras. Tenía que ser un lugar al que identificara una escalera en particular, y donde la marea alta se produjese a las diez y diecisiete minutos. En conjunto me parecía que ese lugar debía ser un pedazo de costa abierta. Pero las escaleras seguían desconcertándome.
Después me lancé a consideraciones más amplias. ¿Desde dónde podía un hombre salir hacia Alemania, un hombre con prisas, que quería velocidad y un viaje secreto? Desde los grandes puertos, desde luego que no. El Canal, la costa oeste y Escocia estaban descartados, pues él se hallaba en Londres. Medí la distancia en el mapa, y trate de ponerme en el pellejo del enemigo. Iría a Ostende, a Amberes o Rotterdam, y zarparía de algún lugar de la costa este, entre Cromer y Dover.
Todo esto eran suposiciones muy dudosas, y de ningún modo ingeniosas o científicas. Yo no me parezco a Sherlock Holmes. Sin embargo, siempre he creído poseer cierto instinto para cuestiones así. No sé si me explico bien, pero solía utilizar el cerebro hasta donde podía y cuando tropezaba con un muro me dedicaba a suponer, y normalmente acertaba en mis suposiciones.
Por lo tanto, escribí mis conclusiones en un trozo de papel. Eran éstas,
BASTANTE SEGURO
(1) Lugar con varias escaleras; la que importa se distingue por tener treinta y nueve escalones.
(2) Marea alta a las diez y diecisiete minutos. Sólo es posible zarpar con marea alta.
(3) Escalones y no escalones del muelle, de modo que probablemente el lugar no sea un puerto.
(4) Ningún vapor nocturno de línea a las diez y diecisiete minutos. Los medios de transporte pueden ser carguero (improbable), yate o barco de pesca.
Aquí se detuvo mi cerebro. Hice otra lista, que encabecé con el título «Suposiciones», pero yo estaba tan seguro de una como de la otra.
SUPOSICIONES
(1) Lugar que no sea puerto sino costa abierta.
(2) Barco pequeño: chalupa, yate o lancha.
(3) Lugar de la costa este entre Cromer y Dover.
Me pareció extraño estar sentado a aquella mesa con un ministro del Gobierno, un mariscal de campo, dos altos funcionarios gubernamentales y un general francés a mí alrededor, observando cómo intentaba descubrir un secreto que significaba la vida o la muerte para nosotros a través de los garabatos de un hombre muerto.
Sir Walter se había reunido con nosotros, y MacGillivray llegó en ese momento. Había cursado instrucciones para que vigilaran los puertos y estaciones de ferrocarril en busca de los tres hombres que yo había descrito a sir Walter. No obstante, ni él ni nadie creía que esto sirviera de mucho.
– Esto es todo lo que se me ocurre -dije-. Tenemos que encontrar un sitio donde haya varias escaleras que bajen a la playa, una de las cuales tenga treinta y nueve escalones. Creo que es un trozo de costa con grandes acantilados, entre Cromer y el Canal. También es un lugar donde habrá marea alta a las diez y diecisiete minutos de mañana por la noche.
Entonces se me ocurrió una idea.
– ¿No hay ningún inspector de la Guardia Costera o alguien así que conozca la costa este?
Whittaker dijo que sí, y que vivía en Clapham. Fueron a buscarle en un coche, y el resto de nosotros nos quedamos en la pequeña habitación y hablamos de todo lo que nos vino a la cabeza. Yo encendí la pipa y volví a repasarlo todo hasta que me cansé de tanto pensar.