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Mi plan era quedarme escondido en mi habitación y ver qué ocurría. Tenía la impresión de que, si podía reunir a la policía y a mis otros perseguidores más temibles, sucedería algo ventajoso para mí. Pero ahora se me ocurrió una idea mejor. Garabateé una nota de agradecimiento al posadero, abrí la ventana y me dejé caer sobre un matorral de grosellas silvestres. Salté el muro de piedra sin ser observado, me arrastré a lo largo de otro y alcancé la carretera por el otro lado del bosquecillo.

Allí estaba el coche, hermoso y flamante bajo el sol matinal, pero con el polvo que hablaba de un largo viaje. Lo puse en marcha, salté al asiento del conductor y salí lentamente a la altiplanicie.

La carretera descendía casi en seguida, de modo que perdí la posada de vista, pero el viento pareció traerme el sonido de voces airadas.

4. La aventura del candidato radical

Pueden imaginarme conduciendo aquel coche de cuarenta caballos a toda velocidad por las accidentadas carreteras de los páramos en aquella espléndida mañana de mayo; primero lancé una ojeada hacia atrás por encima del hombro, y miré ansiosamente la próxima curva; después conduje con los ojos entrecerrados, aunque lo bastante despierto para mantenerme en la carretera. Estaba pensando desesperadamente en lo que la agenda de Scudder me había revelado.

El hombrecillo me había contado un montón de mentiras. Todas esas historias sobre los Balcanes, los anarquistas judíos y la conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores eran disparates, igual que lo referente a Karolides. Sin embargo, no del todo, como verán. Yo me había arriesgado mucho por creer en su historia, y había sido engañado; ahora su agenda me explicaba un cuento diferente, y en vez de reaccionar con desconfianza lo creía del principio al fin.

Ni yo mismo sé por qué. Parecía desesperadamente cierto, y el primer cuento, si ustedes me comprenden, también había sido cierto en su espíritu.

El día quince de junio sería un día muy importante, tanto que no culpaba a Scudder por mantenerme fuera del juego y querer llevarlo a cabo él solo. Ésta, sin ninguna duda, había sido su intención. Me explicó algo que parecía bastante importante, pero la realidad lo era tantísimo que él, el hombre que la había descubierto, la quería toda para sí. Yo no le culpaba. Al fin y al cabo, lo único que había codiciado eran riesgos.

La historia completa se hallaba en las notas; con lagunas, naturalmente, que él habría llenado de memoria. También nombraba a sus superiores, y utilizaba el extraño truco de darles un valor numérico. Los cuatro nombres que había escrito eran de autoridades, y había un nombre, Ducrosne, que tenía un cinco sobre un posible cinco; y otro tipo Ammersfoort, que tenía un tres. Los puntos clave de la historia era lo único que había en la agenda; esto, y una frase incomprensible que aparecía media docena de veces entre paréntesis. «Treinta y nueve escalones», era la frase, y la última vez decía: «Treinta y nueve escalones, los conté; marea alta 10.17 p.m.» Esto no me dijo nada.

Lo primero que descubrí fue que no se trataba de impedir una guerra. Esta llegaría, tan puntualmente como Navidad; Scudder decía que había sido planeada en febrero de 1912. Karolides sería la ocasión. Realmente vendría a Inglaterra el catorce de junio, dos semanas y cuatro días después de aquella mañana de mayo. Por las notas de Scudder deduje que nada en el mundo podría impedirlo. Sus declaraciones sobre los guardias epirotas que despellejarían a su propia abuela eran falsas.

Lo segundo fue que esta guerra constituiría una enorme sorpresa para Gran Bretaña. La muerte de Karolides enemistaría a los países de los Balcanes, y entonces Viena contribuiría con un ultimátum. A Rusia no le gustaría, y habría palabras fuertes. Pero Berlín jugaría el papel de pacificador y calmaría los ánimos, hasta que súbitamente encontraría un motivo para un enfrentamiento, lo recogería y, al cabo de cinco horas, se lanzaría sobre nosotros. Ésta era la idea, y debo reconocer que no estaba mal. Palabras melosas y apaciguadoras; y después una puñalada por la espalda. Mientras hablábamos de la buena voluntad y las buenas intenciones de Alemania, nuestras costas serían minadas, y los submarinos estarían esperando a los buques de guerra.

Pero todo esto dependía de un tercer hecho, que se produciría el quince de junio. Jamás lo habría comprendido si en cierta ocasión no hubiera conocido casualmente a un oficial del Estado Mayor francés que regresaba del África occidental y me explicó muchas cosas. Una de ellas fue que, a pesar de todas las tonterías dichas en el Parlamento, existía una alianza entre Francia y Gran Bretaña, y que los dos Estados Mayores se reunían de vez en cuando y hacían planes para una acción conjunta en caso de guerra. Pues bien, en junio vendría un gran personaje de París y recibiría nada menos que un informe sobre la Fuerzas Armadas británicas. Al menos deduje que era algo así; de cualquier modo,, se trataba de algo muy importante.

Pero el día quince de junio habría otras personas en Londres, personas cuya identidad yo sólo podía sospechar. Scudder se contentaba con llamarlas colectivamente la «Piedra Negra». No representaban a nuestros aliados, sino a nuestros mortales enemigos y la información destinada a Francia iría a parar a sus bolsillos. Y se utilizaría, no lo olviden, una o dos semanas después, con grandes cañones y veloces torpedos, imprevisiblemente, en la oscuridad de una noche veraniega.

Ésta era la historia que yo había descifrado en la habitación trasera de una posada campestre, junto a un huerto de coles. Ésta era la historia que bullía en mi cerebro mientras viajaba en el gran automóvil de un valle a otro.

Mi primer impulso fue escribir una carta al primer ministro, pero una pequeña reflexión me convenció de que sería inútil. ¿Quién me creería? Tenía que presentar una prueba, alguna evidencia, y sólo Dios sabía cuál podía ser. Por encima de todo, debía protegerme a mí mismo, a fin de poder actuar cuando la situación madurase, y no sería nada fácil con la policía de las Islas Británicas tras de mí y los componentes de la «Piedra Negra» pisándome los talones.

No me había trazado ningún plan de viaje, pero seguí hacia el este guiándome por el sol, pues recordé que el mapa indicaba una región de minas de carbón y ciudades industriales al norte de donde me encontraba. Dejé atrás los páramos y atravesé un extenso prado a la vera de un río. Bordeé el muro de un parque a lo largo de muchos kilómetros, y a través de un claro de bosque divisé un gran castillo. Pasé por antiguos pueblecitos de casas con techumbre de paja, y sobre apacibles riachuelos, y crucé jardines llenos de espinos y laburnos amarillos. El paisaje era tan hermoso que me resultaba difícil creer en la existencia de alguien que quisiera matarme; y, ¡ay!, que al cabo de un mes, a no ser que la suerte me acompañara, estas redondas caras de campesinos estarían inmóviles y lívidas, y los hombres yacerían muertos en los campos ingleses.

Alrededor del mediodía entré en un pueblecito, y se me ocurrió detenerme a comer. En la calle principal estaba la oficina de correos, y en los escalones se hallaban la administradora y un policía enfrascados en la lectura de un telegrama. Cuando me vieron se despabilaron, y el policía avanzó con una mano en alto y me gritó que me detuviera.

Estuve a punto de obedecer. Después se me ocurrió que el telegrama podía tener algo que ver conmigo; que mis amigos de la posada habían llegado a un acuerdo y se habían unido para encontrarme, para lo cual, habían telegrafiado una descripción de mí y del coche a treinta pueblos por los que podía pasar. Solté los frenos justo a tiempo. El policía se lanzó sobre el automóvil y no se soltó hasta que le di un puñetazo en un ojo.