Hacia la una de la madrugada llegó el hombre de los guardacostas. Era un individuo de cierta edad, con el aspecto de un oficial naval, y desesperadamente respetuoso con los presentes. Dejé que el ministro de la Guerra le interrogase, pues pensé que me consideraría un descarado si era yo quien hablaba.
– Queremos que nos diga los lugares de la costa este donde hay acantilados y varias escaleras que bajan a la playa.
Reflexionó unos momentos.
– ¿A qué clase de escaleras se refiere, señor? Hay muchos sitios con acantilados en los que un camino baja a la playa, y la mayor parte de esos caminos tienen uno o dos escalones. ¿Se refiere a una escalera normal, toda de escalones, por así decirlo?
Sir Arthur me miró.
– Nos referimos a una escalera normal -contestó.
El hombre volvió a reflexionar unos momentos.
– No se me ocurre ninguno. Esperen un segundo. Hay un sitio en Norfolk, Brattlesham, junto a un campo de golf, donde hay un par de escaleras para que los caballeros recuperen las pelotas perdidas.
– No es éste -dije yo.
– También hay muchos paseos marítimos, si es que se refiere a eso. Todas las poblaciones costeras tienen uno.
Meneé la cabeza.
– Tiene que ser un lugar más solitario -dije.
– Bien, caballeros, no se me ocurre ningún otro sitio. Claro que está el Ruff…
– ¿Qué es eso? -pregunté.
– Un cabo que hay en Kent, cerca de Bradgate. Hay muchas casas de veraneo en el borde del acantilado, y algunas de ellas tienen una escalera que baja a la playa. Es un lugar muy selecto, y los veraneantes llevan una vida muy retirada.
Abrí la tabla de mareas y busqué Bradgate. Estaba previsto que el quince de junio hubiese marea alta a las diez y diecisiete minutos de la noche.
– Al fin estamos sobre la pista -exclamé con excitación-. ¿Cómo puedo averiguar a qué hora llega la marea al Ruff?
– Yo mismo puedo decírselo, señor -repuso el guardacostas-. Una vez me prestaron una casa allí en este mes, y solía ir a pescar de noche. La marea llega diez minutos antes que a Bradgate.
Cerré el libro y miré a los hombres que me rodeaban.
– Si una de las escaleras tiene treinta y nueve escalones, habremos resuelto el misterio, caballeros -dije-. Quiero que me preste su coche, sir Walter, y un mapa de carreteras. Si el señor MacGillivray me concede diez minutos, creo que podemos preparar algo para mañana.
Era ridículo que yo asumiera el mando de este modo, pero a ellos no pareció importarles y, al fin y al cabo, yo había estado metido en el asunto desde el principio. Además, estaba acostumbrado a trabajos duros, y esos eminentes caballeros eran demasiados listos para no darse cuenta de ello. Fue el general Royer quien me encomendó la misión.
– Yo, por lo menos -dijo-, me alegro de dejar el asunto en manos del señor Hannay.
Hacia las tres y media circulaba a toda velocidad por las carretas de Kent, con el mejor hombre de MacGillivray sentado junto a mí.
10. Varios grupos convergen en el mar
Una mañana de junio rosa y azulada me sorprendió en Bradgate, alojado en el hotel Griffin, contemplando el tranquilo mar hasta el buque faro de los bajíos de Cock, que parecía tan pequeño como una boya. Un par de millas más al sur, y mucho más cerca de la costa, se hallaba anclado un destructor. Scaife, el ayudante de MacGillivray, que había estado en la Marina, conocía el barco, y me dijo su nombre y el de su comandante, de modo que envié un telegrama a sir Walter.
Después de desayunar Scaife fue a una agencia inmobiliaria y obtuvo la llave de las puertas que daban paso a las escaleras del Ruff. Le acompañé por la playa, y me senté en un entrante del acantilado mientras él investigaba la media docena que había. No quería que nadie me viese, pero a estas horas el lugar se hallaba desierto, y mientras estuve en la playa no vi más que gaviotas.
Tardó más de una hora en hacer el trabajo, y cuando le vi venir hacia mí examinando un pedazo de papel, puedo asegurarles que tenía el corazón en un puño. Como comprenderán, todo dependía de que mis suposiciones fueran correctas.
Leyó en voz alta el número de escalones de las distintas escaleras. «Treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y nueve, cuarenta y dos, cuarenta y siete y veintiuno» donde el acantilado se hacía más bajo. Estuve a punto de levantarme y dar un grito.
Regresamos apresuradamente a la ciudad y envié un telegrama a MacGillivray. Quería media docena de hombres, y les ordené que se repartieran entre los distintos hoteles. Después, Scaife se fue a explorar la casa que había en lo alto de los treinta y nueve escalones.
Volvió con noticias que me desconcertaron y tranquilizaron al mismo tiempo. La casa se llamaba Trafalgar Lodge y pertenecía a un anciano caballero llamado Appleton; un corredor de bolsa retirado, había dicho el agente de la inmobiliaria. El señor Appleton pasaba largas temporadas en la casa durante el verano, y ahora se encontraba allí, pues había llegado a principios de semana. Scaife pudo recoger muy pocos datos sobre él. Únicamente que era un buen hombre, que pagaba sus facturas con puntualidad y siempre estaba dispuesto a dar un generoso donativo para una obra de caridad local. Después Scaife llegó hasta la puerta trasera de la casa, haciéndose pasar por un vendedor de máquinas de coser. Sólo había tres criadas, una cocinera, una doncella y una mujer de limpieza, y eran de las que se encuentran en cualquier casa respetable de clase media. A la cocinera no le gustaba chismorrear, y le había cerrado la puerta en las narices, pero Scaife estaba seguro de que no sabía nada. Al lado había una casa nueva que podría constituir un buen puesto de observación y la villa del otro lado estaba en alquiler y tenía un jardín lleno de arbustos y maleza.
Pedí el telescopio a Scaife, y antes de almorzar fui a dar un paseo por el Ruff. Me mantuve detrás de la hilera de casas y encontré un buen punto de vigilancia en el límite del campo de golf. Desde allí veía la línea de césped que bordeaba el acantilado, con algún que otro banco, y los pequeños solares cuadrados, vallados y delimitados por arbustos, allí donde las escaleras descendían hacia la playa. Vi Trafalgar Lodge con toda claridad: una casa de ladrillos rojos con una terraza, una pista de tenis en la parte posterior, y delante un jardín lleno de margaritas y geranios. Había un asta de la que la enseña nacional colgaba fláccidamente en el aire tranquilo.
En aquel momento observé que alguien salía de la casa y echaba a andar por el borde del acantilado. Cuando le enfoqué vi que era el anciano, vestido con unos pantalones blancos de franela, una chaqueta de sarga azul y un sombrero de paja. Llevaba unos prismáticos y un periódico, y se sentó en uno de los bancos de hierro y empezó a leer. De vez en cuando dejaba el periódico y volvía los prismáticos hacia el mar. Contempló largo rato el destructor. Yo le observé durante media hora, hasta que se levantó y regresó a su casa para almorzar, momento en que yo volví al hotel para hacer lo mismo.
No me sentía muy confiado. Aquella casa tan normal y corriente no era lo que yo había esperado.
El hombre podía ser el arqueólogo calvo de la terrible granja de los páramos, y podía no serlo. Era como uno de esos viejos pájaros satisfechos que se ven en todos los barrios residenciales y lugares de veraneo. En caso de tener que escoger a un tipo de persona totalmente inofensiva, lo más probable era que hubiese elegido a ése.
Pero después de almorzar, mientras estaba sentado en el porche del hotel, me reanimé, pues vi lo que deseaba y había temido perderme. Un yate procedente del sur se acercó a la costa y echó anclas delante del Ruff. Debía pesar unas ciento cincuenta toneladas, y vi que pertenecía a la escuadra por la bandera blanca. Así pues, Scaife y yo bajamos al puerto y alquilamos una barca para una tarde de pesca.