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Iban a dar las ocho, de modo que regresé para dar instrucciones a Scaife. Le dije cómo debía colocar a sus hombres, y después me fui a dar un paseo, pues no tenía ganas de cenar. Di la vuelta al campo de golf y llegué a un lugar del acantilado situado al norte de la hilera de casas.

Por el camino crucé con gente que volvía de la playa y de jugar a tenis, y con un guardacostas de la oficina de telégrafos. Vi encenderse las luces del Ariadne y el destructor fondeado un poco más al sur, y más allá de los bajíos de Cock aparecieron las luces de los vapores que se dirigían al Támesis. Toda la escena era tan pacífica y normal que mi inseguridad fue en aumento. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para encaminarme hacia Trafalgar Lodge alrededor de las nueve y media.

Por el camino me consolé un poco al ver a un galgo que corría junto a una doncella. Me recordó al perro que yo tenía en Rodesia, y el día en que le llevé a cazar conmigo a las colinas Pali. Íbamos tras las huellas de una gacela, y ambos la perdimos tras seguirla durante un rato. Los lebreles se guían por la vista, y mis ojos son bastante penetrantes, pero el animal desapareció. Después averigüé cómo lo había logrado. Contra la roca gris de los cerros sudafricanos no destacaba más que un cuervo contra un nubarrón. No tuvo necesidad de correr; le bastó con permanecer inmóvil y confundirse con el fondo.

De repente, mientras todos estos recuerdos pasaban por mi cerebro, pensé en mi presente caso y apliqué la moraleja. La «Piedra Negra» no tenía necesidad de huir. Sus miembros estaban integrados en el paisaje. Me hallaba en el buen camino, por lo que grabé esta frase en mi mente y me juré no olvidarla. Peter Pienaar no podía equivocarse.

Los hombres de Scaife ya debían estar en sus puestos, pero no se veía ni un alma. La casa era claramente visible para todo el que quisiera observarla. Una barandilla de un metro la separaba de la carretera del acantilado; las ventanas de la planta baja estaban abiertas, y las luces y el sonido de voces revelaban dónde estaban terminando de cenar los ocupantes. Todo era tan público y ostensible como una colecta de caridad. Sintiéndome como el mayor tonto de la Tierra, abrí la puerta del jardín y toqué el timbre.

Un hombre de mi especie, que ha viajado por todo el mundo, se lleva a la perfección con dos clases, las que podríamos llamar alta y baja. Las comprende y ellas le comprenden a él. Yo me sentía muy a gusto con pastores, vagabundos y picapedreros, y me sentía bastante bien con personas como sir Walter y los hombres que había conocido la noche anterior. No sé explicar por qué, pero es un hecho. Sin embargo, lo que las personas como yo no pueden entender es el mundo cómodo y satisfecho de la clase media, la gente que vive en villas y suburbios. No sabe cuáles son sus opiniones, no entiende sus convencionalismos, y desconfía tanto de ellos como de una cobra negra. Cuando una impecable doncella me abrió la puerta, apenas pude pronunciar palabra.

Pregunté por el señor Appleton, y la doncella me franqueó la entrada. Mi plan era irrumpir en el comedor y, por medio de mi súbita aparición, despertar en los hombres aquella chispa de reconocimiento que confirmaría mi teoría. Pero cuando me vi en aquel vestíbulo no fui dueño de mí mismo. Allí estaban los palos de golf y las raquetas de tenis, las gorras y los sombreros de paja, las hileras de guantes y el haz de bastones que encuentras en diez mil hogares británicos. Un montón de abrigos cuidadosamente doblados cubría la superficie de una antigua cómoda de roble; había un gran reloj y algunos relucientes calentadores de latón en las paredes, además de un barómetro y un grabado de Chiltern ganando el St. Leger. El lugar era tan ortodoxo como una iglesia anglicana. Cuando la doncella me preguntó mi nombre se lo di automáticamente, y fui introducido en el salón de fumar, a la derecha del vestíbulo. Esa habitación era incluso peor. No tuve tiempo de examinarla, pero vi algunas fotografías de grupo en la repisa de la chimenea, y habría podido jurar que pertenecían a escuelas particulares o universidades inglesas. Sólo eché una ojeada, pues conseguí recobrar la sangre fría y seguí a la doncella. Pero llegué demasiado tarde. Ella ya había entrado en el comedor y dado mi nombre a su señor, y yo había perdido la oportunidad de ver la reacción de los tres al oírlo.

Cuando entré en la habitación, el anciano de la cabecera de la mesa se había levantado para recibirme.

Iba vestido de etiqueta -chaqueta corta y corbata negra-, igual que el otro, al que mentalmente llamé «el gordo». El tercero, el tipo moreno, llevaba un traje de sarga azul y un cuello blanco, y los colores de un club o un colegio.

La reacción del anciano fue perfecta.

– ¿Señor Hannay?-dijo con un titubeo-. ¿Deseaba verme? Volveré en seguida, amigos. Será mejor que vayamos al salón de fumar.

Aunque no tenía ni un gramo de seguridad en mí mismo, me esforcé en seguir jugando la partida. Cogí una silla y me senté.

– Creo que ya nos conocemos -me apresuré a decir-, y supongo que ya sabe lo que quiero.

La luz era muy tenue, pero por lo que pude ver en sus caras, interpretaron muy bien el papel de desconcierto.

– Quizá, quizá -dijo el anciano-. No tengo muy buena memoria, pero me temo que debe revelarme el motivo de su visita, señor, porque no lo conozco.

– De acuerdo -repuse, mientras experimentaba la sensación de estar diciendo tonterías-. He venido para comunicarles que el juego ha terminado. Aquí tengo una orden de arresto contra ustedes tres, caballeros.

– ¿Arresto? -repitió el anciano, y pareció verdaderamente trastornado-. ¡Arresto! Santo Dios, ¿por qué?

– Por el asesinato de Franklin Scudder, en Londres, el día veintitrés del mes pasado.

– Nunca había oído ese nombre -dijo el anciano con voz aturdida.

Entonces habló uno de los otros:

– Se refiere al asesinato de Portland Place. Lo leí en los periódicos. ¡Santo Cielo, usted debe estar loco, señor! ¿De dónde viene?

– De Scotland Yard -contesté.

Después de eso hubo un minuto de silencio absoluto. El anciano clavó los ojos en el plato y jugueteó con una nuez, como un modelo de inocente estupefacción.

Entonces habló el gordo. Tartamudeó un poco, como un hombre que escogiera sus palabras.

– No te pongas nervioso, tío -dijo-. Todo esto es una equivocación ridícula; pero esas cosas ocurren algunas veces, y podemos aclararlas fácilmente. No nos costará demostrar nuestra inocencia. Yo puedo demostrar que el veintitrés de mayo estaba fuera del país, y Bob se hallaba en una clínica. Tú te encontrabas en Londres, pero puedes explicar qué hacías allí.

– ¡Desde luego, Percy! Claro que es muy fácil. ¡El veintitrés! Eso fue el día siguiente de la boda de Agatha. Veamos. ¿Qué hice? Llegué de Woking por la mañana, y almorcé en el club con Charlie Symons. Después… ¡Ah, sí!, cené con los Fishmonger. Lo recuerdo porque el ponche no me sentó nada bien, y a la mañana siguiente estaba indispuesto. Sin ir más lejos, tengo la caja de cigarros que traje de la cena. -Señaló un objeto que había encima de la mesa, y se rió nerviosamente.

– Creo, señor -dijo el joven, dirigiéndose respetuosamente a mí-, que usted mismo se habrá dado cuenta del error. Queremos ayudar a la ley como todos los ingleses, y no deseamos que Scotland Yard quede en ridículo. ¿No es así, tío?

– Desde luego, Bob. -El anciano parecía estar recobrando la voz-. Desde luego, haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudar a las autoridades. Pero… pero esto es un poco excesivo. No logro recobrarme de la sorpresa.

– ¡Cómo se reiría Nellie!-dijo el hombre gordo-. Siempre afirmaba que te morirías de aburrimiento porque nunca te ocurría nada. Y ahora vas a desquitarte con creces -y se echó a reír de un modo muy agradable.

– Por Júpiter, sí. ¡Imagínate! Vaya una historia para explicar en el club. La verdad, señor Hannay, supongo que debería estar enfadado para demostrar mi inocencia, pero es demasiado gracioso. ¡Casi le perdono el susto que me ha dado! Parecía usted tan triste, que he pensado que tal vez había matado a alguien estando dormido.